27.9.16

ENTRE PECADORES

Francisco de Goya, El gran cabrón
Corren tras el mal sus pies
y se dan prisa a derramar sangre inocente.
Sus pensamientos son pensamientos de iniquidad,
y a su paso dejan el estrago y la ruina.
No conocen el camino de la paz,
no hay en sus sendas justicia;
sus veredas son tortuosas;
quien por ellas va no conoce la paz.

Isaías 59,7-8

Si yo fuera un libertino, postularía que las eras no han conocido estimulantes más poderosos que los pecados, regalos suntuosos que la religión ha hecho a la humanidad y la ciencia, vengativa, se ha propuesto destrozar. Si fuese un creyente, pensaría que el perdón por el pecado es una bendición que consuela como ninguna liberación profana y que su razón de ser, justamente, está en alabar la misericordia de Dios. No sin rebeldía podría declararme réprobo con trazas de gnóstico para deplorar en profundidad como único pecado el que estriba en haber encerrado el alma en envoltorios de materia doliente, pero lo cierto es que ninguna de la definiciones anotadas se ajusta a mi visión. El pecado es para mis adentros una realidad simbólica sustentada en la pasión que trastoca, por exceso o por defecto, el equilibrio de las múltiples dimensiones de la individualidad y cuya práctica comporta no solo daños potenciales para otros, sino, antes bien, una penitencia segura para quien lo comete. No es el pecado una transgresión que atente de palabra, pensamiento u obra contra las leyes de un orden trascendente, sino un trastorno que perturba por sí mismo un orden inmanente. Aprobación de sentimiento y asentimiento de raciocinio me saca Zabaleta cuando en sus Errores celebrados leo: «Si lo miran bien, verán como es indigno el pecado de ser apetecido». Por tanto, convencido estoy de que la paz, la calma de aceptar con unánime omisión de servidumbre la victoria y la derrota, anula el pecado.

Atajaré a grandes rasgos porque infinita es la tela que cortar con la tijera del pecado. Los pecados capitales, que hubieran podido bautizarse radicales por ser connaturales a la estirpe humana, han recibido una atención especial por parte de la moral cristiana, que finalmente los fijó en siete, aunque a juicio de algunos escritores religiosos, como Casiano, habrían de ser ocho con la tristeza, censurada como un vicio gravísimo porque aparta al devoto de las obligaciones espirituales y, quizá peor, porque desde la lipemaníaca deserción del deber parece más hacedero caer en otras tentaciones (puede decirse que los Padres de la Iglesia inventaron la «teoría de la escalada»). Con diferente rango de peligrosidad y elaboración retórica, tanto Gregorio Magno como Tomás de Aquino estuvieron de acuerdo en sostener que los pecados capitales son los que la cristiandad, y una porción nada desdeñable de los moralistas laicos, sigue hogaño teniendo por tales:

1. Soberbia.
2. Avaricia.
3. Lujuria.
4. Ira.
5. Gula.
6. Envidia.
7. Pereza.

Distingue Tomás de Aquino en la Suma teológica que la capitalidad de los pecados (por derivación de capital, del latín capitālis, perteneciente a la cabeza) es la propiedad que cada uno de ellos tiene de capitanear a las otros, de tal manera que todos mantienen entre sí una relación de intrínseca correspondencia y difusión. Convengo que cinco de estos pecados, en efecto, lo son (excluyo la lujuria y la pereza), echo de menos la mendacidad en el listado y difiero en dar por válidas la mayoría de las virtudes que cabe cultivar, según manda la ortodoxia, para contrarrestarlos:

1. La soberbia, apetito de la propia supremacía, arrogancia en inflación, hibris en definitiva, no tendría que combatirse con humildad por cuanto esta tiende a convertirse en un persuasivo enmascaramiento de aquella cuando aspira a cosechar los méritos de una conducta modesta. En su lugar, nada es más contundente que la relatividad psíquica (no confundir con relativismo moral), porque ningún mortal es tan importante como para ser tomado en culto, ni tan excelso que pueda envanecerse sin seria merma de otras cualidades. La vía contra la soberbia pasa por desarrollar una conciencia ampliada donde el yo se vea cabalmente desposeído de su panoplia de miedos, esperanzas, ambiciones y narcisismos hasta poner en evidencia la costra orgullosa que siempre ha sido. La primera lección capital en este campo consiste en saber destronarse.

2. ¿Qué mayor riqueza que no precisar riqueza? La avaricia no se corrige con generosidad, sino con desprendimiento, entendido aquí como una forma sensible, abierta, de desapego del fruto del acto, sarvakarmafalatyaga según la nomenclatura hinduista que podríamos ilustrar con este canto de la Bhagavad Gītā (III, 34):

El deseo y la aversión están distribuidos
en los objetos de cada uno de todos
los sentidos.
Nadie debe someterse a ellos:
son sus enemigos.

3. No evalúo la lujuria como un pecado salvo en los sujetos proclives a traducir el desenfreno sexual en la instrumentalización invasiva de lo ajeno. Lo que de ningún modo puedo obviar en mi clasificación es la procreación, matriz arbitraria de los perjuicios que la existencia conlleva. La negligencia y la arrogancia se dan cita en el acto generativo, no es otra la causa primordial de que aún galopen las penosas secuelas del accidente humano. No me dilataré sobre este particular, El peso del universo es opimo en textos concebidos bajo perspectivas antinatalistas (verbigracia, la entrada del pasado día 13, por no remontarme más allá). La abstinencia voluntaria de la reproducción, que he denominado ingenesia, resulta ser una opción ética fácil de asumir gracias a los métodos anticonceptivos actuales; ya no es imperativo renunciar a explorar las amenidades de una compañía voluptuosa si se quiere eludir la fecundación. Al mismo tiempo, la multiplicación de la especie debe ser conectada con la noción de pecado original si se estima necesario enmendar la metonimia que, por perversión de causalidad, encontramos en las Sagradas Escrituras: no hay falta moral derivada de ser hijo de pecadores, pero esta no falta siempre que un inocente es engendrado. «¿Qué pecado has cometido para nacer, qué crimen para existir? Tu dolor, como tu destino, carece de motivo», acomete Cioran, así que la ocasión de romper una lanza en favor de la equidad semántica está servida: hablar de pecado original es, ni más ni menos, que reprobar la condición de progenitor. Y a malas, mal se dudará si traer más vida a este averno es un acto benéfico o endiablado.

4. Contra la ira no siento eficiente la paciencia, puede incluso de manera subrepticia servirle de fermento y suscitar, a su pesar, el enconamiento de malos humores en ausencia de un cauce adecuado para evacuarlos. Lenitivos para suavizar el ánimo airado los hay hasta la exuberancia (la misma lujuria se presta con gustosa versatilidad a ese cometido) dado que la ira tiene su origen en la frustración retenida, aunque ninguno es más catártico y desopilante contra las erupciones que se incuban dentro del temperamento que el sabio sentido de la ironía. Ironía sabia, en primera instancia, porque antes que ceder a las ofensas las supera con su ingenio burlesco, y, en una segunda aplicación, porque vertida sobre sí misma atiende su despejo a la indulgencia con que se sobrepone al espanto de cuanto existe. Activando un enfoque similar, podríamos mencionar también la recomposición interior frente a la adversidad o resiliencia, que cuesta por otro lado emprender sin alguna suerte de alianza con la ironía. Por consiguiente, tiene la ironía en su botiquín algo más efectivo que fórmulas de resignación y maniobras delusorias de distracción frente a las tragedias de las que sabe extraer, como ningún otro atributo intelectual, escarmentada comedia.

5. A la gula la tradición ha enfrentado la templanza, que no es sino la moderación y disciplina en el uso de los bienes a nuestro alcance. Nada que añadir al respecto, tan solo que sería pertinente ensanchar el concepto como hizo Evagrio, asceta cristiano, al emplear el término gastrimargía, que conjunta la ebriedad desmedida con el vicio de la mandíbula insaciable. Pueden ser leídas con ejundia antropológica sus enseñanzas monásticas para fortalecerse frente a los «ocho vicios malvados».

6. Para la envidia, más que remedio la caridad me suena a chiste. Cicerón tenía clara la simetría emocional cuando expresó que «sentir piedad implica sentir envidia, porque si uno sufre por las desgracias de los demás, también es capaz de sufrir por su felicidad». La envidia no solo es una reacción hostil a la prosperidad de los congéneres y, en consecuencia, el motor principal de numerosos proyectos, también actúa como una fuerza perversa que se solaza en las desgracias acontecidas al envidiado, una categoría de regocijo con el dolor foráneo que tiempo ha neologicé como alevidia (por cruce de alegría y envidia). Propongo empequeñecer la envidia con admiración, que puede ser rendida o emulativa, y mejor aún con el recurso sugerido para encarar la avaricia: un estilo de desapego que no incurra en insensibilidad, capaz de engrandecerse con ternura, para lo cual conviene tener presente la trampa que puede suponer este dulce sentimiento. La Rochefaucould sabía que «nos consolamos fácilmente de las desgracias de nuestros amigos cuando sirven para señalar nuestra ternura hacia ellos», si bien en este caso podría citarse al mismo autor en su descargo con la prenda escogida para elogiar la hipocresía como «un homenaje que el vicio rinde a la virtud».

7. ¿Es la pereza un pecado si los mayores desastres proceden, se enviscan y persisten a costa del obsesivo afán de crecer, crecer y crecer? Así como las decepciones son los demonios de un mundo que ha matado a los dioses, las enfermedades se ajustan como nunca a la necesidad de una épica. De seguro los humanos tendríamos menos cosas que hacer y que contar si fuésemos más haraganes, pero mejor convivencia obtendríamos los unos de los otros si prefiriésemos la holganza reflexiva y un contemplativo recogimiento al hábito de volvernos posesos competidores y abnegados engranajes productivos. A esta fagocitación absurda de energías por el ahínco de atarearse le viene apropiada la crítica de Gómez Dávila al progreso: «Se reduce finalmente a robarle al hombre lo que lo ennoblece, para poder venderle barato lo que lo envilece». Contra la afanosidad, pues no de otra manera debe ser calificado el pecado que denuncio, la respuesta debe ser ociosidad. Nuestra más urgente tarea es ir despacio para ir abriendo espacio a una vida de descanso. Quisiera introducir una observación más sobre este punto antes de concluir con un giro testimonial.

Leona herida (arte asirio, s. VII a. C.)
Una sociedad funciona a base de renovar sus sistemas de blanqueamiento generalizado, si los pecados de unos pocos disimulan los de muchos y los de muchos los de unos pocos. Los problemas latentes afloran cuando las creencias de sus integrantes son tan volubles y dispares que nadie consigue disimular a nadie. Entonces, sin fingimientos verosímiles, el espectáculo se torna salvaje. Hasta que llega el momento irreversible de la debacle, el triunfo de un grupo social sobre los otros hace cantar su propia gloria en forma de mitos, dogmas con presunciones de fidelidad histórica e ideologías. El trabajo, vilipendiado durante milenios como una calamidad, es en nuestra época uno de esos timos ascendidos al reino de los mitos: no solo se ha vuelto respetable en sí mismo en cualquier ámbito donde una actividad pueda devenir lucrativa, sino que ha de ser buscado, disputado, amado y conservado como un bien supremo sin el cual el valor cívico de la persona queda en entredicho. Con este cambio de actitud se pone de manifiesto que los asalariados, prestamistas y tenderos han definido la cultura moderna a su industria y conveniencia aprovechando la inutilidad de las élites rectoras, más interesadas en no contrariar los propósitos populares después de haber corroborado su ineptitud para influenciar a otras clases sin exacerbar la situación. Como era de prever, los efectos sobre la ociosidad han sido lamentables, y ahora es un lujo excéntrico reservado a los sumamente ricos que no la pueden excusar y la llegan a exhibir no exenta de la malicia de herir susceptibilidades. Apenas se recuerda que la ociosidad fue antaño un signo de independencia que los espíritus no mancillados por el servilismo ostentaban con una dignidad que describe un relato incomprensible para nosotros. No era cuestión de pundonor, lo que andaba en juego era la integridad: sólo era íntegramente humano quien vivía ocioso. «Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza». Son palabras de Aristóteles. ¿Cuántos rasgos típicos de los antiguos linajes de esclavos son reconocibles en los criterios corrientes de las últimas generaciones de ciudadanos educados en democracia y libertad?

Escribe todo esto por desvío un raro espécimen que trabaja con las manos en una ocupación mediocre, de poca monta, según la opinión de la mayoría de sus compatriotas, y aunque la ejercita con corrección, en vano rebatiría comparanzas si cualquier hominicaco dijera ídem en igualdad de circunstancias. «El hombre, un ser un milímetro por encima del mono, cuando no un centímetro por debajo del cerdo», sentenciaba Baroja. Gana un modesto estipendio de armisticio —va por lo civil antes que por lo criminal— entre compañeros a quienes ha aprendido a despertar simpatías desde el respeto a estilos de vida diametralmente opuestos a los suyos. Durante la faena, se afea con un atuendo del que un Benvenuto Cellini no acertaría a rescatar un solo pliegue de inspiración escultórica. Sus manos, delicadas de natío, conjugan en los encallecidos restos de cada jornada la invisibilidad hecha de menosprecio que bruñe como escudo de ataraxia bajo el mando de jerarquías fundadas sobre reglas espurias. Si nada de ello, en cambio, ha hecho de él un resentido ni hará de él un proletario —encuentra irresistible la generosidad de negarse a tener hijos—, ¡cuánto menos el menestral satisfecho de ser un subproducto económico que identifica por reflejo su horizonte mental con la ruta de un metabolito de la digestión global de quimeras! De haber en su costumbre la adhesión al orgullo que asesinó de inedia, orgulloso estaría de aureolar su efigie con el epíteto de desclasado, porque lo es desde que lo parieron.

Haga lo que uno haga, ha de tener para sí como altamente probable que acabará semejándose a los demás en lo que menos le gustaría parecerse a sí mismo. No sé si esta epifanía de la contingencia debería considerarse pecaminosa. Tal vez, una vez más, nuestros pecados sean los demás; tal vez, puesto que morirán con cada uno, haya pecados por los que merezca salvarse.

6 comentarios:

  1. Interesantes las virtudes alternativas que planteas como antídotos. Dan que pensar. En mi opinión, se establecen pares codependientes. ¿Qué es la humildad genuina sino la relatividad psíquica en torno al propio ego? La una parece efecto de la otra o la otra de la una. También el desprendimiento y la generosidad se alimentan mutuamente. Supongo que, según el caso, puede y debe buscarse una combinación en determinada proporción entre el enfoque alopático tradicional y el casi homeopático tuyo. Al vicio hay que atacarlo por todas partes al mismo tiempo o alternativamente, dada su fortaleza y su inercia al regreso redoblado.

    En cualquier caso, confieso que me complace que ahondes en el asunto del pecado y lo analices con cierto espíritu escolástico. "El pecado es para mis adentros una realidad simbólica sustentada en la pasión que trastoca, por exceso o por defecto, el equilibrio de las múltiples dimensiones de la individualidad y cuya práctica comporta no solo daños potenciales para otros, sino, antes bien, una penitencia segura para quien lo comete". ¿Ha sido Autógeno el autor esas palabras o un paladín del moralismo antiguo?

    Tengo el famoso texto fundacional de Evagrio sobre los pecados. Esto me anima a rebuscarlo.

    Por último, el epílogo autobiográfico sobre el trabajo manual me emociona porque empieza a ser un criterio de autenticidad espiritual el negarse a pasar por el cedazo del proxenetismo interior que supone el trabajo cualificado, cada vez más rendido a rendir la mente a lo vulgar. Limitar las manos a lo vulgar no es gran precio a pagar si a cambio la mente queda libre a ratos para divagar por las esferas celestes. Jakob Böhme fue siempre zapatero, y eso no le impidió ser uno de los mayores místicos de la modernidad. Jack London se deslomó en las jornadas laborales inhumanas de la Revolución industrial (mismas jornadas que las de la mayor parte de la humanidad actual, dicho sea de paso). La propia Simone Weil ingresó voluntaria en una fábrica para comprobar en su propia carne la alienación capitalista. Epicteto, el gran espíritu libre de la Roma imperial, fue esclavo ante la ley. Los propios monjes desde San Benito tienen el lema "ora et labora". Los más grandes no ascienden, ni se retiran, ni protestan; es decir, ni se rinden, ni huyen, ni se rebelan: sencillamente cumplen con la actividad asignada y la utilizan como soporte para una meditación longeva sobre la inanidad y la belleza simultáneas que suponen cada acto y cada evento del Samsara. Siempre que la rutina no sea excesiva ni totalitaria hasta el aturdimiento, será liberación, como señalaba Gómez Dávila. El Gita lo explica con contundencia suprema. También lo borda "Los ojos del hermano eterno" de Stefan Zweig, quizá la mejor novela breve jamás escrita.

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    1. Bien puedo decir ahora que la entrada está, si no completa, compuesta y complida. Tus palabras nunca pasan de largo, han nacido para ensanchar el ánimo.

      Quizá Autógeno, por una concepción perversa de sí mismo y, por extensión, del mundo, ha peleado durante demasiadas campañas en las trincheras equivocadas... Aún me sigo concediendo la ligereza de publicar ciertos caprichos, obsesiones y antinomias porque entiendo a mis lectores vacunados o curados de espanto contra ellas, cuando no capaces de hallar el cogollo de la coherencia bajo las excrecencias más heterogéneas, si bien cada vez pesa más en mí la aprensión de que «en tanto el corazón no esté regenerado por toda una botica de virtudes, se corre el riesgo de contaminar con unos vicios a quienes pensábamos sanar de otros». Desde que tengo uso de conciencia me ha enraizado siempre un profundo sentido de la moralidad, aunque debo confesar que durante años he sospechado de él como de un intruso y hasta he creído ver en su insidiosa constancia la infiltración de una avanzadilla enemiga. Parece haber errores que lo eligen a uno antes de que uno sepa elegir; nuestros errores, por tanto, son también nuestras primeras labores. Idealicé la destrucción y en vano he buscado entre escombros mi castillo, tal ha sido mi principal desmesura. Hoy me tengo a raya como nunca y sé que casi todas mis ideas solo son expresiones aproximadas de una misma idea nutricia que se resiste a ser capturada, o que tal vez rehuso atrapar para evitarme enmundecer por los siglos de los siglos.

      Respecto a mi trabajo, desarrollarlo implica, en verdad, silencios, soledades, reiteraciones y sometimientos que pueden ser enmarcados dentro de un concepto monástico: es trabajo idóneo para meditar mientras se ejercita. Podría haber «progresado» en el escalafón, pero valoro más la independencia frente al «proxenetismo interior que supone el trabajo cualificado, cada vez más rendido a rendir la mente a lo vulgar», y me resulta indiferente lo que piensen otros, voceros del psicologismo dispuestos a detectar en estas actitudes comedidas una racionalización defensiva del fracaso profesional, como si la inmensa variedad de tipos humanos hubiera de subordinarse a idénticos valores, o el hecho de ser inmune a la necesidad de competir por un puñado de notoriedad fuese inconcebible.

      Ya que a nadie con empleo le pertenece el empleo de su tiempo, sería más correcto hablar de lo que queda en pie de la persona empleada tras haber desarrollado su rutina laboral. Quien usa las manos para ganarse el sustento puede al menos argumentar en su favor que reserva el cerebro para atenciones más nobles. Por contra, incluso si una labor de índole intelectual está pródigamente remunerada, quien la realiza nunca podrá desmentir que ha consagrado la parte más florida de sus facultades a necesidades dictadas por otros, bajo presiones que pueden llegar a destrozar sus nervios y en un ambiente del que no es extraño se abastezcan cada noche sus pesadillas.

      Leeré la novela de Stefan Zweig, que me trae remembranzas de Siddhartha, de Hermann Hesse, libro cuyo marchamo no ha perdido prestancia en mi fuero interno desde hace dos décadas.

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  2. Aplaudo la ausencia de ambición mundana tanto como la abundancia de ambición espiritual. Me admira conocer taxistas, fresadores o camareros con más sensibilidad y a veces con mayor cultura que un licenciado o incluso un catedrático. Y reconocerse en el trabajo reiterativo y poco reconocido, manual o no, es, si no una suerte de ascetismo, al menos sí una práctica estoica. Publiqué el 17 de septiembre lo siguiente: "¿Cómo cultivar mejor la humildad, la austeridad, la paciencia, la concentración y el orden disciplinado que en una labor mediocre, un salario bajo, una compañía ajena a nuestros valores, un ambiente poco seductor y un horario incómodo?". Dadas las circunstancias socioeconómicas internacionales de hoy, casi todos los seres humanos estamos siendo entrenados para monjes, si sabemos aprovecharlo y verlo de ese modo.

    En efecto, los libros de Hesse y Zweig son hermanos, y creo que Hesse fue el imitador. También corrió en la ola de ambientación hindú "Las cabezas trocadas" de T. Mann. Las tres conforman un precioso tríptico de narrativa filosófica, algo a lo que los temas orientales se prestan a las mil maravillas. Dice Zweig por boca de Virata: "Sólo quién es útil es libre: quien da su voluntad a otro y su energía a una labor, y trabaja sin querer saber más. Su comienzo y su fin, su causa y su efecto, son de los dioses. Hazme libre de mi voluntad, porque todo querer es confusión y todo servicio sabiduría." Muchos tuvieron que escribir enormes libros para decir mucho menos. Sin duda es porque el genio de Zweig se inspira en el corazón de una sabiduría milenaria.

    Un placer que hayas virado o al menos que te animes a serpentear entre florestas más fértiles que las desérticas jeremiadas, las cuales, si son oportunas de cuando en cuando para generar renuncia, se infectan en cuanto no son vigilados sus contornos y no se suturan con el hilo de la aspiración correcta y la disciplina decidida.

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    1. «Dadas las circunstancias socioeconómicas internacionales de hoy, casi todos los seres humanos estamos siendo entrenados para monjes, si sabemos aprovecharlo y verlo de ese modo»: he ahí una piedra de toque para la gemología espiritual y un reto que impregna todos los órdenes del desorden global.

      Que el mundo se encamina hacia una nueva edad oscura tiene uno de sus mayores presagios en la innegable similitud que, a varios niveles, existe entre el convulso Occidente actual y la descomposición de la Roma imperial. Ni siquiera hace falta haber leído el conocido ensayo de Umberto Eco para reconocer los emergentes paralelismos que se dan entre los primeros siglos del medievo europeo y un futuro cuyos signos más agoreros se fraguan hoy por doquier. Régimen tecnofeudal lo han llamado algunos.

      Me pregunto —y te pregunto, si procede— cómo podrían ser los monasterios del porvenir y si las religiones tradicionales conseguirán estar a la altura de los desastres que se avecinan o si, por el contrario, sucumbirán como tantos falsos ídolos. Es muy probable que en el transcurso de dos o tres generaciones se den las condiciones propicias para fermentar un nuevo culto sincrético, estructurado alrededor de creencias muy simples pero también muy compactas y sociodinámicas, cuya mayor virtud se haga patente en maximizar los efectos positivos de principios básicos como la renuncia a los afanes materiales, la organización autárquica, la defensa mutua y del estudio de las edades pretéritas bajo la premisa de conocer para conservar, tal vez con vistas a un ulterior renacimiento de la cultura cívica. Quizá parte de la respuesta a estas prospecciones podamos hallarlas en otra novela de la tríada de autores mencionados; me estoy refiriendo a El juego de los abalorios, de Hesse, en cuyas páginas se desgranaban, si mal no recuerdo, las artes posthistóricas de los miembros de una orden monacal que vivía en un avezado retiro de la sociedad. Eumeswil, del lúcido Jünger, por no sairnos de la órbita germana, completaría otras faces del pronóstico. Y ya que empiezo a sumirme en estos esbozos que apuntan a la fecunda relación entre literatura y literalidad, o entre la ovárica materia y el imaginario polinizador, me excuso por añadir que tan cierto es que la realidad culmina la ficción como necesario es admitir que ni la verdad cabe en la historia, ni la historia escapa de la verdad.

      Por último, anotar que tu placer por mi «viraje» se ve multiplicado por el deleite (que no sé si calificar de suntuoso por aquello del enriquecimiento) de tener un interlocutor tan sensible y esclarecedor, capaz de sugerir a partir de cualquier fragmento azaroso una visión orgánica del cosmos. Aun de forma involuntaria para ambos, y sin ánimo de suscitar rubores, justo es dejar dicho que sabes ser un mentor sutil.

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  3. Me gustaría creer que los monasterios del bárbaro porvenir que espera a la humanidad serán como los medievales, a saber, ciudades autónomas amuralladas en las que se preserven las cumbres de la historia humana al margen del caos de extramuros, o jardines epicúreos sustentados por la beneficencia de personajes sensibles y acaudalados. Pero más bien me temo que serán tanto o más simples como imaginas, acaso más parecidos a los Hare Krishna que a los trapenses.

    Recuerdo haber leído "El juego de los abalorios" y haberme quedado prendado de ella por lo sugerente de su indefinición. Hoy en día me despierta cierta melancolía, porque no creo que sea posible inventar ya acontecimiento cultural-sacro y que la comunidad que lo preserva sea respetada por ningún pueblo en su conjunto; si acaso Hesse, de haberla escrito hoy, habría imaginado las nuevas tecnologías como un medio para sintetizar ese juego total. De momento podría decirse que lo más parecido a ese juego es precisamente la religión, en la que metafísica, lógica, ceremonias, preceptos, arte y música combinan sus símbolos en increíbles conjuntos como el Ars de Llull, los diagramas gnósticos que reconstruye Ignacio Gómez de Liaño y otras artes misteriosas como la aritmosofía, la música especulativa pitagórica o la propia alquimia. Quizás Hesse se inspirase en el enigmático Arqueómetro de Saint-Yves d'Alveydre (yo aún no le he hincado el diente), y tampoco carece de relación con la imaginativa asociación de simbolismos arcaicos de Scheneider en "El origen musical de los animales símbolos en la mitología y la escultura antiguas". Asomarse a una introducción como "Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada" de Guénon es confirmar que el Ludus del que hablaba Hesse está presente allí donde hay símbolo y gnosis.

    Por otro lado, debo decir que tu proverbial cortesía roza lo hiperbólico al sugerirme como algo siquiera parecido a "mentor" cuando apenas empiezo a ser mentor de mí mismo. Pero me complace reconocerme como un discreto canal subterráneo -todo lo desvirtuado que mis condicionamientos históricos y personales imponen- de auténticos salvadores antiguos y recientes. Esta palabra, "salvador", tan vilipendiada y ridiculizada por los modernos, no implica, desde luego, salvar a nadie que se oponga a ello, pues no hay más salvación que la que uno está dispuesto a ofrendarse a sí mismo. Aun la ayuda más grande que puede ofrecerse a las almas no llega a más que a señalar puertas y senderos. El esfuerzo es el único mentor imprescindible.

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    1. Omito una respuesta acorde con la armonía que, más allá de la combinación intelectual de altura, requieren tus manifestaciones filosóficas. Por franqueza, bien lo sabes, no todo debe ser dicho, especialmente cuando uno, tras otra noche delirada al calor de una febrícula, no encuentra sino el pie quebrado de su nunca sobrada elocuencia. Baste sugerir, por una suerte de emblemática aproximación a esas puertas y senderos mencionados, que la visión sin la orquestación debida se pierde en una cascada de apariencias y que el orden sin la visión necesaria se anquilosa en un retablo de estridencias.

      Por muy subterránea que conceptúes tu evolución espiritual, en la que con justicia reconozco desde la lejanía del rezagado la luz de esforzados méritos, alcanzo en conciencia a comprender que el amor, una vez purificado de tergiversaciones posesivas, sea el bálsamo universal, pero confieso que aún debo romperme un poco más para poder abrazar de forma constructiva —esto es, con fortaleza— ese mensaje. Prueba de ello hay, quizá, en que la idea de salvación la llevo subordinada a una trayectoria de revesas autofiguradas, cuando no a homilías de matadero colectivo.

      Aun habiendo cultivado el deletéreo gusto por las pinturas negras de la farsa humana, aclaro sin asomo de engreimiento, sólo en razón de un balance apropiado, que mis «jeremiadas» han de contemplarse más como espinas que le quito al corazón (consuelo de la filosofía o acerico del devenir) que como una coronación de púas (filosofía del consuelo o jeringazo de lamentos): me limito, o poco más, a examinar a ojos vistas lo que de él extraigo. Tampoco en mi propensión a contemplar el mundo con actitud caravaggista me gusta el tizne del dolor por el dolor, como no menos me disgustan los rosados anestésicos del conocimiento. Pido, eso sí, disculpas a todos mis asiduos por el daño ocasional que con el tenebrismo de mis tremendismos haya podido causarles, y prevenidos los dejo de que no probable, sino seguro, es que vuelva a prestar las cuerdas de mis pensamientos a esos y otros osarios. «El carácter es el destino de un hombre» y un azar que no lo haga visible al abordar cuestiones peliagudas. No obstante, si la forma de mis inspiraciones no ha sido por completo malograda, creo que a través de ella seguirán vibrando las claves para desentenderse de mis más funestos derroteros narrativos.

      Ahora y siempre, mi gratitud.

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