1.9.16

CHAFALONÍA DE INSOMNIOS

Maria Sibylla Merian
Somos seres de una deslumbrante fragilidad y pequeñez, perdidos en una galaxia desazonadora, donde los Dioses arrojaron, junto a las arpas y a las espigas, un cuchillo anatómico para mirar en los sacos abandonados por su soplo, antes de darlos a la tierra o al fuego. ¿Qué es lo que he hecho? En el arpa me enredé los dedos, de la espiga y del cuchillo me ha llegado el perfume y la nostalgia. Pero bien afilada y exprimida, el arpa es cuchillo y también zumo para sanar: no puedo considerarme médico ni usurpador.
Guido CERONETTI
El silencio del cuerpo

Nada nos parece a veces algo, y a veces algo nos parece Nada. Nada se halla en todas partes, y no reside en parte alguna. El Mundo se hizo de Nada, y volverá un día a Nada: y no pongo duda de que millones de almas, que tanto hacen hoy los vanos y soberbios, deseen algún día verse reducidas a Nada.
José del CAMPO-RASO
Elogio de la Nada dedicado a Nadie

Yo, señor lector, no escribo estos dislates para que a usted le parezcan bien, sino mal, y el más ofendido de todos, a quien parece murmuro, soy yo. ¡Qué mayor sátira puedo hacerme que darme por entendido destas cosas! (...) Y advierte tengo de mis obras tanta desconfianza, que en mi vida presumí te mereciesen el cuidado ni de leellas, ni de vituperallas. Si las abominares y dijeres que tan mala cosa y tan fría no se ha visto, me reiré de ti, porque has dicho muy poco. Si dijeras más, me reiré también, porque tanto tiempo habrás malogrado tú en leerlo, como yo en escribirlo. Si no me leyeres, me consolaré con que no dirás mal de mí. Si me alabares, estimaré tu intención noble, porque supo suplir yerros.
Baptista REMIRO DE NAVARRA
Los peligros de Madrid


PREÁMBULO: ¿CAVITACIÓN O CAVILACIÓN?

No se me excuse de menos —ni se me culpe de más— por presentar ante el tribunal del estío estos retales cosidos con pudores vencidos como zurce a su desvelo la melodía el grillo —mirífico, rijoso, insolente— entre la hipnosis del crepúsculo y el asalto del alba, siempre a un salto y dos antenas de su grutilla. Si no deleito, quisiera al menos motivar; si no motivo, que pueda ir abriendo, a medida que me interno en la maleza de lo mucho que ignoro, un sendero transitable donde las suelas de lo poco que sé no cometan la estridencia de resonar acabadas pudiendo emplear el susurro de lo que apenas, y no sin penas, comienza a desperezarse.


 PRIMERA VIGILIA: EL LUBRICÁN

Del fracaso el humano hace un destino no porque así sea más cierta en él la pérdida de responsabilidad, sino porque la fuerza del éxito es menos cierta que la seguridad de no tenerla.

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No sin (quemar la) razón, cuando me comunican que otra desaprensiva ha dado a luz, experimento de manera fulminante el horror de ser el rehén de un planeta depravado.

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Ha de edulcorarse la insensatez de los padres para mantener el impulso de preservación en los hijos, como asimismo existe un interés activo en convencer a cada generación de que la condición humana contiene la suficiente bondad en sí misma para que el imperativo reproductor surta efecto, lo que de ningún modo es freno para que un conservador de la talla de Zabaleta soltara la lengua al confesar «que en la vida tienen más certeza los males que los bienes y que es más fácil que el hijo salga infeliz o malo que dichoso o bueno; pero nuestros corazones se inclinan antes a esperar bien que a temer el mal y, siendo más posibles los males, miramos como más fáciles a los bienes. Este engaño nos hace tan cierto el dolor en la muerte de los hijos que no es la esperanza más incierta».

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Cuando uno conoce de cerca el asco y el rencor que el humano puede incubar en relación a sus homólogos, y aun por sí mismo, habida cuenta de la falta de coraje para renunciar a la vida que no ha escogido, ¿dónde tener cabida para aceptar la felonía o el milagro de que nuestra especie tanto se haya prolongado en la historia?

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No solo en sopesar a cabalidad la carga de la vida aventaja el pesimista al optimista, también lo sobrepuja en cuanto atañe a la sabiduría de los placeres porque las expectativas de satisfacción que espera de ellos son menores.

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Para ser honesto, todo juicio debe arrojar, al mismo tiempo, un interrogante sobre el modo de juzgar.

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Cuanto más indemostrables son las ideas, más fascinante resulta su sabor y la tentación de lucirlas como sortijas de nuestro más tenebroso saber.

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Aun cuando siempre hay más explicaciones alternativas de las que estamos dispuestos a pensar, y aun cuando siempre obviemos con imprudente facilidad que la convergencia de los otros con nuestra visión no corrobora su validez (solo su valor como convención social), la más pedestre versión de los hechos suele ser la más acertada porque siempre que examinamos un asunto tendemos a reducir las opciones posibles a cero para no complicarnos la existencia.

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Existe un enfoque donde el ojo deja de ser pregunta y se convierte en objeto incógnito de su mirada. La respuesta que recibamos del mundo revela entonces ser obra nuestra y su sentido dependerá no solo de la calidad con que lo miramos, sino de la ofrenda con que lo mimamos.

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No pudiendo conformarse con su animalidad, en la que vive con variable pero persistente desacuerdo, ni elevarse tampoco a la grandeza de los dioses que ha creado, el humano resulta demasiado aparatoso para ser sólo él mismo. Prisionero de alguno de sus desvaríos en las épocas que el hastío no consigue relajar, entrena con cada progreso la manera de consolidarse como un artefacto del que pueda sentirse padre, hijo y santificador intelectual.

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Con su extensa cuota de matices, más ancho se posa el mal sobre nosotros que las volátiles caricias de la bienaventuranza.

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De zopencos, majaderos y botarates se nutren ampliamente las facciones más peleadas, luego sin ellos poco avanzan las empresas más protervas, entre las cuales no ha de exceptuarse el acto generativo. Antes que barroquismo de la biología, no parece sino maleficio de brujería que la vida para afirmarse haya derrochado tanto ingenio cuanto artilugio para torturarse. Para alguien que se declare opuesto al sacrificio prescindible de animales conscientes del dolor, igualmente lamentable habría de ser la muerte del hombre en la arena como la del miura; igualmente penoso el advenimiento de un bebé que el de un cachorro.

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Los repentinos despertares en mitad de la noche alumbran el presagio inconsciente, subterráneo, de que la catástrofe se cierne sobre la realidad humana, no solo sobre el individuo que sensiblemente los padece.

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El genio es el mismo, pero a cada uno le cuenta cosas distintas. Bastó pronunciar una palabra para levantar un mundo, y un soplo inarticulado será más que suficiente para derribarlo. La red tejida de ilusiones que protege al ser humano en sociedad dará paso a una atmósfera recalentada por un exceso de temores donde el mero acto de constar supondrá un nudo, una batalla, un crimen.

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Ya que aminorar la fealdad cotidiana es ya un conato de belleza, recordemos que ninguna fealdad se pavonearía sin auxilio del aciago antojo de engendrar.


SEGUNDA VIGILIA: LA SONOCHADA

A solas una presumida con un viejo pretendiente después de la celebración:
—Ni siquiera me has felicitado.
—En efecto, y deberías sentirte agradecida por mi delicadeza, pues la única importancia que merecen los aniversarios es la que plantean cuando uno se pregunta «¿para qué habré nacido?».

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El viejo empresario que ha crecido sin la sombra de un rival y un amigo del nuevo emprendedor en ascenso:
—Ayer hablé con tu colega. Le queda mucho por aprender…
—¿En lo humano o en lo mafioso?
—¿Hay alguna diferencia?
—No para un cínico.

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Denota ser presa de una contagiosa insensibilidad quien es capaz de distraerse al tuntún de una pasión tumultuosa (apasionamiento del que tampoco está libre el racionalismo con su carga de altivez instrumental). Así pensaba yo, rodeado de tendidos repletos de desentendidos de la sevicia ejercida en carne ajena, al tiempo que me sentía, siempre después del toro, la bestia más íngrima del mundo; un sentimiento tan pírrico, valga decir, que ponía mi animalidad en el mismo estado que le supondríamos a un ángel atrapado entre ratas rabiosas, aunque cabe afanarse por afinarse cuestionando si un espíritu celestial llegaría a experimentar clase alguna de indulgencia por un tropel de criaturas voraces sin sufrir, durante el asedio, la necesidad de creerlas tan débiles como el sabio tiende a tasar a sus congéneres cuando de su propia flaqueza saca excusa para la malevolencia desatada.

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Hecha la cesión de acudir al convite de un divo, quien no sé si por avivar su presencia con una puya a expensas de un alma desprevenida, por no discernir como debiera las libreas de los presentes o por buscar un visaje lucido entre las circunvoluciones de un encéfalo malavez lúcido, sea cual fuere la espuela, todos oyeron su vinoso bramido cuando por él fui urgido «¡camarero!». Mi respuesta fue tan presta y mal recibida por los aduladores como relamida en rencorosa impotencia por los envidiosos, quienes tomaron muy de su grado el inopinado resarcimiento: «Al quite de la excelencia iría con gusto en cuanto estimara preciso el realce de su calidad, mas no poco se confunde su señoría si al requerir tales atenciones me toma por su porquero y a este lindo salón, a cuyos gentiles sería impropio excluir, por una pocilga».

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Vencidas las primeras cautelas del anfitrión gracias a una especiada mixtura de brebajes, con ánimo asaz helvético desbrozaba este patricio en mocasines su visión económica ante los invitados, en cuyos oídos, untuosos bajo las argumentaciones de tribunos y prelados, no hacía empacho nuestro preboste aseverando que la riqueza en lo inmediato no garantiza la felicidad a su poseedor, pero que sus efectos secundarios contribuyen felizmente a la liquidación del saldo fisiológico de incalculables infelices.

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El nieto agnóstico y la abuela beata:
—Mi Dios es cuántico, existe y no existe simultáneamente, es creatividad en destrucción de la que nada puede afirmarse ni negarse con certitud.
—¡Certitud vas a tener en cuantico sepa cómo hablas de Él!

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El tío concienzudo y la sobrina avispada:
—¿Sabes ya qué quieres ser de mayor?
—No lo he pensado.
—Recuerda una cosa cuando pienses en ello: lo más importante no es saber qué quieres ser, sino cómo quieres vivir. Descubrir lo segundo te dará la clave para decidir lo primero.
—Entonces ya lo sé.
—¡Bravo! Dime, ¿cómo te gustaría vivir?
—Me gustaría vivir mejor que tú.

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Importuno (importūnus, sin puerto) es el último, y ni eso, en darse por advertido de que no sólo omite el respeto más elemental hacia el amigo a quien tanto reprocha, como nunca osaría una novia celosa, la falta de atención en que incurre al no recibirlo a deshora cuando le punza el capricho de alguna nimiedad, sino también el que menosprecia la opinión de quienes deben soportar su presencia ora como gorrón flatulento, ora como déspota emocional, en cuantos hogares alza el muy pendón el pendón zangolotino de sus zarpas. En cada reunión a la que tenga por donaire acudir será siempre, para desdicha de otros, el primero en hablar y el último en callarse, el que con más alta voz exija explicaciones a los presentes y el primero en eludir responder por las ofensas lanzadas contra quienes no comparten la intransigencia de sus veredictos (es decir, todos). Sin embargo, nada de esto le importa demasiado, porque si llegado el caso algún próximo lo necesitara, no por haber sido honrado con incontables favores por parte del solicitante dejará de capear el compromiso valiéndose de la excusa de un deber mayor que, por descontado, únicamente existirá en su boca y solamente mientras lo refiere.

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A. no desaprovecha foro donde henchirse a gala de ser uno de los escasísimos varones que nunca han buscado alivio a su salacidad en las putas, pero M. es igualmente metódico en recordarnos a hurtadillas que fue en un burdel donde A. conoció a su actual esposa. La situación, como bien aflorada se ve, hace de A. un fanfarrón, de M. un indiscreto y de mí, por contarlo, el peor de todos: un chismoso.

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Dos amigotes, uno se rebela por exquisitez y el otro la revela:
—¿Tú con esa? ¡Me dejas de piedra!
—Hay seres a quienes forzoso es disculparles la falta de hermosura por el ornato de picardía, sugerida o imaginaria, que consiguen provocar.

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Con la seguridad de que nadie los escucha, dos flamantes jefes de personal, al cargo de secciones distintas de una misma corporación, acuden por tanteo a la sinceridad:
—Dicen las malas lenguas, y conozco pocas que no lo sean en este reino, que estás hecho un sátrapa.
—¡Qué respiro verse llevado y traído en volandas por tales porteadoras de la opinión! Si por sátrapa me tienen, tanto mejor, así no tendré que serlo.

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El autor cultivado y el periodista cautivado:
—¿Cuál es la opinión que se ha formado de sus títulos más leídos?
—¿Qué quiere que la gallina opine del caldo?

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Narciso se precipita en el espejo mientras cepilla su dentadura:
—Si nacer es un error, listillo, ¿cómo explicar tu persistencia en los errores que después del nacimiento has prolongado?
—Estoy cansado, solo eso; cansado de cansarme y más, cansado de cansarme de estar cansado. Mi fatiga avanza y este osario tras ella, indistinguible casi de su sombra, hacia su antagónica plenitud. Quisiera ser capaz de regalar —y regalarme, por ende— más aleluyas que bostezos, dimensiones que no se desbaratasen en las renuncias por medio de las cuales existo, noche tras noche, como una profecía autocumplida de vacuidad.


TERCERA VIGILIA: LA NOCTURNANCIA

Bien está coquetear con los anzuelos… sin olvidar que la propia lengua es el más tenaz de todos ellos.

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Acelerarse o sofrenarse da igual, la vida después de todo es una soberbia pérdida de tiempo.

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Subir está bien sólo si uno alcanza el nivel definitorio por definitivo, la altura desde la cual nunca volverá a levantarse después de haber caído.

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¡Qué bueno es conocer el paño pasándoselo por el forro!

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Uno es lo que de sí mismo permanece igual que antes después de haber cambiado lo que era.

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Apresurarse hacia lo antiguo, demorarse para lo moderno y esforzarse en reconocer que de esplendores pretéritos se acicalan las miserias presentes, exactamente las mismas que las desgracias venideras pintarán como logros excelsos.

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Garantía de infelicidad es la distracción de nosotros mismos que buscamos en los demás, a quienes no dejamos de abonar su desdicha con la experiencia de nuestra existencia. Sepultados vamos los unos en los otros, compenetrándonos como gusanos que mastican la misma corrupción.

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Nadie, ni uno mismo, sabe lo que uno sabe. Y con esta ignorancia vamos enroscando mundos a los recuerdos que nos cautivan; nos horadamos como pozos sin fondo sobre un horizonte que traiciona a todo aquel que pretende alcanzarlo.

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La honra que sus adictos conceden a los libros se debe, principalmente, a que abren rutas de evasión de la realidad, proporcionan brillantes argumentos para burlar las añagazas de la estulticia y enseñan, por si lo anterior fuera mérito escaso, elegantes maneras de ataviar el desconocimiento tras haber surcado todos los vericuetos imaginables que suscita la interpretación de la existencia.

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Anónima fuerza es la inspiración que de la masa mental emerge hacia la inventiva que finalmente la prende.

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El progreso técnico y la conciencia se cortejan mutuamente; una vez logran unirse, el uno con el otro se intoxican. El encuentro que empezó con un razonable interés por ambas partes, se mecaniza paulatinamente hasta quedar como un amasijo irreconocible de prestaciones al servicio de cualquier inanidad. Los canales de la percepción deberían abrirse hasta alcanzar la independencia de los medios técnicos.

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Y si amor sigue siendo una fuerza imperiosa en el orden pasional que agita el mundo, está por ver que su poder mande sobre las órdenes que imparte el miedo.

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Al menos desde que Stirner escribiera sabemos que el principio totalizador transmigra por la historia bajo los más oportunistas avatares (Dios, Naturaleza, Vida, Humanidad, Raza, Razón, Nación, Familia, Progreso, Bienestar, etc.), aquellos cuyos rasgos publicitarios mejor se avienen con el criterio de cohesión mental preponderante, pero ni siquiera este principio está exento de desgaste y decrepitud, lo que deja a la vista otro principio esencial al cual se subordinan las abstracciones restantes con vocación de totalidad: que nada es menos absoluto, por irresoluto, que la trascendencia diferida de la que dependen los conceptos idealizados.

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Con perlas de liviana, elocuente naturaleza, o sin más alfabeto de concomitancias que el urdido a capricho por la necesidad de racionalizar el azaroso remolino de los acontecimientos, lo cierto es que entre idealismo y nihilismo siempre hubo parentesco de quiralidad. Comparten el parentesco del modo: aunque de signo opuesto (de negación en el primer caso y de afirmación en el segundo), para ambos la totalidad es un objeto y nada más que un objeto. Si planteamos esta complementariedad como la imagen simbólica de la polaridad representada por el yin y el yang, el escepticismo sería la línea que, dado que no niega ni afirma postulado alguno, parece apta para delimitar ambos.

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Por el filo donde lo culminante y lo declinante se funden con lo indiscernible, desliza el filósofo su método. La diferencia entre lo habido y lo buscado está en lo perdido que hallado se muestra en vano.

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Invierte a Platón y, con suerte, acertarás. En la grandilocuencia de esa concepción metafísica según la cual las ideas de las cosas son una realidad inmutable y verdadera frente a la ficción cambiante que experimentamos como las cosas mismas (como si la forma y lo formado fueran distintos), se trasluce un tono menguante del pensar (tan impreciso como cualquier otro, aunque menos tenaz en este caso) que en lugar de aceptar la invencible limitación cogntivia para abarcar la complejidad de lo existente, ha optado por presentar sus propias invenciones como un sistema filosófico absoluto. Este idealismo representa algo así como una evasión hacia un museo de categorías construido a partir de algunas nociones primordiales en las que se concentra no la finura del raciocinio, sino la obsesión por una pureza estática propia de quien lleva embrollada la distancia que media entre las tinieblas de la conciencia y los espejismos del mundo exterior. Si hubo un original puro, sospecho que fue exterminado dejando apenas un eco en las ideas, la connotada secuela de una falsificación que ni fuerza tiene para trasladar a la copia defectuosa la persuasión de ser indudablemente real.

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El debilitamiento de la influencia de las religiones tradicionales no supone una disminución proporcional de la creencia, como tampoco el auge de la concepción científica de la naturaleza conlleva una reducción de la credulidad: la fe no ha muerto, solo se ha fragmentado en una oferta creciente de ortodoxias que pretenden no tanto patrimonializar la trascendencia como fijar su hueco en el mercado de las simulaciones, o conformarse con subsistir como reservas a la espera de un resurgir traído por la ola de una moda. Con su secularización, la actividad religiosa ha reventado fuera de sus límites habituales, su función prosigue, se difunde extramuros de los templos convencionales destinados a representarla. Como última religión mundialmente exitosa, el capitalismo en su fase de producción de un imaginario social sustitutivo ha comprendido que para servir a un público desencantado y cada vez más ansioso en la demanda de un sentido mágico de la realidad, la eficacia de cualquier mitema dependerá de que sepa hacer de cada uno, por medio de inagotables analogías, el tema central del entusiasmo, su propia anagogía. Más que responder a una carencia, debe provocarla; más que erigir otros altares, las nuevas modalidades de congregación deben integrar en sus rutinas simbólicas la profanación, tal como ocurre con la obsolescencia programada de los objetos de consumo idolátrico, mitificados en prestigio icónico hasta que otra generación de enseres los desplaza. Lo sagrado se ha convertido en una cualidad que muta bajo la pátina de lo efímero merced a un relevo que ha centrado en el mismo sacrilegio lo improfanable por antonomasia.


CUARTA VIGILIA: EL CONTICINIO

Al contrario que el amante, el prometido no se contenta con disfrutar de la abundancia fortuita, quiere el campo que la produce.

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Sal de ti sin abandonarte; entra en el otro sin expulsarlo.

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Nadie puede poseer lo que ama sin destruirlo.

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No reviertas en otros tu doliente nadería de criatura, reúne la severidad justa para no agravar la condición que compartimos con la inclemencia de haber creado tu estirpe.

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Un error puede ser disculpado, pero un error cometido por falta de atención son dos errores.
 
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Vanagloria por un mal concepto de razón y corazón brinda el orgullo si se acalora en las disputas que pueden ser dirimidas con talante de talento, y viceversa.

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Mantener la palabra cuando se descubre que el acuerdo propicia un abuso remediable es faltar a la justicia, que es palabra mayor.

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Para un espíritu vulgar el beneficio es lo que cuenta; el espíritu noble, en cambio, tiene por exclusivo beneficio conducirse con integridad.

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No envidies a quien reconoces como superior, intenta igualarlo; no desprecies a quien acumula peores defectos, sopesa los tuyos a través de él.

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El hombre ecuánime aguarda la ofensa para poder ejercitar su impavidez.

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Quien sabe amarse a sí mismo nunca está solo.

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La autocompasión produce una suerte de embriaguez ciertamente poco recomendable, mas en pequeñas dosis evitaría bastante daño instando a los ambiciosos a tener misericordia de sus propios complejos antes que dar coba a sus frustraciones.

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El tonto no hace camino, lo sigue. El tonto no ama el paisaje, lo siembra.

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Cuando se acerca una lupa a un forúnculo estalla en aumento lo indecoroso y no acontece otro lustre cuando la fama planea sobre un mentecato.

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Mal cadáver deja quien entierra a otro sin coger la pala.

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El más pequeño huerto proporciona una cosecha mayor que la llanura más vasta.

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Por más que uno cambie de mesa, el comensal es el mismo.

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Al final, bien pueden los instintos ser fuerzas al rescate que nos priven de cometer sandeces mayores por tener razón.

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¿De qué vale el valor sin sensibilidad? ¿De qué la sensibilidad sin firmeza? ¿De qué la firmeza sin misión? ¿De qué la misión sin clarividencia? ¿De qué la clarividencia sin amor? ¿De qué el amor sin libertad? ¿De qué la libertad sin razón? ¿De qué la razón sin valor? ¿De qué el valor sin autocidio?

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¿Quién puede ser tan loco de sí como para ambicionar el sondeo indiscriminado de todos los libros? ¿Y quién tan corto de miras que se contente con la compañía de solo un ejemplar? Mala obra es aquella que ya desde su proemio exige rechazar el estudio de las demás. Otro tanto sucede con la experiencia amatoria, y son legión quienes al socaire de la bisoñez, de una creencia castrante o de alguna otra decisión irreflexiva, se niegan las bondades diversas de una biblioteca por atarse a una lectura monógama. El hombre (el hombre varón, al menos) no fue diseñado para empujar el carrito de un supermercado ni para engordar almorranas en un sofá, tiene sangre de nómada, ladrón y cazador, y pensar que puede mezclarse durante mucho tiempo en un ambiente conyugal sin envilecerse es una ingenuidad o una falacia.

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El amor puede durar toda la vida… si la vida del amante es corta. Lo normal es que antes vire hacia la inquina.

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No es menester, entre hombres de ingenio, llenarse el semblante de epítetos en los que mal arraigada se advierte una fe de aldeano que ninguna prenda verbal puede adornar.

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Si no tienes estómago para asesinar a un animal dotado de sentimientos, ¿en qué derecho moral te basas y con qué coherencia buscas tu alimento en sus despojos? No menos cruel es el hecho de que el sistema industrial de producción de cadáveres comestibles tenga como premisa de funcionamiento la ocultación. Ser carnívoro es un hábito fácil de llevar porque quien lo adquiere raramente presencia las condiciones de crianza y muerte de los seres que engulle; así, no es extraño que el carnívoro pase décadas, y aun la vida entera, en un estado de inconsciente o culpable comodidad.

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Cuando la perspicacia y la elocuencia se desposan en un carácter que sabe manejarse con un equilibrio repartido entre la prudencia y la despreocupación, ninguna dificultad planteada por el trato con los coetáneos puede doblegarlo.

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El horror se elabora por medio de la concreción combinada de conceptos como la excrecencia, la torsión, el desgarramiento, la abrasión, el aplastamiento, la repetición, la ablación, etc.; está muy vinculado a la vulnerabilidad y dolor de la dimensión física, pero su presencia en lo abstracto no es menos aberrante. Una espalda cubierta de ombligos, por ejemplo, es horrible no solo por la naturaleza que la anomalía exhibe por sí sola, sino por lo que a nivel simbólico representa para el régimen vital humano cualquier multiplicación caótica.

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Las representaciones de cuerpos atléticamente pulidos, dotados de una fuerza reluciente a flor de piel, siempre listos e indoblegables para la proeza en lides de amor y de guerra, deben su paternidad a las fantasías de los acomplejados. Quienes son realmente fuertes no necesitan promocionarse a sí mismos con imágenes compensatorias, saben dispensarse a sí mismos de la necesidad de reconocimientos.

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El acierto de una técnica propagandística consiste en lograr que su receptor la interiorice como si el mundo anterior al artículo publicitado no fuera concebible. Lejos de ser un fenómeno nuevo, la propaganda existe desde que un simio erecto se presentó a sí mismo como portavoz de poderes oscuros que nadie como él podía descifrar. Sin que haya en mí pretensión de globalizar esta observación, es un hecho innegable que las hembras, por múltiples que sean las causas de esta situación, han sido más permeables a la propaganda, en la que debe incluirse el llamamiento a la proliferación de los genes. Los cultos menos meditados de los pueblos, como el de traer más vidas al infortunio, jamás se hubieran mantenido sin el fervor glandular de las madres, transformadas ellas mismas en objetos de fanática adoración. Téngase por sabias todavía las palabras de La Rochefoucauld: «El ingenio de la mayoría de las mujeres sirve más para fortalecer su locura que su razón».

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No blasfemar en vano, como aquellos que atacan una fe desde la trinchera de otro credo, sino a conciencia desde la gran nulidad del mundo, sin consecuencia como la mujer que cabalga en el poder lascivo de su yoni burlándose de aquellos que quisieran tomarla como franquicia.

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Nos cura lo mismo que nos enferma, la relación que mantenemos con el cuerpo arquetípico que viaja implícito en el nuestro.

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Independizarse de los propios hábitos es habituarse a la libertad.

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Lo más deplorable del deseo no es que su cumplimiento lo achique por debajo de lo esperado, sino que mientras no nos cansemos de desear habremos de perseguir ilusiones deseosas de traicionarnos.

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Estar libre del escabroso hábito de hacer continuos cálculos de costes y beneficios sobre las acciones que nos acercan y alejan de los demás no obedece tanto a la holgura material que puede prescindir de tales cautelas, como a la largueza moral derivada de la congruente confianza que uno establece consigo.


QUINTA VIGILIA: EL GALICINIO

Aparte de su conexión con la inconsecuencia universal, a la que nunca perfectamente ha de retornar, el alma solo tiene la identidad histórica del sujeto en que se concreta. ¡Y con qué pasmosa facilidad se olvida que los sujetos de derechos no son los territorios ni las instituciones, sino los individuos! Nadie parece ajeno a la regresión nacionaloide, e incluso autores curtidos en ejercicios de agudeza, cuya mención honorífica me ahorraré, han buscado refugio en Caribdis por evitar los peligros de Escila sin pudor de consagrar su maniobra al pensamiento binario, a la lógica simplista de autóctonos y foráneos que se encarga tanto de sellar la estanqueidad cultural como de agitar los clamores que conducen al acuartelamiento tribal.

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Solo puede calificarse de cretinismo cultural la inmunización que los pueblos se procuran contra el intercambio de ideas y experiencias que amenazan el protoplasma mental que reconocen como identidad grupal, una caldo colectivo que debe su éxito a la aversión a la curiosidad, la hostilidad contra el exótico, la demonización del disidente, la sacralización de la parálisis social, la censura de las críticas hechas a las causas que promueven las exaltaciones colectivas, el orgullo por la victoria obtenida a cualquier precio y la obturación de los elementos novedosos que puedan ocasionar una alteración de los estereotipos asentados como un dechado a imitar.

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Más que capitalismo salvaje lo que encuentro por doquier en tierras patrias, de un modo más chabacano cuanto más hacia el calor, es el servilismo brutal de sus gentes a mayor fortuna de las mafias regionales, que son también más desvergonzadas a medida que se desciende en latitud. Hay un elenco de personajes públicos, trasegado por las crónicas teleinvasivas, cuya cutrez da ínfulas a una sordidez tan enraizada que solo puede representar la radiante calamidad de la incultura en este país (un país incierto que pronto pasará de dar grima a dar miedo). A medida que la mediocridad se dora de autocomplacencia, disminuyen las posibilidades de que sea perdonable, y cuanto más poder adquisitivo tiene, menos expuesta está la zafiedad a la crítica, más consentida su entrega a los delirios de bajeza. En Andalucía, este perfil alcanza grados inauditos de desfachatez; si algo no soporto de lo que abunda por allí es la arrogancia de los señoritingos instalados en el caciquismo cortijero, el pésimo gusto de la beatería católica y el histrionismo exhibicionista, transversal a todas las capas sociales, que parece innato en gentes a las que, quizá, les ha dado demasiado el sol durante demasiadas generaciones. Puestos a elegir entre los diferentes infratipos que se estilan dentro de la pantomima de nuestras fronteras, tolero mejor en las distancias cortas la presencia del rancio castellano o la del soez burguesazo catalán rendido a todas las superfluidades del paladar.

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Cuando el poder es grande busca la gloria; cuando apenas se sostiene, le basta la impunidad; en todo tiempo y lugar, sólo a sí mismo se respeta.

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No tienen cómputo quienes tan poderosos se ven arrojando petulancias a las edades que creen dominar desde su pasajero endiosamiento, que cuando al fin el hado ridiculiza sus pretensiones de inmortalidad deciden vengarse de la historia adelantándole los muertos que, de otro modo, la avalancha de los años tomaría sin pedir permiso.

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¿Cuándo no hace mal un militar? Cuando mano sobre mano se aquieta sin nada que hacer, porque a su oficio es sustancial herir, asesinar, pillar, arrasar y no es bueno que se tengan por buenos tales quehaceres.

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Culpar al Estado por la incompetencia y los abusos del gobierno es tan errado como quejarse del bajel por los desatinos del capitán.

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Pensar que la corrupción de los cargos públicos se ha disparado con la democracia es tan disparatado como creer que el tiempo no existía antes de los relojes. Lo que ocurre es que ahora son más puntuales en el cumplimiento de sus disfunciones.

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Puesto que a todos los partidos con opciones de mando les interesa gozar del favor de la tendencia mayoritaria, el culto a la democracia se ha convertido en un valor en sí mismo, cuando este sistema sólo es un medio, y no de los mejores por cierto, para gestionar decisiones colectivas: ¿por qué el criterio de una mayoría se identifica como el mejor aval? La democracia es compatible con cualquier ideología desde el momento en que reduce el valor de la razón a la opinión y el de la opinión a la avenencia. Quien tenga medios para arrastrar a los más, parecerá, además de victorioso en los parlamentos, moralmente incuestionable.

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La democracia se jacta de articular el valor de la soberanía y solo manifiesta la indigencia de los votantes amañados como pueblo al que se pone en el aprieto de elegir entre una inocuidad calamitosa o una calamidad inocua. Aquí, como en otros ámbitos domesticados, de lo que se trata es de conducir por canales de corrección cualquier atisbo de caos que pueda evidenciar la gangrena de los asuntos públicos y la masacre inherente a los proyectos de amplificación colectiva.

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Es de agradecer que los gobernantes se abstengan por sistema de dar explicaciones: si sus decisiones son acertadas, no habrá mejor panegírico que los efectos auspiciados por ellas; si la colusión, el más rapaz interés o algo aún menos soportable que la imbecilidad revelan ser las fuerzas motrices de resoluciones nefastas, cualquier empeño retórico de justificarlas elevará hasta lo imperdonable su carácter ofensivo.

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El político debería pedir perdón, preferentemente, cuando haga un uso justo y responsable de su cargo, porque en virtud de su ejemplo detersorio saldrá favorecida la imagen pública de una clase esforzada en perder, de día en día, la dignidad.

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Ninguna forma de discriminación es positiva en tanto haya damnificados por los mecanismos que la promueven, pero lo que sí puede aducirse positivamente sobre cualquier forma de discriminación es que su funcionamiento supone siempre una farsa. De todas las actitudes discriminatorias, la menos cuestionada es la que resta valor a la vida de quienes han optado por la esterilidad, lo que se comprenderá a las claras con un ejemplo: si en una misma circunstancia peligrara la salud de un sujeto, padre de menores de edad, y la de otro sin parentela, la prioridad de las atenciones necesarias revertirían sobre el primero, algo tan normal para la mayoría como anómalo sería sugerir ante el mismo público que pueda haber en casos similares a los referidos un chantaje por parte del beneficiario de dichas atenciones.

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La integración mental en el discurso oficial, como se advierte en el informe que habla de una «persona de origen magrebí en riesgo de exclusión» en lugar de «moro rabilargo y famélico luchando por sobrevivir en una guerra donde su mera presencia es malquista», se traduce en una discriminación efectiva de la fidelidad a los hechos. Quien se atiene a esta misma regla finge, verbigracia, que el miembro amputado no es una merma ostensible ni supone impedimento para el tullido que pasea con dificultad por la calle, o actúa como si el cáncer no estuviera acabando, y de qué modo, con los vigores de quien ha llegado a un irreversible proceso de metástasis. La franqueza nunca ha estado peor mirada, y llamar cojo a un cojo, parásito a un parásito o idiota a un idiota resulta hoy tan políticamente incorrecto que mañana, por el bien común, será delito.

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Siempre ha habido mayorías y minorías, corrientes dominantes y discrepantes, personas que radiografían todo y personas que todo lo tragan, por eso las leyes no pueden limitarse a transcribir las costumbres de una época y territorio concretos, como tampoco a legitimar un estado previo de intereses y privilegios creados. Mejores leyes serían las concebidas con realismo, sin falsas esperanzas sobre las posibilidades de la naturaleza humana, para garantizar el cumplimiento de unos principios sólidos sobre los cuales erigir una arquitectura de derechos y deberes mínimos donde puedan hallar amparo los individuos en su carrera ineluctable hacia el desastre.

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Los hospitales, centros asistenciales e instituciones dedicadas al bienestar social se han deshumanizado a tal punto en aras de los traficantes de dolencias que una de las definiciones más pertinentes que podría hacerse del domicilio particular es, con toda justicia, la de «refugio donde uno, por escasas que sean sus comodidades, al menos podrá enfermar y morir sin perder la decencia que el sistema sanitario exige como requisito de adaptación a sus dominios, a los que hipócritamente llama servicios».

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No es que la cultura oficial, a decir de algunos quejicosos, quiera apropiarse de la estética de la rebeldía, son los rebeldes quienes denuncian la usurpación de sus símbolos para seguir representando el espectáculo de una superioridad moral que creen inequívocamente suya, una pieza inalienable de un patrimonio de distinción que nadie tiene derecho a explotar. Si la denuncia de los alternativos tiene alguna razón de ser, se subordina en todo caso a la doble necesidad de presentar a sus émulos como viles oportunistas y a sí mismos con una imagen que revista de autenticidad la charlatanería que campa tan a sus anchas en la contracultura.

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La atomización de la agregación en red producida por los dispositivos comunicativos gregarios de los actuales conglomerados sociales, lejos de concentrar en la persona singular poderes autónomos efectivos, la sobrecarga de derechos sin consecuencia y de deberes sin pausa que, de forma conjuntada, lo único que incrementan es su capacidad de desorientación, y en consecuencia de manipulación, dentro del pandemónium.

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La nueva pornografía poco tiene que ver con la exposición de pormenores venéreos al frío objetivo que los captura como una colección de hazañas íntimas —labor que merece en todo caso la valía de su generosidad—, sino con la explotación de la vida privada de acuerdo con una imagen del mundo coronada por el dogma del crecimiento material. Supervivencia, reproducción, productividad: obscenidades hodiernas que se quieren eternas.


SEXTA Y ÚLTIMA VIGILIA: EL DILÚCULO

¿Definir la enfermedad que me aqueja? ¡Ojalá hubiera galenos capaces de establecer con precisión las debidas correspondencias que exige tal diagnóstico! Aclararé, de momento, que padezco el mal de no saber contenerme las ganas de respirar...

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Saturday night, efusión de luces y emociones sintéticas que, como las cáfilas que frecuentan sus bebederos, absorben sin iluminar y entretejen con una frivolidad mal celebrada la indolencia compartida, lo cual no es baladí. Pongo así un colofón decrépito a otra semana, descoyuntada de ímpetus, que no me ha sabido sacar de mi algo cariada torre de marfil. Con un boicot menos magistral que majestuoso hecho también al redondel de las contadas amistades que me solicitan, me bifurco entre el rechazo de la fiesta que alguien embriaga en algún predio cercano y la negativa a permanecer enroscado en mi morada alucinada de sobriedades. Demasiado ajado de conciencia para creer que reunirse con otros malditos pueda ser divertido, me corroboro medio muerto, pero de hastío. Luengo pasa el descanso sin otra compañía que las pupilas propias, y a ratos me reprocho lo inepto que soy para no cesar de lamentarme, como cualquier bobo en mi lugar, por no salir al ruedo de una ciudad donde no encuentro nada que me anime, como tampoco nada que me evite el regreso al hogar con un pesar acrecentado si cediera, como otrora, al afán de buscarle una magia de la que carece este pudridero de ocios. «Para no ser crápula hoy se requiere un alma casi tan vigorosa como en otros siglos para ser santo», escolio con Dávila, y en honor a los focos de alteridad que considero más dignos de estima para rematar esta crónica mamífera, ¿acaso no es ridícula obstinación —la de un iluso que choca de testuz contra la posibilidad que reiteradamente se le ha negado— insistir en llamar a los postigos que ninguna condenada cintura quiere abrirme?

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Ya que nada ajeno me resulta inhumano, más que misántropo me considero antropófobo: no detesto lo humano en cada una de sus muestras particulares, pero sufro un rechazo atávico hacia las iniquidades más extendidas, entre las que cabe mencionar la procreación, que con pasmosa regularidad celebran como pautas moralmente benignas de comportamiento todos los pueblos enamorados de sí mismos.

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Sé que la vida es perversa porque vivo. Tú también estás vivo y quizá estés en desacuerdo conmigo, pero tu criterio, que sin duda es tan válido para ti como erróneo para mí, de nada me vale: si yo viviera tu vida —o cualquier otra—, no encontraría menos inaceptable la existencia desde esa porción del ser.

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El misterio de un hombre va cautivo en su cara como el puzle revuelto de todos sus gestos; va descompuesto en él como un rictus secreto que lo aniquilaría si pudiese contemplarlo a ojos llenos. De forma excepcional, el futuro del semblante se desvela antes de tiempo con catastróficos efectos. En la pubertad, al asomarme a un brocal que bañaba el atardecer, tuve acceso a una visión anticipada de mi rostro gratinado por las ascuas del ecuador de la vida y mentiría si negara que hube de reprimir el arranque de tirarme de cabeza.

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No me gusta la gente inabordable, y yo lo soy. No me dejo de engañar por no dejarme engañar, y por ello atraigo en desafío furores ajenos cuando, metido de lleno en las vehemencias, me contraigo.

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Traigo en desuso no avara violencia en mí, reposada pero a mano abierta fulgurosa por si hubiera necesidad de mostrar un vivar de ases veraces a tramposos y barateros. Soy ese raro que de todo a nada cruzado anda, con retinas como retablos que os encaran en subliminal. Concédase que un despeñado de la condición humana como yo experimente, a la entente de Dios, un tañido de entusiasmo al abrir paréntesis esporádicos de erística, logomaquia y algún que otro mordisco en mitad del desapego que, de ordinario, me producen las embestidas de los coterráneos.

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No soy ajeno a la vibración que producen los encuentros fortuitos que consideramos menores hasta que advertimos en ellos, como bien anota un profeta, «la inanidad de las formas, la identidad del substrato común». Esa atención que de súbito condesciende a la entrega sin apego, esa ternura expectante que no por afectación dedicamos a las briznas que apelan al intelecto desde aquello que sabemos más frágil que nosotros, denota una acuidad, una clase de galanura, a la que quisiera al menos facilitar el relieve de un sustantivo, porque en el idioma con que articulo este y otros insomnios no lo hallo.

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Mientras me afeito en la ducha el escroto —¿qué cosa mejor puedo hacer si a mis mujeres les encanta llevarlo a sus labios sin enredos?—, con el pimpollo a salvo en la siniestra, compendio mi visión ajardinada de la existencia: donde otros alaban el esplendor de la rosa, me impregna el aroma del marchitamiento universal; donde los ramos mustios son apartados con desdén, mi reacción natural me lleva a saludarlos con ternura, pues en la flor que jamás declinara no latiría más la belleza en erupción, desplazada para siempre por la fiereza de una presencia fría.

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Desde este puente, que tiene más de coito de orillas que de puente de mando, lo apasionante no es la pasión en sí con sus ramificaciones, ni siquiera el campo de atracción que la suscita, sino los casos que coloniza para sí con su cuota de visceralidad. Eviscerarse y escribir revelan ser así actividades tan sinérgicas como análogas son leer y despellejar el mundo.

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Si me das la razón con premura no te alarme que sospeche que el error es mío. Nunca he deseado que todo el mundo piense como yo; deseo, todo lo más, que la gente piense, incluso si para ello ha de alzarse contra mí.

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Por cada línea de texto que libro en combate doy contento a la literatura y tregua con tiento a mi desventura.

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Centinela en un puesto perdido que yo mismo he elegido, en lugar de aturdir mi conciencia con ocupaciones centrífugas y toda suerte de festejos en manada, me preparo (casi) en silencio para hacer frente a los peligros que irrumpirán cuando todo se derrumbe a mi alrededor, ahí mismo, donde tú cómodamente me lees.

2 comentarios:

  1. Convulso festín de sangrados te has regalado. Ajeno como soy a los insomnios involuntarios salvo en contadísimas ocasiones, no puedo imaginar la mecánica de la mente en tales instantes, pero, como sí acostumbro a los insomnios voluntarios, confirmo que en la noche más vacía afloran las barridas mentales más poderosas, sorprendentes incluso para su sujeto, acostumbrado a otra realidad y a otros ritmos perceptivos. Creo que has dado buena cuenta de ello. Con lo lejos que siento de muchas de tus apreciaciones, confirmo una vez más que nihilismo e idealismo tienen en común que "para ambos la totalidad es un objeto y nada más que un objeto". No es poca cosa, puesto que a efectos prácticos implica siempre una sensación de desajuste en las realidades fragmentadas, en los oficios y negocios de la sociedad y la materia.

    Por lo demás, percibo un cierto aire constructivo y moralizante en la Cuarta Vigilia, de donde podría hacer mías no pocas sentencias. Algunas de las que más me han convencido:

    "La fe no ha muerto, solo se ha fragmentado".

    "Sal de ti sin abandonarte; entra en el otro sin expulsarlo." (Es mi favorita sin dudarlo, y he intentado infructuosamente expresarlo de manera tan lacónica en sucesivas fórmulas, con lo que he notado cierto alivio al encontrarlo al fin escrito)

    "Un error puede ser disculpado, pero un error cometido por falta de atención son dos errores."

    "Nos cura lo mismo que nos enferma, la relación que mantenemos con el cuerpo arquetípico que viaja implícito en el nuestro."

    Por último, me hace gracia la opinión sobre el dinero que recoges de un ceremonioso anfitrión, pareja a la de cierto banquero austríaco que anoté en mi " Silva de indiscretos ":

    "Vencidas las primeras cautelas del anfitrión gracias a una especiada mixtura de brebajes, con ánimo asaz helvético desbrozaba este patricio en mocasines su visión económica ante los invitados, en cuyos oídos, untuosos bajo las argumentaciones de tribunos y prelados, no hacía empacho nuestro preboste aseverando que la riqueza en lo inmediato no garantiza la felicidad a su poseedor, pero que sus efectos secundarios contribuyen felizmente a la liquidación del saldo fisiológico de incalculables infelices."

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    1. A decir verdad, Perpetrador, temía que de la presente concatenación de insomnios, que empiezan por un asalto mental al mundo y acaban en una exhibición de formas autoinfligidas de agresión, prevaleciera a primera vista un adarce de incongruencias sobre los contados, pero contantes, acercamientos a cierto don de sí. Es muy de agradecer, por tanto, que hayas puesto de manifiesto tu participación como lector con la lente de buscar virtudes antes que dislates, y aún más cuando mencionas como favorita la concreción de una idea que te había costado formular.

      Sobre el anecdotario expuesto en la «Segunda vigilia» (que al igual que las otras recoge textos emborronados durante los meses que van de la primavera al verano), bien me admiré de la coincidencia que señalas a propósito del banquero austríaco, que yo imaginé asesor financiero de origen suizo, y como puedes comprobar no he tenido reparo en arriesgarme a pasearlo aun si ello daba a pie a tenerlo por fruto de la influencia que, sin lugar a dudas, recibo de tu obra. Si el parecido de nuestros meriendahombres incita a visitar tus «indiscretos», celebro la inflexión, el recorrido que puede desplegarse con un clic merece la demora.

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