El universo entero apesta a cadáver.
Samuel BECKETT
Fin de partida
La metrópoli, por servirme de un sustantivo aún vibrante en la escenografía de los acasos, tañe evocaciones sobrevaloradas con la aceleración de un motor de posibilidades que saca notas de reclamo a las pocilgas donde cada cual se revuelca en busca de la perla de su anhelo; la gran cochina ciudad, venía a decir, aplasta al visitante sensible, no menos que al habitante desacostumbrado al engranaje genérico de felonías, bajo millones de formas, a cual más descriptiva, de adjetivar la sensación que documenta lo microscópico que el individuo ha de sondearse dentro del azar indescifrable a los designios de la cáfila, además de devolverle en plena cara, como un gargajo calentado durante decenas de generaciones, el sentimiento de desprecio por la humanidad que pueda llevar consigo, arrebujado entre otras amables perversiones, con la esperanza —maldito coladero— de que la aglomeración de misereres le confirme lo errado o acertado que está. Así buceo yo a ras de calle cuando salto al mundo desde mi tabernáculo de dudas, y así termino orientándome en las opresivas amplitudes del «laberinto de gente apresurada que su misma prisa aparta del camino» (Séneca) para volver de una pieza al rompecabezas de mi cubil sin que se advierta demasiado la presteza del rechazo a permanecer adherido a estos tapiales de autismo progresivo y malaventuranza social, muy avizor también a la penumbra de esos ángulos en los que no quepo aunque parezca apremiante hallar el hueco en el que ni muerto —¡voto a Nut!— me acomodaré. Una vez transpuesto el glacis del arrabal por las rutas iletradas que conducen a mi tierra de reposo, dejo colgadas en el perchero las últimas prendas de ciudadanía y me enmascaro en la desnudez del amor propio para contarle en serio a mi retraimiento, al que ahora llamo en broma misantropía, que sólo un hombre fiel al trazo de sus disgustos puede darse el gusto de difuminarlos en el olvido, un ritual tan necesario para purgar el efecto viral que le hace perder fuerza ante sí mismo a medida que empieza a creerse la caricatura pública pintada con sus menudillos, como lo es para el juego erótico abandonarse a las sombras durante el goce.
Alfred Rethel grabó los compases de Der Tod als Würger.
Samuel BECKETT
Fin de partida
La metrópoli, por servirme de un sustantivo aún vibrante en la escenografía de los acasos, tañe evocaciones sobrevaloradas con la aceleración de un motor de posibilidades que saca notas de reclamo a las pocilgas donde cada cual se revuelca en busca de la perla de su anhelo; la gran cochina ciudad, venía a decir, aplasta al visitante sensible, no menos que al habitante desacostumbrado al engranaje genérico de felonías, bajo millones de formas, a cual más descriptiva, de adjetivar la sensación que documenta lo microscópico que el individuo ha de sondearse dentro del azar indescifrable a los designios de la cáfila, además de devolverle en plena cara, como un gargajo calentado durante decenas de generaciones, el sentimiento de desprecio por la humanidad que pueda llevar consigo, arrebujado entre otras amables perversiones, con la esperanza —maldito coladero— de que la aglomeración de misereres le confirme lo errado o acertado que está. Así buceo yo a ras de calle cuando salto al mundo desde mi tabernáculo de dudas, y así termino orientándome en las opresivas amplitudes del «laberinto de gente apresurada que su misma prisa aparta del camino» (Séneca) para volver de una pieza al rompecabezas de mi cubil sin que se advierta demasiado la presteza del rechazo a permanecer adherido a estos tapiales de autismo progresivo y malaventuranza social, muy avizor también a la penumbra de esos ángulos en los que no quepo aunque parezca apremiante hallar el hueco en el que ni muerto —¡voto a Nut!— me acomodaré. Una vez transpuesto el glacis del arrabal por las rutas iletradas que conducen a mi tierra de reposo, dejo colgadas en el perchero las últimas prendas de ciudadanía y me enmascaro en la desnudez del amor propio para contarle en serio a mi retraimiento, al que ahora llamo en broma misantropía, que sólo un hombre fiel al trazo de sus disgustos puede darse el gusto de difuminarlos en el olvido, un ritual tan necesario para purgar el efecto viral que le hace perder fuerza ante sí mismo a medida que empieza a creerse la caricatura pública pintada con sus menudillos, como lo es para el juego erótico abandonarse a las sombras durante el goce.
Alfred Rethel grabó los compases de Der Tod als Würger.
No hay comentarios:
Ningún comentario recibido con posterioridad al verano de 2019 recibirá respuesta. Hecha esta declaración de inadherencia, por muy dueño que me sienta de lo que callo dedico especial atención a los visitantes que no marchan al pie de la letra.