Rembrandt, León descansando |
Antoni MARÍ
El genio romántico
Menester metafísico de una mente pueril, que también lo había, y acto de evasivo floreo rico en desatar funciones inmunitarias contra el aburrimiento, de muy niño inventaba monstruos que me acompañaban en los momentos de soledad sometida al rudimento de lo ajeno, cuales eran los trayectos forzados de vaivén al cole o las secuencias urbanas concatenadas junto a un adulto durante el faenar de recados incomprensibles para mí, situaciones en las que me hallaba impedido del deleite de dibujos que hacer fluir como sempiternos inventarios (una visita al mercado, por ejemplo, se traducía en una orgía de hortalizas agonizantes, carnes desmembradas y pescados exánimes pasados a rotulador), no menos que privado de la epifanía de lombrices, escarabajos, grillos, libélulas y, no digamos ya, de las inestimables culebras y lagartijas deprecadas al Altísimo Mirón, Vigilante Señor de quien dependía facultarme para descubrirlas bien bajo pedruscos volteados con esmero arqueológico, bien al socaire intersticial de tapias sin otra guarnición que un interrogatorio urdido al milímetro de mis ganas.
Cuando el ser engendrado a partir de un híbrido de pánicos y fascinaciones, encofrados en mí sin saber cómo, perfilábase con encantos harto deliciosos para ser mecanizados por el centrifugado de la costumbre, los reservaba en una morada idílica, burbuja paralela y santuario vegetativo de irrealidades, donde lo previsible siempre imprevisto es que fuera disipándose en el reposo logrado de una irónica falta de uso, si antes no era relevado por la incorporación de otro ente, más persuasivo en su eretismo, mediante argucias de palimpsesto que imprimían rasgos a la imaginación de similar forma, quiero pensar, que una máscara mortuoria pretende capturar la identidad en un remedo de la intransferible que fue viva y única presencia en lo múltiple, múltiple ausencia en la unidad y cosa no menos fantasiosa que la lucubración de mis bestias.
Izada la mañana con este recuerdo, palpo que descifro el sacacorchos del alma en los vestigios de un zoomorfismo interior, invocación y matriz de un poder primordial cuyo magma, en mi caso, debía prestarse a moldear una síntesis de toda la fauna concebida gracias a una selva indiferenciable de fuentes: desde las endógenas o autoacontecidas pesadillas, a la sensitiva extensión de mí mismo puesta en los pequeños reptiles e invertebrados con dedos a menudo heridos por el trofeo así apresado; desde los rostros que de parte a parte me devolvían las muecas de la especie en razón de la cual debía desfigurar mis facciones, a los bestiarios modernos que tuve a mi alcance en los atlas de saurios prehistóricos, en las enciclopedias visuales dedicadas a la biota (como la sugerentemente titulada La Senda de la Naturaleza) o en las efigies votivas de las fichas Safari Club, editadas en 1978, que aún conservo con el respeto ceremonioso de haber verificado en tan prolija colección una suerte de tarot exento de marrullerías.
No por nostalgia evocada con los retazos propios de un cuarentón, pues mi infancia no deja por ello de contener pasajes terroríficos y crónicos estados de excepción, sino por recoger lo que cada uno pudo crecer y no fue, son estos pormenores de renacuajo los que alimentan el goteo de nuestra vida de hombres, nuestra secreta hermandad de perdedores con aquellos que, como Leopardi, se desubican demasiado pronto conscientes de que «los niños hallan el todo en la nada; los hombres, la nada en el todo».
No por nostalgia evocada con los retazos propios de un cuarentón, pues mi infancia no deja por ello de contener pasajes terroríficos y crónicos estados de excepción, sino por recoger lo que cada uno pudo crecer y no fue, son estos pormenores de renacuajo los que alimentan el goteo de nuestra vida de hombres, nuestra secreta hermandad de perdedores con aquellos que, como Leopardi, se desubican demasiado pronto conscientes de que «los niños hallan el todo en la nada; los hombres, la nada en el todo».
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