La ciencia, creada por los sabios, no exigía más que aquello que los sabios eran capaces de realizar. Ahora es la vida, que no piensa en los ideales, la que nos impone sus exigencias. Con una severidad enigmática, nos dice, en su lenguaje mudo, cosas que jamás habíamos oído, que ni siquiera habíamos sospechado.
Lev SHESTOV
Filosofía de la tragedia
Más allá de su capacidad para tejer continuidades aparentes a partir de cascotes de realidad, la tarea crucial de la conciencia no es sosegar a quien la alberga, sino perturbarlo. Sin la extensa panorámica que despliega su actividad fotosintética sobre las tinieblas circundantes, las cuestiones últimas de la existencia y de cuanto esta contiene se estancarían en las categorías de lo que ha sido mecanizado por el torno de las costumbres, dentro del cual es fácil ceder al hechizo de la pertenencia a un colectivo especial, privilegiado por la posesión de un acervo poco menos que sagrado, cuando lo único cierto que se adquiere bajo el contacto redundante con los lugares comunes es un intelecto en trance de paulatino amoldamiento.
Quienes hemos escogido a conciencia el bien de no hacer mal de progenie nos hallamos, en sociedad, abocados a ser destinatarios de unas atenciones tan amorosas que se aproximan a las dedicadas a cualquier desertor en una cultura imbuida de herrumbrosa prosapia castrense. Otra manera de decirlo es que las poblaciones nunca legislan pensando en aquellos que deciden omitir su tributo a la especie en concepto de aportación sacrificial al rito de la descendencia, una suerte de franquicia o alianza de sufridores que encarna como institución la supernova en la pléyade de actos que conforman los momentos estelares de acatamiento perruno del clan, pues su mayor triunfo consiste en la camada resultante de aparear el destino propio con los ajenos desatinos.
Demófobos, misántropos, antinatalistas y todos los espíritus delicados que saben lo que cuesta la hominización, no solo contribuimos con nuestro esfuerzo cotidiano al mantenimiento de servicios de los que jamás se beneficiarán los hijos que no tenemos y nada, salvo unas migajas, recibiremos cuando los hijos de los demás nos desplacen; en el mejor de los casos, somos y seremos catalogados como forasteros que merodean por la vida exentos de las cargas y complicaciones que conlleva comprometerse con una empresa de perpetuación filial. A tal punto esto es cierto, que en provecho del mismo espíritu de adhesión a la manada los integrados no atenuarán las ocasiones de cobrarse cara nuestra libertad. A modo, quizá, de respuesta adaptativa este menosprecio concertado responde a la doble misión de disuadir a quienes puedan sentirse tentados de reproducir el hábito de la esterilidad en vez de las cadenas de la fertilidad, al tiempo que se identifica una desviación de la norma útil para marcar las ventajas de prolongar la interdependencia grupal. La belleza estatuaria de no hacer, el dolce far niente, será siempre motivo de vergüenza para la mentalidad multiplicadora, que reprueba el comportamiento evasivo en la superficie porque, en el fondo, lo envidia.
Como las condiciones sociales no son, en propiedad, sino espejos mutantes de la condición humana, ninguna revolución, por sublimes que sean sus presupuestos y partidarios, eliminará la mortificación consustancial al ser lacrado de conciencia ni la explotación concomitante del dolor, así que no cabe esperar de las mudanzas de paradigmas un planteamiento más equilibrado de la cuestión, aunque sí medidas más resolutivas contra los renuentes a participar en la natalidad mientras este torcimiento sea cebado como un derecho natural. En cuanto al hipotético valor añadido que las nuevas generaciones, gestionadas como inversión de futuro, aportarán a la comunidad cuando se incorporen a las funciones exigidas en la etapa adulta de su desplome, causa pavor pensar en la profusión de niños malcriados, o simplemente malnacidos, que camparán convertidos en los abyectos del mañana. La posteridad es, en el presente, la apuesta más segura del débil; la pesadumbre, la debilidad que el fuerte ha de arrostrar sin otra seguridad que su extinción cerrada a las derivaciones, si bien puede hacerlo desde la ironía intemporal que le aporta entenderse con hombres de otras épocas, de cuyo ejemplo póstumo tomará no menor retribución mediante la facultad de mirar a sus coetáneos como seres subyugados por industrias despreciables condenadas a repetirse. La hormigonera evolutiva, ya se sabe, pide chicha.
Pese a sus gravesdelitos responsabilidades, la sociedad de los procreadores celebra a luces llenas sus homicidios diferidos y ha aprendido a realimentarse de relaciones simbióticas con entidades de distinta índole, sobre todo religiosas, que a cambio de siervos espirituales santifican sus propósitos: el cuarto mandamiento mosaico da serio testimonio de ello. Hecho significativo al respecto es que muchas familias no dudan en dejar a sus escolares en manos de sectarios que se ocupan, entre otras lindezas, de adoctrinar a los pequeños en la deuda que la humanidad tiene con un tipo andrajoso y ladrón de miradas, traumatizado por la glotonería del protagonismo, que se propuso redimirla de sus pecados y hubo de movilizar cielo y tierra hasta conseguir que lo asesinarán; no es prescindible que sea una concesión al absurdo si consideramos que la enseñanza confiada a estas madrigueras de exaltados también se encarga de inculcar la obligación de honrar con mansedumbre a los ascendientes, además de explicar la actividad sexual como un trámite asqueroso que debe subordinarse a la fecundidad.
Si se trata de valores que puedan ser amplificados con el fin de lograr una reanimación cualitativa de la convivencia, hablemos de lo que supone ser honrado fuera del productivismo incoado a pretensión de los imperativos bíblicos. A mi juicio, la honradez implica, junto con otras estimaciones proclives al incremento de la percepción, la firmeza necesaria para que la obra de conocerse a sí mismo comience por la base de no tolerarse añadir ladrillos a la casa de horrores que llamamos mundo; se domicilia, si es penetrante, en un celibato de raíz filosófica.
Por la riqueza de connotaciones me he decantado por la Niña con máscara de muerte (ella juega sola), de Frida Kahlo, después de comparar este óleo con la aporía despatarrada en Mi nacimiento, donde algunos críticos han querido ver una representación de Tlazolteotl, la Gran Madre de los aztecas, que aquí podemos apreciar disfrutando de las típicas cosquillas del parto. Como en mí no hay espacio para tanta crianza maldita, sacudo el retintín reprobatorio de mis letras con estos derrotes burlescos de Cab Calloway, el inigualable médium de la Cotton Club Orchestra:
Lev SHESTOV
Filosofía de la tragedia
Más allá de su capacidad para tejer continuidades aparentes a partir de cascotes de realidad, la tarea crucial de la conciencia no es sosegar a quien la alberga, sino perturbarlo. Sin la extensa panorámica que despliega su actividad fotosintética sobre las tinieblas circundantes, las cuestiones últimas de la existencia y de cuanto esta contiene se estancarían en las categorías de lo que ha sido mecanizado por el torno de las costumbres, dentro del cual es fácil ceder al hechizo de la pertenencia a un colectivo especial, privilegiado por la posesión de un acervo poco menos que sagrado, cuando lo único cierto que se adquiere bajo el contacto redundante con los lugares comunes es un intelecto en trance de paulatino amoldamiento.
Quienes hemos escogido a conciencia el bien de no hacer mal de progenie nos hallamos, en sociedad, abocados a ser destinatarios de unas atenciones tan amorosas que se aproximan a las dedicadas a cualquier desertor en una cultura imbuida de herrumbrosa prosapia castrense. Otra manera de decirlo es que las poblaciones nunca legislan pensando en aquellos que deciden omitir su tributo a la especie en concepto de aportación sacrificial al rito de la descendencia, una suerte de franquicia o alianza de sufridores que encarna como institución la supernova en la pléyade de actos que conforman los momentos estelares de acatamiento perruno del clan, pues su mayor triunfo consiste en la camada resultante de aparear el destino propio con los ajenos desatinos.
Demófobos, misántropos, antinatalistas y todos los espíritus delicados que saben lo que cuesta la hominización, no solo contribuimos con nuestro esfuerzo cotidiano al mantenimiento de servicios de los que jamás se beneficiarán los hijos que no tenemos y nada, salvo unas migajas, recibiremos cuando los hijos de los demás nos desplacen; en el mejor de los casos, somos y seremos catalogados como forasteros que merodean por la vida exentos de las cargas y complicaciones que conlleva comprometerse con una empresa de perpetuación filial. A tal punto esto es cierto, que en provecho del mismo espíritu de adhesión a la manada los integrados no atenuarán las ocasiones de cobrarse cara nuestra libertad. A modo, quizá, de respuesta adaptativa este menosprecio concertado responde a la doble misión de disuadir a quienes puedan sentirse tentados de reproducir el hábito de la esterilidad en vez de las cadenas de la fertilidad, al tiempo que se identifica una desviación de la norma útil para marcar las ventajas de prolongar la interdependencia grupal. La belleza estatuaria de no hacer, el dolce far niente, será siempre motivo de vergüenza para la mentalidad multiplicadora, que reprueba el comportamiento evasivo en la superficie porque, en el fondo, lo envidia.
Como las condiciones sociales no son, en propiedad, sino espejos mutantes de la condición humana, ninguna revolución, por sublimes que sean sus presupuestos y partidarios, eliminará la mortificación consustancial al ser lacrado de conciencia ni la explotación concomitante del dolor, así que no cabe esperar de las mudanzas de paradigmas un planteamiento más equilibrado de la cuestión, aunque sí medidas más resolutivas contra los renuentes a participar en la natalidad mientras este torcimiento sea cebado como un derecho natural. En cuanto al hipotético valor añadido que las nuevas generaciones, gestionadas como inversión de futuro, aportarán a la comunidad cuando se incorporen a las funciones exigidas en la etapa adulta de su desplome, causa pavor pensar en la profusión de niños malcriados, o simplemente malnacidos, que camparán convertidos en los abyectos del mañana. La posteridad es, en el presente, la apuesta más segura del débil; la pesadumbre, la debilidad que el fuerte ha de arrostrar sin otra seguridad que su extinción cerrada a las derivaciones, si bien puede hacerlo desde la ironía intemporal que le aporta entenderse con hombres de otras épocas, de cuyo ejemplo póstumo tomará no menor retribución mediante la facultad de mirar a sus coetáneos como seres subyugados por industrias despreciables condenadas a repetirse. La hormigonera evolutiva, ya se sabe, pide chicha.
Pese a sus graves
Si se trata de valores que puedan ser amplificados con el fin de lograr una reanimación cualitativa de la convivencia, hablemos de lo que supone ser honrado fuera del productivismo incoado a pretensión de los imperativos bíblicos. A mi juicio, la honradez implica, junto con otras estimaciones proclives al incremento de la percepción, la firmeza necesaria para que la obra de conocerse a sí mismo comience por la base de no tolerarse añadir ladrillos a la casa de horrores que llamamos mundo; se domicilia, si es penetrante, en un celibato de raíz filosófica.
Por la riqueza de connotaciones me he decantado por la Niña con máscara de muerte (ella juega sola), de Frida Kahlo, después de comparar este óleo con la aporía despatarrada en Mi nacimiento, donde algunos críticos han querido ver una representación de Tlazolteotl, la Gran Madre de los aztecas, que aquí podemos apreciar disfrutando de las típicas cosquillas del parto. Como en mí no hay espacio para tanta crianza maldita, sacudo el retintín reprobatorio de mis letras con estos derrotes burlescos de Cab Calloway, el inigualable médium de la Cotton Club Orchestra:
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