James Tissot, The Ruins (Inner Voices) |
William SHAKESPEARE
Hamlet
Todo el mundo se queja de la corrupción en el ámbito de la política nacional porque todo el mundo (menos el casi) la practica en la política particular de sus ámbitos. La idea de que el funcionario de medios y altos vuelos no enriquezca su patrimonio con mordidas es, bien lo sabemos, un escrúpulo moderno frente a la viva impronta dejada en los usos y costumbres oficiales por una forma de gestión que se remonta al influyente Imperio romano. La propia fiscalidad, en ausencia de un contrato revisable y revocable entre el Estado y el individuo, tendría que ser considerada ya en concepto, ya en acción, como la madre de la corruptela, pero su funcionamiento draconiano (prerrogativa del fisco es confiscar) va tan clavado en los contribuyentes que incluso, escogiendo un par de gotas en un mar muerto de vivos ejemplos, se acepta como algo lícito pagar un canon anual a la autoridad constituida por la vivienda donde uno habita en propiedad, o abonar por las ondas de la conversación el infame quinto real del latrocinio: he ahí otra victoria del músculo legal sobre el sentido moral.
Si la carcoma institucional del peculado fuera en verdad tan insólita para nuestros coetáneos, no se haría de ello el escarmiento mediático del personaje corrupto que permite al votante no solo balitar su indignación frente al escándalo, sino desviar puntualmente hacia otro la censura que debería hacer de sí mismo, máxime cuando los parlamentarios son engendrados por la ilusión colectiva (o mandato popular, según los optimistas) que los ciudadanos han inseminado en las urnas en un contexto donde la malversación de fondos públicos, el cohecho, el cabildeo y la prevaricación son cualquier cosa antes que posibilidades imprevistas. Para erradicar este conjunto de lacras de la actividad política, preciso es poner de manifiesto que el primer corruptor es la persona que responde a la movilización del censo con su derecho al sufragio. Y como medida auxiliar a otras de tipo penal, que ningún voto sea secreto con el fin de que pueda hacerse responsable a su emisor de abonar la parte alícuota del erario defraudado por los representantes electos de su partida, quienes nunca hubiesen llegado a estar donde están sin el aval de la complicidad con los de abajo.
La fatalidad de la timocracia es repetirse, si bien justo es reconocer que unas veces se repite peor que otras.
Precioso. Lo de la indemnización por responsabilidad civil del voto me parece una idea genial a la que me adhiero.
ResponderEliminarGracias. Me complacen tus palabras porque además de testimoniar una amabilidad sin dobleces, multiplican en afinidad una crítica que no teme ser desplazada al espectro de lo impopular. Uno anda tan acostumbrado al eco de sus escasas y mínimas congruencias, que sólo puede sorprenderse cuando, al fin, si quiera de manera esporádica y lateral, otra voz amiga lo respalda.
EliminarPor amor a la inutilidad y cierta propensión a hurgar en el esperpento patrio (del que ha hecho un magnífico inventario Juan Poz en su libelo La España vulgar), me había planteado la microcismática de lanzar una petición de reforma del sistema electoral orientada a la responsabilidad civil subsidiaria de los votantes, pero, quizá gracias a los dioses desconocidos, la pereza concomitante a mi dispersión de energías ha querido ahorrarme el empeño. Idea genial o simple salida por la tangente, no deja de causarme sorpresa que ningún sesudo intelectual discrepante con la dinámica viciada de los gobiernos democráticos haya anticipado una idea semejante (al menos yo no tengo constancia de ello).
No es de extrañar que ninguno lo haya hecho, siendo rasgo esencial de esta dedomocracia procurar que los ciudadanos se limiten acaso a votar y en todo caso a callar y asentir.
ResponderEliminarTengo muy reciente la interacción con un aforismo de Gómez Dávila que sintetiza como ninguno esa situación aviesa de la política: «La democracia es el régimen político donde el ciudadano confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses privados».
EliminarAgradezco el elogio a mi libelo y aporto una anécdota autobiográfica. Cuando entré como auxiliar administrativo en la Delegación de Hacienda, aquí en Barcelona, era práctica habitual que la petición de cursar un expediente fuera "reforzada" con una pequeña cantidad para "agilizar" el trámite. Ante el afeamiento de la conducta y las excusas del avergonzado, "la costumbre, ya sabe", me salía una respuesta de premio Nobel: Los tiempos están cambiando... Era 1975...
ResponderEliminarExcelente anécdota, sí señor... Para comprobar cuánto están cambiando los tiempos, la próxima vez que un trámite telemático se me resista —¿y acaso no merece resistencia el hecho de tener que instalar software de la policía para hacer funcionar la identificación electrónica?—, probaré suerte con el numo si al acudir a la ventanilla correspondiente el personal se planta planteando fárragos burocráticos. Tengo pendiente librarme de pagar por mi viejo tanque el impuesto de circulación y presiento todo tipo de obstáculos.
EliminarMás claro agua...No esperes nada de los Intelectuaestomacales...bueno sí, si tienes buenos dólares para pagar
ResponderEliminar