17.11.13

EL AMILAGRADO

A plena luz el mundo puede desintegrarse. Ante unos ojos débiles se torna firme, ante otros más débiles es como un puñetazo, ante otros aún más débiles aniquila sin pudor a quien osa mirarlo.
Franz KAFKA
Aforismos, visiones y sueños

Vivía como nómada en una época indeterminada en la que pieles mal curtidas nos servían de abrigo durante todas las estaciones y el alimento, escaso, había que cazarlo batiendo amplios espacios reconquistados por las malezas. No éramos una comunidad numerosa, a lo sumo treinta individuos, en su mayoría adultos más interesados en la defensa mutua que en conectarse afectivamente.

Bajo los ópalos del crepúsculo decidimos acampar al amparo de un valle casi invisible gracias al robledal que cubría las dos vertientes y en cuyo fondo corría un arroyo de rumores tan caprichosos como el deshielo que lo había producido. Al amanecer, cuando muchos llevábamos largo rato activos, nos llegó un alarido espeluznante de algo que parecía acercarse veloz hacia nosotros. Los que teníamos más experiencia reconocimos de inmediato al temor sin nombre que, musitando, llamábamos El Ser. No hubo necesidad de tocar el cuerno, y mientras los demás se dispersaban para no ofrecer un blanco fácil, yo me dirigí al peñasco en el que habíamos ocultado el artefacto más poderoso de la tribu, una suerte de lanzagelum artesanal alimentado con mineral de ciniso. Al tiempo que lo preparaba, operación bastante delicada que requería dedos fuertes y cabeza fría, divisé al asaltante a unos centenares de pasos penetrando en el claro donde una vanguardia de cuatro camaradas procuraba distraerlo debatiéndose indecisos entre el horror y la fascinación. El Ser tenía el aspecto de una masa eclipsada, de volumen cambiante y sin rasgos nítidos, que vibraba estuosa en su negrura como si ardiera por dentro, a la vez que profería gritos de una ferocidad patógena, capaces de abismar en la catalepsia a cualquiera que tuviera la desgracia de oírlos sin acertar a rememorar las preces que pasaban de cabila en cabila como un tesoro ancestral dotado de virtudes inmunitarias. Aceleré las piernas en dirección a su encuentro dispuesto a combatirlo, pero al llegar al sitio exacto había desaparecido. Sabía muy bien lo que su ausencia significaba; probablemente, se había introducido en alguno de los circunstantes. Faltos de disciplina militar, desistí de ordenarles a mis compañeros que formaran un escuadrón, ni ellos, pertenecientes a una generación más asilvestrada que la mía, hubieran aprobado el liderazgo de alguien mayor. Pese al desconcierto, había que hacer un recuento urgente, lo importante era detectar al sujeto que servía de anfitrión a la monstruosa criatura antes de que el mal se propagara. Con una persuasión ajena a las argucias del verbo, conseguí reunir a los rezagados. Más angustiosa que la amenaza indefinida fue sentir la disolución instantánea de los vínculos grupales de confianza. Nos inspeccionábamos unos a otros buscando los signos inequívocos de la posesión, tardos en aparecer, nada extraño considerando que el clima de tensión emocional constituía un medio idóneo de contagio, nunca súbito cuando es masivo. Aunque al producirse el breve contacto con El Ser yo estaba lejos del foco, el hecho de haberme convertido en el portador del arma más destructiva me obligó a anticipar a viva voz mis intenciones. Declaré que no depondría el artilugio mortífero hasta identificar al infectado, a quien no vacilaría en inmolar, asegurándoles que en el improbable caso de que fuera yo, tendrían que matarme por la espalda seccionándome la médula espinal por la base del cuello. A desdén de padecer el cumplimiento profético de mis aprensiones, poner de manifiesto mi actitud y provocar mi sentencia de muerte se concretó en un mismo albur. El razonamiento jamás ha impulsado a los hombres tan eficazmente como el recelo, y en esa coyuntura hasta los niños me dedicaron suspicacias. Alivio incomprensible para quien no sea un decadente cansado de sobrevivirse, con lágrimas retrasadas durante décadas me alegré de tener un fin próximo a manos de mis conocidos. Más jóvenes que yo, y por ende más rápidos y menos juiciosos, no vi acercarse el golpe que me derribó.

Al recuperar la conciencia, comprendo un tanto azorado que me he quedado dormido en el retrete. La postura adoptada durante el desvanecimiento me ha dejado las extremidades ateridas y un dolor atronador en un lado de la cara que, lejos de remitir al despejarme, aumenta en los maxilares. Me examino la boca ante el espejo y descubro horrorizado que las encías que rodean los cordales inferiores se han hipertrofiado hasta cubrir por completo la dentina, además de presentar un aspecto estriado y pulposo, como si estuvieran a punto de deshacerse con una fragilidad comparable al estado corroído de un trozo de magro sumergido en vitriolo. Temiendo la gravedad de una infección purulenta, utilizo cuidadosamente un escalpelo para dejar al descubierto la cavidad de esa zona de la mandíbula, de la que voy extrayendo fragmentos cortantes, teñidos de un color violáceo, que tomo en principio por esquirlas de hueso manchadas con los pigmentos procedentes de los últimos alimentos ingeridos. Tras sacar todos los restos, una observación más minuciosa me saca del error al poner en evidencia que no se trata de material orgánico, sino de un plástico similar a las carcasas de los aparatos electrónicos. Mucho hay que heñir todavía, y sin preterir la calamidad en que ha quedado convertida mi dentadura, subordino mi atención al examen de las posibles explicaciones del hallazgo. No sin dificultad, ensamblo las piececillas del anómalo rompecabezas. El objeto resultante se asemeja a la concha de un molusco que coincide morfológicamente con los bivalvos sintéticos que instalaron por su función filtrante en el estuario limítrofe a la finca —¡cómo he podido olvidarlo!— en la que me espera mi familia para una cita ineludible...

Muy sufrido por el trayecto nocturno martillado bache a bache contra el esqueleto por carreteras en peores condiciones que mi herida, llego a la senda que se interna en el Bosque del Ahogado y rodea el remanso de agua en dos tercios de su ondulante perímetro. Ubico enseguida el islote donde se alza, aún imponente, la vieja casona construida con bloques de cuarcita que mi madre heredó de una tía sin descendientes directos. A poca distancia del puente levadizo que comunica ambas orillas, hago las señales luminosas convenidas a fin de evitar una alarma innecesaria; sería una amarga ironía que mis parientes abrieran fuego sobre mí al confundir el ruido de mi avance con el que originan en ocasiones los letargianos que merodean por la comarca: seres ni vivos ni muertos, semihumanos sumidos en un trance insensible del que solo salen de forma inopinada, siempre que haya una estricta oscuridad, para alimentarse con los jugos vitales de cualquier animal de sangre caliente, a los que pueden inmovilizar con el simple esfuerzo de una mordedura, pues su saliva posee toxinas análogas al curare. Apenas he dado tres zancadas cuando una agitación en los arbustos colindantes me obsequia una descarga de adrenalina. La batería de la linterna se halla tan debilitada que nada logro distinguir con sus fotones enlatados, y en un alarde de imprudencia alargo un brazo para retirar el ramaje que me oculta la causa de tal estrépito. Otra zarpa agarra la mía con una aspereza conocida: mi gata me está lamiendo las uñas. Normalmente cierro la puerta de la alcoba para evitar que sus veleidades felinas interrumpan mi descanso. Tras acariciarla como si fuera mi único asidero a la realidad recién recuperada, maúlla insatisfecha exigiéndome comida. De regreso a la horizontal, tras acomodarme en mi cobijo de mantas tibias y densidades viscolásticas, vuelvo a despertarme bruscamente a partir del episodio precedente, que se me antoja falso desvelo, como en efecto compruebo al ver que el comedero está vacío y mi pelirroja de ojos turquesas duerme en otra estancia enroscada sobre sí misma, como debe de estar haciendo desde hace horas. Terne frente al agotamiento, me decreto inconcebible consentirme una nueva oportunidad para la ensoñación. Al recostar el insomnio sobre el ángulo más mullido del sofá, justo de espaldas al ventanal que desafía al campanario vecino, una majestad absoluta me abraza por detrás susurrándome los acordes cenceños, desprovistos del menor aliento, de sus facecias:

—Te inoculé hace cuatro décadas y te retiraré sin previo aviso cuando me plazca. Acepta esta incertidumbre como un presente. Nada nos debemos el uno al otro. Estamos en paz. 
—Me trajiste sin haberlo pedido —protesto.
—Me avergonzaría de mi obra si creyeras lo contrario.
—Y yo de expirar si no me sorprendieras.
—Supón que todo cuanto existe no es sino el polvo levantado por lo que no es; supón que esta polvareda en la que estás inmerso solo es la apariencia de otra apariencia dentro de una escala sucesiva de apariencias. Puesto que tus dudas no son suficientes para conjurar lo que hay tras los enlaces y desenlaces de cada mota que compone el vendaval de este mundo; puesto que tampoco insemina tu ignorancia el caos que incesantemente lo mueve, nada debe impedirte seguir aquí o acompañarme ahora. Tú eliges.
—¿Así de fácil?
—Querido, nada más impropio que alejarte de mí —añade la cautivadora apretando su descarnada fuerza contra mi diafragma.
—Y nada menos propio que hacerlo sin haber vaciado correctamente los intestinos.
—No seas bergante y mírame: te desvanecerás en un suspiro infinito.
—Igualmente.

El trofeo Autumn muertita lo brinda Krisztianna.

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