4.2.12

CLAMOR DE SAUDADE


Debemos vivir antes que alcanzar inteligencia o control. Debemos dormir si no queremos encontrarnos, en la muerte, incómodos ante las nuevas condiciones. Y debemos morir antes de que podamos esperar un avance para ampliar nuestro entendimiento.
John William DUNNE
Un experimento con el tiempo

Tener la lumbre presente de que somos fragmentos de eternidad tan breves, diminutos y vulnerables entre la explosión de los seres como las propias imágenes mentales lo son entre nuestras experiencias, me hace sentir que crezco hacia dentro en un clamor de saudade. La vida transcurre volátil por tramos de secuencias mediante la sucesión concatenada de instantes que ella misma representa de forma lineal para su conocimiento a falta de la visión compacta de la totalidad que a intervalos puede ser concebida, con disolvente riesgo para el juicio, en las ráfagas de iluminación desde la cual se ensamblan las edades y sus probabilidades gracias al artificio aledaño de la continuidad. El tiempo que huye como una magnitud auxiliar de este límite, más que fundirnos a nuestro potencial infinito nos lo enajena y confunde por necesidad en duración, y si ser presa del imperativo temporal significa algo es por causa de la primacía del hecho de no poder estar en más de un momento a la vez, lo que convierte a cada momento en un acontecimiento irrepetible. Todo cambia cuando sobreviene la inmutable: con mayor precisión que acabar, morir es salir del tiempo, acceder o extenderse simultáneamente a las localizaciones trazadas por el itinerario de los episodios que han construido la existencia cual un derramamiento del ser en una abstracción vacía que se nos cierra herméticamente a este lado del problema. Quiero pensar con intuición que todo lo que ha sido permanece como un tatuaje preternatural visible para los muertos o, para ser más estricto, asequible a quien se halla en trance de finiquitar. Y aquí me vuelve la saudade: reconciliarse con el sufrimiento personal a costa del estrechamiento fulminante de la conciencia —el subterfugio de los narcóticos, por ejemplo— o del masoquismo metafísico que vuelca el suplicio contra sí mismo —dogma central en la ley del karma budista, así como en la noción judeocristiana del pecado original— no proporciona opciones admisibles para quien sabiendo que todo dolor es inútil no deja de padecer que toda comprensión del mismo lo agrava. El hombre está solo frente a su pena, no hay verdad más evidente ni evidencia menos falsa. La solución, a luces plenas, no está en este mundo ni en ningún otro. Y endurecerse por aclimatación a la amargura puede abrir los ojos del espíritu a la tiniebla, pero nunca elevará el alma sobre las claves de la realidad, sino que la hundirá poco a poco en una desgracia irresoluble donde el rencor y la envidia, refritos en el sebo de su morbidez, se ensañarán sobre el primer objeto de piedad al que se dirijan, que bien puede ser uno mismo o cualquier otro infeliz.

Desconozco el título de la pintura y el nombre de su autor. Sólo puedo recordar que la tomé de esta vitrina en alguno de mis ataques de saudade.

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