Comprendí que el designio estaba latente en mi voluntad.
Knut HANSUM
Pan
El señor Ori Nokoi era muy severo con la educación de sus vástagos, sobre todo en las facetas relacionadas con el arte de la expresión armónica aplicada a los flujos de melodía y ritmo, lo que ocasionaba por su nivel de exigencia notables fricciones en el trato cotidiano con sus hijos, pero no podía ser de otro modo porque se sentía depositario de una responsabilidad inmensa, la de ser el único heredero vivo de una tradición secular que había llegado a dominar la estructura de la composición musical como un territorio conquistado al tiempo por concienzudos laberintos de arquitectura abstracta.
Los signos del devenir mutaban velozmente, y con cierto pesar observaba que lo que antes se movía a la velocidad del caballo ahora se comprimía en la concatenación íntima de los sucesos a causa de la presencia a gran escala del vapor y la electricidad. Sabía que con suerte y una rigurosa disciplina alimentaria tal vez alcanzaría a prolongar durante otra década su lucidez didáctica, un plazo que temía insuficiente para la transmisión de un conocimiento que a él como virtuoso le había costado un cuarto de siglo asimilar y casi otro tanto depurar de elementos espurios. Sus descendientes reunían cualidades sobresalientes para el estudio, en especial la joven Gadna, y en ella concentraba el afecto destinado a renovar el deseo de entrenarla para una completa excelencia. Sin embargo, aun aceptando que el legado de los antepasados debía ser respetado en su integridad, había descubierto en el análisis pormenorizado, microcósmico, la existencia de lo que para sí mismo designaba como «la tentación de la tiniebla», a la que podríamos referirnos también como una presencia de factores viciados, inaprensibles para el profano, que distorsionaban el resultado ejecutado conforme a la ortodoxia de la vieja usanza. Sombras de duda que el señor Nokoi, cuya humildad tenía por un referente en permanente estima, saldaba en circunstancias normales decidiendo que el desviado era él, pues era harto improbable sospechar que ese giro hacia lo siniestro hubiera pasado inadvertido a sus sabios precursores, o peor aún, que todos ellos se hubiesen entregado al cultivo de una práctica secreta disponiendo aquí y allá, de una forma tan delicada y sutil los principios rectores de un sabotaje encubierto que nadie incapaz de hallarse a su nivel podría percibir como una luxación creciente en el despliegue interno de cada obra. En los raros e insondables momentos que se dejaba caer en picado a la suspicacia aferrado a las alas negras de su delirio, pensaba que sus maestros habían sido más perversos de lo que nunca imaginó, y que la mayor entre las proezas artísticas que les había atribuido se reducía, en realidad, a reírse soberanamente de sus discípulos a través de las generaciones, a quienes enseñaban una perspectiva trucada con el propósito de que la confianza ciega los hiciera desmerecedores de continuar el magisterio por su falta de discernimiento para entender el sarcasmo, acaso una estrategia maliciosa preparada para una selección a la inversa. Consideró con profunda zozobra la gravedad de que sus mentores hubieran sucumbido a los desgarros masoquistas del escepticismo, hipótesis que una vez contemplada desde todos los ángulos concebibles sustituyo por otra conjetura, no menos disparatada, a la que terminó por adaptarse con taciturna expectativa cuidándose de no mostrar el menor indicio de cambio en su semblante: la última lección y su refinamiento, el verdadero desafío, consistía en desenredar los misterios paranoicos de un juego cifrado en la doctrina que le permitiría alzarse por encima de la misma y comprenderla mejor.
Gadna, prodigiosa con el santoor, se propuso interpretar ante su anciano padre y su hermano menor Ipsarko la evocadora pieza Gnossienne 1 de Satie en memoria de su madre, que no sólo la tasó a lo largo de su vida como su sinfonía predilecta, sino que además cumpliría al mediodía un año exacto que había escapado por su propia mano de la vehemencia anticipada de un cáncer incurable. Tenso el ánimo de los presentes en un arco de reflexiones abismales y añoranzas sin sosiego, ya desde los primeros compases el señor Nokoi advirtió que su hija estaba introduciendo con una técnica intachable un porcentaje demasiado alto de tiniebla en el desarrollo de la partitura, vislumbrando de inmediato, segundos antes de que ocurriera, la fatídica conexión de efectos que provocaría en caso de proseguir: la vibración exagerada de una nota próxima inquietaría al mastín que dormitaba a escasa distancia, cuyos ladridos se sumarían a los siguientes acordes de una manera terrorífica que pondría en desbandada a los gorriones refugiados en el nogal más frondoso del jardín, dispersión instintiva que a su vez, allende el muro que delimitaba el perímetro de la casa, pasaría rozando con estrépito la gorra de un policía ebrio desde primeras horas de la mañana para atenuar el descubrimiento de una infidelidad conyugal, quien de forma impulsiva sacaría su arma reglamentaria y abriría fuego a tontas y a locas contra el nubarrón de aves, que no estaban por dejarse cazar por el azar que acertaría en pleno rostro a Damolko, el otro hermano de Gadna e Ipsarko, quien a paso raudo y con bastante retraso doblaría la esquina en ese instante para acudir a la cita que tenía con su familia.
El señor Nokoi rugió a tiempo un «¡así no!» y su hija, sin explicarse la razón del inesperado énfasis recriminatorio, habituada como estaba a tragarse las protestas, enmudeció las cuerdas que dieron unísono volumen a su fantasía agitadas por una escena donde el padre era la víctima de un disparo a quemahueso en la cara.
Trasiego brujeril en un aquelarre alucinógeno, fechado en 1510, por el pintor y grabador Hans Baldung.
llevo años hechizado por la arritmia trágica de la Gnossienne.....
ResponderEliminardwberias salir mas;-)
ResponderEliminarGuau¡¡
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