12.8.17

EXOESQUELETOS DE AUTOR

José RooseveltL'horloge
Los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser efecto de una disfunción lamentable de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión.
Jean-Claude MICHÉA
La escuela de la ignorancia

A la postre, después de haber sido develadas, las obsesiones de cualquier orden son el riesgo necesario —máxime si avergüenzan al que curte sus pieles con ellas— que un autor sincero ha de asumir ante el auditorio de la humanidad para extraer de su obra viva un reflejo del coraje que no tiene fuera de la escritura, o acaso una ofrenda de empatía hacia la multitud de almas que exprimen con mayores tormentos su perdición en el más real de los mundos, el de los cautivos y sometidos, enfermos y extenuados, aterrorizados y extraviados; el de todos, en suma, los triturados por el deterioro de la eternidad que es la historia a juzgar por las bellezas efímeras y estragos constantes que dimanan sus derroteros a cada segundo.  

Siendo honesto con su materia expresiva, el autor no puede disculparse aglutinar su esfuerzo para poner en danza palabras al son de la moneda contante sin haber dado por descontado que su talento es todo lo que tiene para retratar, lejos de compensaciones externas y de contemplaciones internas, el tema que conoce mejor que ninguno, él mismo, y al que quizá sólo desde el fondo más tenebroso pueda cartografiar con una forma tan depurada de adhesiones seculares como receptiva, en su estilo, a la psiconáutica que atraviesa los esfínteres de la realidad que tememos como umbrales absolutos.

A despecho de que el tono apodíctico de mis observaciones me depare un severo y puede que merecido mentís, soy proclive a pensar que al autor no se le debe consentir mayor aspiración que la de transmitir, con todos los sentidos de la lengua, la gama de experiencias que crecen en los desamparos suscitados por el acto de confesión, con independencia del género donde este acto se vierta. Y aunque sea fácil ilusionarse al respecto y recular hacia las mamposterías de un refugio metafísico, tampoco debe pretender ser absuelto quien abre en canal el tronco verbal y sustantivo del ser mientras avanza con lógica inexorable hacia la descomposición. 

La identidad personal representa una carga ineludible por muy sublimada que se halle. Nadie puede reescribir su existencia, ni siquiera cuando la imaginación o la memoria lo ha dotado de algún don para hacer uso de recursos y situaciones que no se corresponden con la realidad vivida; es precisamente al inventar cuando somos, más que nunca, nosotros mismos. Por eso, antes que lícito resulta imprescindible que la vocación de escribir conlleve peligros verdaderos, no solo la contingencia de aquellos hostigamientos contra la clandestinidad de los letrarcas que, negro sobre blanco, transcriben lo que saben desde observatorios excepcionales y son capaces de arrojar luz sobre los artificios del represor a expensas de penas terribles, sino el peligro mental, asequible en la circunstancia menos pavorosa, de sumergirse en los ácidos de una verdad a cuyas reacciones tendría que habituarse el hombre de ingenio como a la sintaxis de sus propias manos. 

Por borroso que parezca el prójimo encaramado al pedestal de la mirada, siempre es respetable en tanto que implicado en el relato y nadie ignora ya que el público instruido, aun sopesando el testimonio del literato desde una remota desconfianza, no apetece complicidades con los mendaces; prefiere ser escandalizado a sentirse traicionado y justo es que así suceda, pues de lo contrario la catarsis que el creador pretende trasladar al receptor deviene mero ripio, un excurso vacuo en el que la conciencia invitada a las clarividencias de la introspección se bloqueará. 

Donde no se traman amenazas materiales contra el autor, valioso es que haga efectivo su compromiso moral de decir la verdad, toda la verdad y nada menos que decirla bien, a cráneo destapado, aunque no esté seguro del átomo y tenga como cercanía la imposibilidad visionaria más allá de ciertos límites. Tratar de asombrar a los presentes fuera de las conmociones que una operación tan esclarecedora exige no es condición suficiente, hay que provocar no el salto de rigor al abismo, sino el asalto al uno que cayó en él.

Digámoslo de una vez: la verdad no tiene otro truco que el trance de ponerse a prueba incluso contra sí misma.

5 comentarios:

  1. Bien está haber dejado aquí esta confesión de confesiones, manifiesto de memorialista en el que demuestras tu compromiso con la más áspera sinceridad, primer timbre de carácter maduro (que no el último; en el poema a sí mismo que escribe el indio Shantideva, la confesión es el segundo capítulo de un total de diez). De sobra se encuentran en tus confesiones toda la violencia de la que es capaz el mundo contra el alma y el alma contra sí misma. Sumamente instructivo a estudiadas dosis. Estoy de acuerdo en la defensa de la experiencia narrada. Nada más fascinante que todo género vital, desde el diario hasta la autobiografía, pasando por la epístola, cuando dicen verdad. Es una de las razones por las que adoro a los literatos aficionados del XVIII; de intensa vida y cultura, suelen escribir sobre sí mismos, transmitiéndonos el punto en que ambas facetas coinciden y el punto en el que chocan y se duelen.

    Cierto que el público instruido, con justicia, "prefiere ser escandalizado a sentirse traicionado y justo es que así suceda, pues de lo contrario la catarsis que el creador pretende trasladar al receptor deviene mero ripio". Y todavía más que "la verdad no tiene otro truco que el trance de ponerse a prueba incluso contra sí misma", como es sabido por todo el que haya pasado más allá de la orilla del dogma rudo de la autoridad, de la razón o de la percepción. Recuerdo, a modo de añadido, que Gómez Dávila dice algo como que "la confesión, fuera de su marco sacramental, es factor de desmotivación". Reunir caídas no es, ciertamente, más que una ladina persuasión tendenciosa más, con consecuencias bastante tristes para el lector, al que se ayudará a perder la confianza en la humanidad y en sí mismo. Aunque yo mismo me he pasado múltiples meses de este año coleccionado y publicando letanías de ese tipo por dilemas morales que no pretendo negar, al tiempo no dudo nunca en elegir la consolación frente a la enésima jeremiada. Presentar el problema en toda su agudeza es una cosa, pero amasarlo sin cesar acaso sea adicción perversa. No hay que olvidar que típico es de los santos el escribir desde su celda desprecios de su propia persona en base al reconocimiento severísimo de ser él o ella "el mayor pecador del mundo", hipérbole iniciática que no roza la demencia por pivotar siempre en torno a un dogma de divina misericordia. Schuon tiene unas palabras muy acertadas sobre ese particular. El descenso al Infierno es útil por ganar determinación en buscar el Cielo. A falta de un Cielo en el que creer, la estancia en el Infierno puede ser definitiva. En pocas palabras: a mi modo de ver, confesión sin consiguiente parénesis es diagnóstico sin tratamiento.

    En el tercer y cuarto parágrafo he creído ver, acaso de forma asaz narcisista, referencia a un grupo en el que muchos me incluirían si supiesen de mi existencia. Si recurrimos a "mamposterías de un refugio metafísico" no es sólo por debilidad (todos la tenemos y la formulamos de uno u otro modo), sino que física y metafísica, probablemente igual de ilusorias ambas, se compensan recíprocamente para edificar al hombre cuando declina demasiado hacia uno de esos dos abismos. Ciertamente, quien fortalece sus músculos es porque los sintió débiles, aunque haya de recurrir a actividades antinaturales con artilugios de su invención, reales sólo en cierta medida. Imaginarse lo no vivido como vivido no es falsedad en todos los autores, sino vocación, aspiración y simple ejercicio mental, compartido por diversas tradiciones antiguas y hasta por bastardas psicoterapias jóvenes.

    Genial la precipitada definición de la historia como "deterioro de la eternidad", que me apunto.

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    1. 1/2

      Intentaré estructurar mi respuesta remontando el contenido de tu comentario, que agradezco a raíz desnuda por el considerable enriquecimiento que aporta a mi texto (esta casa tiene también entre sus llaves tu firma, no lo dudes).

      Sabes que me complacería leer ese poema de Shantideva en una traducción que le haga justicia; si conocieras una fuente fiable o lo tienes en tu haber, no perdería su hilo. Desde mi madurez incipiente, muerta y enterrada ya la adultescencia, estoy abierto a la evolución que mis facultades permitan. Entretanto, aunque solo sea porque como tú mismo admites el material aquí reunido es «sumamente instructivo a estudiadas dosis» por «toda la violencia de la que es capaz el mundo contra el alma y el alma contra sí misma», no puedo conceder mi acuerdo al veredicto de la percepción que lamenta «reunir caídas» como «una ladina persuasión tendenciosa más, con consecuencias bastante tristes para el lector, al que se ayudará a perder la confianza en la humanidad y en sí mismo». A mí me tonifica y sirve de exorcismo leer a los autores que son en su faceta de confesores más truculentos que yo en mis peores días, y creo que se podría relacionar, por inverosímil que parezca, con la muy humana necesidad de franqueza en compañía de sensibilidades capaces de pastorear de forma lapidaria las sombras de la realidad. No creo que se trate de una perversión particular convertida eventualmente en un vicio compartido, o si lo fuera iría en orden de importancia después de la complicidad hallada en la circunscripción del horror. Por otro lado, ya quisiera tener luces para armar con alas de palabras esas vidas, tanto o más pesadas que la mía, que por aquí se asoman, pero debo aceptar como un bien proporcional a mi fuerza la consonancia de facilitar algunas claves para desmantelar el exceso de positividad al que atribuyo en gran medida los desmanes que sufre hoy como nunca el ser humano.

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    2. 2/2

      De la vida, de los vivos, no espero perdón ni redención; de los muertos y de los intuidos como inmortales, ¿qué puede uno pensar sin desarrollar la misma orfandad esencial? No creo posible otra paz que aquella donde uno mismo acceda a asunciones esclarecedoras que redunden en el arte de morir, sin el cual sospecho que el arte de vivir no pasa de pose. Se puede partir de otras latitudes filosóficas, cómo no, pero el recorrido será más penoso, porque habrá que asistir en algún momento al derrumbe sobre la propia cabeza del Cielo en que se había creído con buena fe y sin duda peligrosamente, pues tal creencia ha sido, junto con la Utopía, el pretexto más productivo para justificar, prorrogar o agravar la gehena que es, en verdad, este mundo, sin menoscabo de que los haya peores, algo que también compromete el papel benigno de la fe que los promete. Tengo para mí que la naturaleza evasiva del Cielo es el mejor aval del Infierno y mentiría si expresara que ilusionarse respecto al primero no supone abonar de carroña del segundo. El Cielo es un estado alterado de la mente. Nuestra única posibilidad de disolución es que el Infierno lo sea igualmente. Con todo, vengo en este énfasis a entroncar con una idea que me ha rondado con frecuencia en las últimas añadas en relación a nuestras obras públicas con sus ocasionales y estimulantes intersecciones. Mejor que el pasado gusto de agrandar dicotomías, advierto que nuestras particulares labores de enfoque sobre algunos problemas existenciales se complementan como una suerte de taijitu en el que a mí me correspondería por tendencia dominante la zona oscura y a ti la blancura, excusada sea la simplificación. Extendido este juego de polaridades a la función terapéutica de la ética, mi verbo actuaría como un purgante donde el tuyo sería un reconstituyente. Y más allá de la utilidad final, desde un punto de vista literario, tu pericia tiene a mi juicio más mérito, porque el ahondamiento en el buen sentido es materia de difícil inspiración cuando se vive la virtud desde dentro como un bien gratificante en sí mismo. Otra forma plástica de semejar este contraste me llevaría a decir que mientras tú decoras altares, yo trazo grutescos. Con esta sugerencia en mente, aquellos de nuestros contadísimos lectores que sigan en paralelo las bitácoras obtendrán mayor provecho en concepto de significación que estudiándolas sin haber reparado en la posibilidad de combinar los abismos e iluminaciones que atesoran.


      ¡Qué olfato para detectar inseguridades! Precisamente al redactar la entrada he sopesado con escrúpulos la pertinencia de aludir a la metafísica en ese tramo de mi propia mampostería, aunque de ningún modo la he incluido con la pretensión de provocarte. Poco queda en mis teclas del materialismo que profesé con precipitación juvenil. Entiendo que la metafísica está en la física como la física en la metafísica, ambas son dimensiones de un mismo fenómeno, así que la frase debería ser descifrada en un sentido inclusivo, no excluyente: el prevenido contra la desmesura metafísica soy yo, que contemplo la red de los enigmas entre una mística propensión al absoluto y el gusto intempestivo por la negación. Con el precario equilibrio que acepta la oscilación paradójica entre plenitudes sin definir y una personalidad demasiado fuera de lugar, certificar lo segundo no me ha impedido jamás acariciar las primeras.

      A nivel metafísico, y por tanto a nivel físico, lo que más me centra es el panteísmo concebido en su forma menos inorgánica, la de la divinidad como un ser inmenso y solitario que todo lo habita en un proceso de permanente auscultación de sí mismo mediante la transformación de la materia en el tiempo.

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  2. (1/2)

    La edición que suelo manejar del Bodhicharyavatara, seguramente el libro más importante de mi vida, es la de Dharma, de la que no tengo queja aparte de algunas cuestiones poco relevantes. La de Siruela parece más filológica y completa y está traducida del sánscrito original, mientras que la otra es traducción de la versión tibetana que han seguido los lamas desde hace mil años. Y no hay más traducciones hispanas en papel, hasta donde sé. Las versiones que pululan por la red de redes son quizá cuestionables hasta donde he visto y, sobre todo, carecen de notas y apéndices, imprescindibles en un contexto tan alejado al nuestro como es la India budista del siglo VIII.

    Cuando dices que esta casa tiene también entre sus llaves mi firma, junto a tal honor un arrepentimiento por acudir en tono excesivamente admonitorio y egocéntrico a un ágora particular, en la que siempre será gesto de malos modales el acudir con severidad forjada en otros criterios. Ni necesitas mi mentís, ni lo has pedido, ni yo pretendo darlo, si bien es posible que se me escape alguna que otra opinión contundente por inmaduro apego a la misma. He tratado poco con comentaristas inflexibles, pero, a juzgar por mi moderada experiencia, aunque personalmente agradezco la tertulia y el aprendizaje que venga de todos, no evito percibir cierta inarmonía en tal actitud de tales visitantes que acuden sólo con rigor. Excúseseme, pues, lo que haya también en mí de ello, que espero no sea mucho.

    Y, no obstante, al hilo de tus productivas observaciones, no puedo impedir que se estimulen las mías. Cuando dices que "el Cielo es un estado alterado de la mente" y que "nuestra única posibilidad de disolución es que el Infierno lo sea igualmente", no puedo dejar de pensar que comparto ambas creencias. Como ya estableciese el también indio budista Nagarjuna, Samsara y Nirvana se identifican, y solamente la mente establece discriminación. Todo reino metafísico es, por ende, una cuestión de relación con las cosas, sea en este mundo o en otros. Quien no ve más que Infierno habita en él. Aunque, también he de decir, sin menospreciar tus cilicios, considero increíble que nadie que habite de veras en el Infierno no procure zafarse de él a toda costa, aunque sea mediante las más alocadas supersticiones y utopías. Por lo demás, firmaría con gusto, si hubiese sido capaz, que "otra paz que aquella donde uno mismo acceda a asunciones esclarecedoras que redunden en el arte de morir, sin el cual sospecho que el arte de vivir no pasa de pose". Haré alarde de grosera propaganda propia señalando que, al menos en dos entradas de mí dietario virtual ("El arte de caer" y "Ante la corte de Yama") creo haber apuntado convicciones análogas, expuestas con no sé cuánto tino. Todo es caer, desde luego, pero no es preciso caer con estrépito, sino que es hermoso hacerlo con una sonrisa, como el niño que no le da importancia al raspado de sus rodillas aunque con ello se ponga fin al juego. Desde las escuelas helenísticas a las orientales no se propone otra cosa. Y baste ya de mi nueva y pretenciosa arenga.

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  3. (2/2)

    Ya hemos comentado ese curioso yin-yang que algún lector extraviado haya percibido en nuestras proclamas y diálogos. Caeré de nuevo en la grosería de hablar de mí: de lo que aprendo aquí y en otras lecturas, vengo concluyendo que hay que esforzarse por suscitr tal diálogo en el interior de uno en aras de hallar una completitud autónoma; no debería ser tan difícil teniendo en cuenta que en cada hombre burbujean luz y sombra. Es por ello que no me niego en últimos tiempos a regresar ocasionalmente a la acedia de las primeras publicaciones de mi espacio, hace ya casi una década, en las que el nihilista bullía con ímpetu, si bien ahora la observo como una pompa de jabón más, tan insustancial como la esperanza más pueril. Creo ver en tu devenir una tendencia complementaria en el mismo sentido (es decir, en el sentido opuesto, de la mella a la ataraxia). Pero he de desmentir tu generosa cortesía al hablar de mi "pericia" por cuanto no puedo ufanarme de vivir "la virtud desde dentro"; mis circunloquios y obsesiones marcan, de hecho, las dificultades para vivir de acuerdo a las aspiraciones. Sin confesar, como decía que decían ciertos místicos, que soy el mayor pecador del mundo, sí confieso sin rubor que no pertenezco ni al mejor millón de autores vivos ni, desde luego, a los quinientos millones de los más virtuosos. Más virtud muestras tú al menos cuando reconoces tus límites autoimpuestos sin dejar de sostenerlos firme y pacíficamente y te molestas en no herir, sino más bien en agasajar, al contertulio.

    Me sorprende que confieses que te convenza en algua medida el "panteísmo concebido en su forma menos inorgánica". Sin ánimo catequético, y con sabor de chacota, en verdad, en verdad te digo que por ahí se empieza, no te quepa duda.

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