16.8.06

INTOXICOLÓGICAS (Apuntes de sobriedad en la ebriedad)


Joos van Craesbeeck, La tentación de San Antonio
Puede haber quien, con sólo ver la pisada de cualquiera en el suelo, es decir, un rastro suyo, sin que tal persona esté presente, sea capaz de saber si esa huella es la de un Bendito o la de un Condenado.
Ibn ARABI
De la perspicacia fisiognómica y sus arcanos

El estilo conciso y libre de ambages que ensambla estos fragmentos no obedece a un carácter propagandístico del contenido. Sería erróneo considerarme portavoz de movimiento alguno, salvo el que tiene lugar a esta orilla de mi piel; soy más bien un catador rodeado de insinuantes pruebas en las que puede ocultarse un enjambre de trampas. Y aunque no siempre he podido evitar sus picaduras, ellas tampoco esquivaron mis tretas.


I

Mi conciencia es huidiza, blanda y bastante torpe cuando quiero utilizarla para inducirme estados fisiológicos, de modo que recurro a un amplio pero bien escogido repertorio de drogas para atajar por el camino inverso yendo de la bioquímica a la conciencia.

II

Con el café me deleito. Es imprescindible en mi dieta diaria para mantener el tono de fondo. No resulta agradable sobredosificarse de cafeína, pero cuando sucede me gusta conservar el impulso de actuación en suspenso, sin objeto, y sólo mucho más tarde, al claudicar las ganas de permanecer con ganas, materializo esa energía difusa concretando alguna acción. El resto de estimulantes, desde la efedrina a los preparados anfetamínicos, son demasiado intensos para ser gozosos en sí mismos. De hecho, me provoca una pereza aplastante el simple pensamiento de verme sometido a sus particulares reservas de frenesí.

III

La cocaína (siendo de una pureza aceptable, claro está) es sustancia bienvenida si las circunstancias exigen estar al acecho y el organismo no responde con la vitalidad habitual. Se trata, por tanto, de un remiendo psíquico. Su peligro, hacernos creer que siempre estamos por debajo del umbral de motivación requerido mediante alegrías efímeras que nacen de pura melancolía. De ahí la voracidad que puede movilizar. ¿No sería más propicio atomizar esta sed de droga, cambiar su dirección y hacer que rebote en el ánimo como estímulo autosuficiente? Me temo que esta alquimia endógena necesitaría la intervención de otro elemento para ser operativa... ¿otra droga tal vez?

IV

Hace años que estoy cansado del cannabis, así que sólo fumo cuando más cansado estoy de mí. No es vicio lo que me impele a indagar una y otra vez los laberintos abstractos del humo, sino la temeridad de querer trazar la geometría delirante de mis abismos. Manejarse al otro lado del espejo es un sacrificio que demuestra el respeto que merece el cannabis; un respeto que puede darse desde los resortes de la familiaridad sin burlar, por supuesto, los enigmas corrosivos de la tentación. Si del vino puede decirse que es el depósito de la verdad (o de la llana sinceridad, que las lenguas calienta), a las florecillas resinosas habría que reconocerles maestría en la agudeza y arte del engaño. Y digo bien, porque los enredos de la imaginación son el privilegio de quien previamente se molestó en conocer los rigores de la verdad. No en vano, el cannabis hace del fumador asiduo un Atlas pálido y ojeroso: a medida que el mundo exterior se relativiza, su soledad se magnifica hasta adquirir proporciones cósmicas. Baudelaire ya mencionó con mejores palabras el peligroso juego donde lo importante se vuelve ridículo y lo insignificante monstruoso. La óptica cambia y, con ella, también contra ella, la realidad. Pocas caladas bastan para mostrar itinerarios allende la frontera, pero irrumpen con tal fuerza que se borran los pasos.

Creo que el uso del cannabis es moralmente polémico porque nadie, ni siquiera el más avezado explorador de sinestesias, sabe hasta dónde puede llegar el pensamiento que se contempla a sí mismo hundiendo las raíces en un cielo no censado ni consagrado, germinado en la ambivalencia de cada ocasión. Pero esto, remotos lectores, es otro cantar...

V

Debido a los incómodos efectos secundarios del alcohol, es preferible dejar de frecuentarlo. En mi caso, los exiguos momentos de alegría no compensan las tediosas horas de resaca. El espíritu que se enciende mediante alcoholes termina hecho ceniza. Sin embargo, tal vez sea posible hacer un uso racional de esta sustancia si nos atenemos a la medida justa para incrementar el nivel de efusividad y autoconfianza sin llegar a disipar la conciencia del temperamento que uno siente cuando está sereno. Aunque los preludios gratos de la borrachera inciten a ello, nunca hay que soltar el Hilo de Ariadna que nos mantiene unidos a la claridad. Dosis leves de alcohol, especialmente si el formato es una buena añada de vino tinto, pueden ser útiles en tanto potencian los rasgos del yo que en la vida ordinaria permanecen ensombrecidos por el miedo a comunicarse o por fobias arraigadas donde gravita el eclipse de la vergüenza, que es el afecto más absurdo y destructor experimentable por un humano. Se me objetará que la euforia proporcionada por esta droga es fatua, ya que no proviene de una transformación radical de los criterios negativos que uno tiene acerca de sí mismo y de sus circunstancias, lo cual es cierto; pero no es menos veraz lo fácilmente que exageramos la crudeza de la realidad cuando algo falla y nos falta energía para reconstruirnos. A veces el alcohol invita a restarle importancia al castillo de tragedias que obstaculiza la travesía; otras, sólo favorece el tuteo con la fealdad inmediata.

Es un hecho común que algunas personas se pudren a causa de ficciones que levantan como lápidas sobre sus propias cabezas. Para esto no hace falta probar ni una gota de alcohol: nadie escapa de la intensificación o depreciación de lo que percibe. Toda observación, todo análisis, equivale a un juicio de valor. La objetividad es un mito necesario como salvavidas intelectual, pero mito en definitiva, porque valorar constituye nuestra manera de relacionarnos con el mundo y ningún enfoque nos preserva de los riesgos que implica manipular la información contradictoria que absorbemos (y que nos absorbe). También la sobriedad se compone de creencias, a menudo infundadas, sobre la eficacia de nuestras capacidades. Un poco de alcohol puede ayudar a desenmascarar al lobo que llevamos dentro o al ángel que por defectos en nuestra historia personal sigue temiendo despegar.

VI

Es improbable que quien ha probado el éxtasis (MDMA y no vulgares sucedáneos) lo denigre. La vida cotidiana es demasiado lacerante para dejar pasar la ocasión de rebosar bondad desde la comprensión reparadora que tenemos de nosotros mismos y no desde un opaco atontamiento mutuo. Sospecho que el éxtasis nos impregna de este bienestar lúcido que anima al goce compartido porque tiene la prodigiosa facultad de borrar el miedo. Y lo que sentimos por el mero hecho de existir cuando el miedo se desvanece es, por decirlo religiosamente, la gloria de la salvación. La mirada ajena, antes símbolo del infierno e inquisición carnívora, se torna invitación a la aventura. No es extraño que vacilemos al sentirnos recorridos por esta dimensión amigable del ser. Nuestra naturaleza es tan propensa al temor, que cuando la empatía planea sobre las trincheras del yo disparamos contra ella confundiéndola con un espía; sólo tras dejar exangüe la artillería de la suspicacia, nuestro arranque de furia se cubre descubriéndose aliviado por un suave manto de pétalos cristalinos. Si esta radiación sentimental fuera un atributo innato, tal vez no hubiéramos prosperado en este mundo de imperativos salvajes donde al cerebro le crecen garras, pero sin duda habríamos alcanzado un grado superior de calidad social ensanchando los horizontes afectivos y estrechando los desiertos, minados de malentendidos, que nos separan de los demás. Me parece elocuente que el éxtasis sea una droga sintetizada en el mismo siglo que sirvió de escenario a las mayores convulsiones que registra la historia humana. ¿Casualidad? No hay nada casual en el tiempo porque todo lo que se genera en su seno está relacionado: quizá este ambiguo diseño químico surgió para enseñarnos a paliar el dolor del aislamiento en la multitud, matriz de no pocos desastres, brindándonos la fruición de una convivencia más fluida. O quizá sólo sea la especulación de un soñador solitario. En cualquier caso, el éxtasis es un medio perfecto para aprender, sin intermediarios ni traductores, lo que significa sentir y lo que sentimos pensando.

Fuente: El otro hado. Inédito. 2000.

2 comentarios:

  1. Amigo Autógeno, escribo esto con un ligero humor báquico, idóneo para acompasar la voz que a mis oídos llegaba de lustrosa fémina, mientras aureolados estábamos para no sé qué cotillas y cotillos.

    Estos deliciosos destilados psicotóxicos me hacen recordar que la única sensación que me ha guarecido, al día de hoy, de haberme encadenado al cannabis y al alcohol, ha sido mi grande amor a la libertad. Que tal vez el límite estaría en esa difusa frontera que hay entre el usar de y el ser usado por, y de ahí que, siguiendo esta vía, la cuestión podría estar en qué grado de auténtica libertad me produce. Que como bien dices a tu bello modo, o yo interpreto, puedo ser más "yo" con un toque de tinto, o puedo ser menos "yo" con más toques. Que tal vez se trata de buscar esa sinceridad del corazón -¡de dónde si no!-, que a veces no ve la luz, y fuera el psicotóxico una especie de partera sentimental y, al mismo tiempo, un escudo contra las funestas iras de la frustración ajena, descargada en mala hora contra la bondad ingenua de uno, cuando en realidad debiera dirigirse a otro ser probablemente ubicado en superior jerarquía social o en resquebrajada unión sentimental.

    A veces, otros factores, como un ambiente lúbrico que nazca de corazones límpidos, puede producir este o aquel grado de libertad que te libere de esa condena constante de la fuerza de la gravedad, que ésta, tozuda atracción telúrica, es el auténtico castigo divino que nos impide volar con ligereza.

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  2. Después de leerte no sé si prefiero los efectos sustanciados que magistralmente describes o la maravillosa ebriedad que me ha producido la lectura de tan magnífica sobriedad.

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