5.6.14

ALCORQUES

Ayer creíamos que bastaba despreciar lo que el hombre logra, hoy sabemos que debemos despreciar además lo que anhela.
Nicolás GÓMEZ DÁVILA
Escolios a un texto implícito

Cuerpos extraños, entrañas almas. No he perdido la facultad de creer, hermosa dote para el eremita que ha sobrevivido al naufragio de sus motivaciones, pero gano a la apariencia en certitud porque dudo de todo en cada parte y a cada momento, cual si llevara extraños cuerpos clavados en el alma o almas que gimen por escaparse atravesadas en mis entrañas.

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Panindividualismo. «Hónrate a ti mismo porque hacerlo es honrar a Dios. Él es tu savia indestructible, la misma que conecta cada ser con su trasfondo universal y nadie, nadie mejor que tú, conoce las dimensiones del monstruo solitario que te ha correspondido irrigar con ella en usufructo». De seguido, acto rendido, me dormí...

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Hasta el fin de esa edad prisionera ineludible del absolutismo juvenil, no es anómalo que al espíritu rasgado de curiosidad los libros le interesen más que las gentes; después, con el comienzo de la primera madurez, pueden ocurrir dos cosas: que el saber escrito decepcione tanto como las personas, triste e hiperrealista conclusión, o que se empiece a leer en ellas, errores vivos de elocuencia, como en un inmenso volumen repleto de historias que, no por ser reiterativas, se facultan menos dignas de ser estudiadas.

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Para Baroja, el Baroja que saldó sus noches oscuras parapetado en su vocación de aurora roja, «somos grandes constructores de ilusiones, hasta que hacemos lo posible para derruirlas». Uno es siempre la primera y última ilusión para sí mismo; podemos exagerarla o arruinarla, amalgamarla con otras ficciones o desmontarla hasta provocar su fúnebre desmoronamiento, cuando lo sabio quizá sea tan sencillo como detenerse en ella a contemplar con realeza lo que cada irrealidad nos vaya deparando.

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Bufonadas conmutativas. Tan grave y, de sólito, tan proclive a hacer el payaso... Quizá suponga uno de los últimos recursos que puede proporcionar alivio a quienes entre demolición y demolición seguimos demasiado averiados por el vicio de la existencia; un alivio altivo, ciertamente, aunque para afianzarlo haya que agigantar las propias torpezas, ataviarse con carcajadas prestadas y escupirle babas de colores al espejo sobre el que irradiamos las muecas más grotescas, porque si reírse de sí mismo denota un signo diáfano de majestad, reírse del mundo vale todo un imperio.

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«Si el universo es de hechura divina —atestigua Zambrano—, al hombre toca sostenerla. Y así ha de ser su corazón vaso de inmensidad y punto invulnerable de la balanza». Lo auténtico nos descubre en todo aquello que exige del corazón la lúcida generosidad de recibir la metralla del cosmos sin aprobarlo ni condenarlo.

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A vista gruesa parecería que el pensamiento libre, no adscrito por esencia a ninguna bandera ni sujeto a otra frontera que sus propias limitaciones cognitivas, hallaría mayor amplitud sumándose a los planteamientos cosmopolitas de la organización social; sin embargo, a nadie dotado de activa conciencia de su autonomía le pasará inadvertido que ser ciudadano del mundo significa, por encima de otros contextos y consideraciones, ser un paria en todas partes, mientras que en territorios menos masificados es relativamente factible que se produzcan las condiciones propicias para mantener con ciertas garantías las potestades individuales.

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Salvo en asuntos de cuerpo y de conciencia, en los que cada uno debe ser respetado como regio dueño de sí aunque no esté a la altura del cargo, donde la libertad no es una burda falacia los conflictos entre la costumbre y la legalidad suelen dirimirse en favor de la primera; defender lo contrario, incluso si se invocan derechos fundamentales, es incubar la tiranía de lo categórico sobre lo provisional.

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El poder político trata de legitimarse por la altura de sus fines porque teme que sin ellos sus sórdidos orígenes y sus más nefandos medios queden expuestos con una llaneza inaceptable.


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Simetrías del fraude. Si malo es quien impide que lo bueno circule para que lo malo se conserve o, de forma más simple, quien vende lo malo como bueno, quien lo adquiere sabiendo que no es bueno, además de convertirse en malo por complicidad, consiente que lo tomen por tonto.

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La virtud que se jacta de serlo cae en el vicio, pero el vicio que se avergüenza de serlo no llega a ser virtuoso por ello, solamente eleva sus flaquezas a un lastimoso exponente.

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Habría que analizar con detenimiento cuanto debe el prestigio del especialista a su tenacidad por incrementar el conocimiento en un campo o al ansia por adquirir una importancia que lo proteja de ser cuestionado.

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Los hallazgos y su tino, como la felicidad, se disipan velozmente del recuerdo dejando una impronta en el carácter que llegará a confundirse con el sabor de las experiencias ilusorias. Lo que un hombre lleva siempre consigo y de una pieza, como un bulto que no acierta a soltar o el peso fofo de un miembro tullido, es la constelación cuajada de propósitos malogrados entre desastres, pifias y desmesuras.

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Fomes. Actos e intenciones revelan ser datos insuficientes para juzgar al agente que los enlaza a guisa de puente entre el mundo interior y el exterior. Para juzgar sin lagunas a un sujeto se necesitaría conocerlo a cada instante en todas sus dimensiones, seguimiento desde luego temible y a todas luces imposible para el estado actual de la psicología, de manera que sus semejantes han de conformarse con los vestigios de su paso por los hechos descartando el resto de su ser, esa parte donde acaso palpita el cociente de la cuestión.

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Iniquidades. Que se persiga la mediocridad ajena acentuando la propia es un fiasco común, mas no por ello dispensable; que se huya de la excelencia como de una mediocridad evidencia, antes que un tremendo error de juicio, la pésima índole de quien evalúa.

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Dando testimonio del arte filosófico que asume por disciplina cansarse de cansarse para volver deseable lo indigerible, mis problemas parecerán ridículos a quien los haya superado análogos y exacerbados al que con un gesto de arrogancia los desprecia. Me situaré, en consecuencia, allí donde nadie los interrumpa con las trabas que ha cosechado y padece como soluciones.

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Habida cuenta que desde mi más correosa infancia surco mi caída en el tiempo a bordo de la sensación de presenciar la vida como un oyente, soy inmune a cualquier presión cultural que me obligue a matricularme en ella.

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Procura no hablar de las tonterías que has cometido, porque la peor de ellas, la que más te ata, es la palabra donde se desatan.

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Autoayuda. ¿Qué me aconsejaría si pudiera enviarme un mensaje conciso veinte años atrás?  Francamente, no lo sé. Es decir: «Francamente, no lo sé».

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Cuando las circunstancias resultan demasiado adversas para fajarlas y en las contingencias de cada jornada se agita un nido de angustias irreductibles, el fatalismo persuade sin estridencias porque diluye fácilmente las pesarosas responsabilidades que uno arrastra consigo, mientras que en los momentos álgidos donde los elementos del mundo parecen orquestarse a nuestro favor tendemos a ser voluntaristas para ostentar sin menoscabo de fortuna el mérito de las propias decisiones. Existe, todavía, una postura intermedia según la cual el azar reparte las cartas que cada individuo ha de jugar como le vienen, pero el sentido común implícito en esta lectura termina recabando el desagrado de todos, más propensos a identificarse con larvas aplastadas o dioses emergentes.

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Avestruces. Un chaval de veintipocos años se registra en una conocida página de contactos. Después de dedicar la flor de sus horas de ocio a deshojar ofertas y provocar tentaciones, descubre a una mujer interesante que dice rondar los cuarenta pero mantenerse en la plenitud de su físico. Como los estímulos que ella exhibe han sido calculados en escasez para incitar, el joven toma la iniciativa de una tanda de charlas privadas donde las atenciones recíprocas fluyen hasta convertirse en una ocupación adictiva para ambos. En apenas tres centenares de líneas de texto, labran una confianza de terciopelo que pronto crea el clima idóneo para el intercambio de primeros planos, algo cándidos, de esas zonas que a todos los vivitos ganosos de colear nos pierden. Día sí, noche también, se juran romper el hielo lo antes posible, anhelo que parece estar condenado a no resolverse nunca, pues una fuerza oscura promotora de azares fastidiosos parece impedirlo en el último momento siempre que se lo proponen. Cuando al fin logran quedar en un lugar público, madre e hijo se encuentran. Ni los años de convivencia ni los vínculos de consanguinidad los han preparado para el impacto de esta experiencia; madre e hijo, por tanto, fingen desconocerse. Fue uno de los protagonistas quien me contó el suceso, y añadió como oropel a su contrariedad la leyenda, grabada al ácido en su memoria, de un cartel publicitario ubicado sobre el punto donde se habían dado cita: «El vértigo desaparece cuando el deseo por saltar supera al miedo a caer».

Lienzo de Paolo Troilo, artista que se vale en exclusiva de sus dedos para pintar haciendo uso de dos solemnes colores, negro y marfil.

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