7.2.12

CALAMBUR


En el nivel más profundo del inconsciente no hallamos fantasías sino telepatía.
Norman Oliver BROWN
El cuerpo del amor

Una atmósfera acechante de realidades añejas perfumadas en exceso, como de alta sociedad en la franja occidental europea a mediados del XVIII. Un juego social tácito del que son conscientes sólo algunos de sus participantes en diferente grado y significación. Una antigua fortaleza rodeada de exquisitos jardines transformada en asilo para demencias de lujo y empleada como escenario balbuciente para la ocasión. La única regla explícita e invariable de este rompecabezas es el compromiso, bajo amenaza de muerte, de que nadie debe revelar su identidad durante ni después del esotérico encuentro con independencia de las consecuencias que depare. Hay caudalosas riquezas involucradas, señal definitiva de que alguien compra caros los detonadores de su aburrimiento. Utilizando como referencias de permuta el papel que cada uno de los implicados representa en la vida, un remitente anónimo ha asignado los nuevos de manera que el doméstico a quien acabamos de insultar por pura vanidad bien puede ser en el cotidiano azar un célebre arzobispo, de igual forma que el senescal que a mí me ha tocado encarnar recibe en elegantes prendas de gala y seguros gestos de autoridad al jinete de posta que en verdad soy. Las instrucciones son escasas pero absolutas porque la distracción pretende imitar sin límites morales los resortes de lo que es más propio a la naturaleza desenvuelta de las relaciones humanas. Para mayor extremosidad, se sabe que entre los asistentes al lance se hallan regulares del lazareto donde las manías son examinadas por la moderna ciencia de la mente que prefiere tratar como enfermos a los endemoniados. Sin duda, la inclusión de este aliciente denota un gusto inaudito, aunque a mí no se me escapa la visión en el trastero de un bulto extraño; quizá el docto experimento de un grupo de elevada alcurnia aficionado al estudio del delirio baraja los naipes. En la misiva donde se especificaba mi rango y la apariencia que debía adoptar, también se me decía que debía aprender a reconocer a un venerable conde y defenderlo frente a una eventual adversidad, todo ello con suma discreción, prontitud y esmero; a gentileza del invisible repartidor de suertes, se me advertía igualmente que celase cuidados contra una dama a quien se le había indicado con profusión de detalles que yo era el responsable de una vieja fechoría que se cobró la honra de una niña destrozada, tal vez su hija o su hermana menor, ninguna otra noticia la condimentaba. Para improbable alivio, he de añadir que se tiene por acreditada la sospecha de que este tipo de informaciones suelen ser falsas porque sólo buscan intoxicar los ánimos del destinatario.

Con el plenilunio, da comienzo la aventura. Tras repartir órdenes a mis asistentes en las caballerizas que he querido inspeccionar por mí mismo para darme nota de avisado en pormenores bélicos como el estado de las bestias —por las que finjo velar incluso en establo ajeno—, pongo aseo en mi atuendo, que a la usanza medieval cuenta con la envoltura formidable de un ciclatón, y me dirijo a paso fresco hacia la sala donde se celebra la bienvenida. Por la galería a la que encomiendo el atajo entre la alquería y la alcazaba —el mozo de cuadra que habitualmente presta sus servicios en la ciudadela me trazó un escueto plano a cambio de un adarme de opio—, un cuervo enorme como un enano, pájaro de mal agüero que emponzoña las especulaciones paganas de los nigromantes, empieza a graznar sin que mi apostura baste para intimidarlo a pesar del vigoroso lapo que le arrojo mientras lo maldigo. Al llegar a la estancia que se nota improvisada como paraninfo pese a los tapices, tenebrarios y canapés de prodigiosa factura, ninguna cara familiar. Esto va en serio. La concurrencia, que ya ha tomado asiento, sigue mis movimientos hasta que hago lo propio. Deduzco que citarme con retraso compone parte del juego, puede que sirva de gozne para resaltar a otro rival o a un futuro aliado mi presencia. Al primer vistazo, compruebo que varones y hembras se encuentran en una análoga proporción comprendida dentro del abanico de edades útiles desde el punto de vista generativo. Alguna matrona subida de tono ha destacado con fijeza mi armamento natural al cruzar frente a ellas, pero de momento no estoy para desenfundar, ya se verá. Un caballero de rasgos filosóficos ennoblecidos por la plata de su cabeza me saluda con una cortesía muy calculada; sin pensarlo, por una de esas tonterías a veces listas del instinto, lo equiparo al conde a quien debo proteger y acompaño su cumplido con un visaje que delata mi servil ofrecimiento. Por si un error no bastara para sopesar mi conducta villana, al detectar una silla vacía a su lado vuelvo a estar en pie. Demasiada confianza en demasiado poco tiempo. El principio de anciano, bastante sorprendido por mi rápida desenvoltura, se resigna a aceptar mi decisión. Contra el pronóstico de brevedad que aseguraba el escaso espacio que me separa del objetivo, piernas sedentes y mobiliario se interponen trabajosamente en mi recorrido. No soy torpe, y tampoco hay habilidad que esquive a un ciego el tropezar con un tobillo improvisado. Para evitar caer de bruces, me aferro con ambas zarpas al respaldo de un sillón ocupado por una esbelta jovencita de mirada gatuna. Como si lo esperasen, al unísono varios de los presentes se lanzan a entregarme una ayuda que no necesito. Sin intervalo para lamentar el ridículo, en medio del alboroto una delicada mano de mujer intenta introducir algo en el bolsillo izquierdo de mi almilla. La sujeto por la muñeca para que no se zafe y, al instante, otra mano femenina me asesta un aguijonazo en el costado. Veloz, logro capturarla al vuelo de su retroceso y examino el objeto que en vano ansía ocultar en el reservorio de una joya diseñado a tal efecto. Nunca había visto un artilugio semejante, ni siquiera entre los trastos de mi tío que fue cirujano de guerra. Se trata de un rejo telescópico manufacturado con un material cálido como la madera, ligero como el lino y resistente como el acero. Una risa histérica me saca del arrobamiento: no es bella, sino mejor, resulta más atractiva que la promesa de un harén. Sus ojos no me odian, así que con seguridad no puede ser la ofendida. ¿Una loca, entonces? Con la diestra libre, me aferra por el cuello para acercarme hasta sus labios, que comparo con una golosina de fuego. El público que no ha dejado escapar minucia emite un suspiro que hasta un bebé sordo descifraría. Con el siguiente pinchazo, consigo despertar.

El poema visual pertenece a Chris Nurse, que lo ha numerado 5850.

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