Tomás Sánchez, Contemplador del blanco |
Me gustaría describir quién y por qué, pero en el sueño alguien cuyos rasgos se me borran consiguió inocularme el virus del deseo al mencionar una especie de relato ilustrado de contenido mutante que era preferible no encontrar en prevención de su poder para mimetizar al lector con la trama de lo narrado. ¿Estaba ante un síndrome hipnótico inducido a través de una fusión magistral de palabras e imágenes o inmerso, por el contrario, en la gestación de una futura leyenda urbana? Del título, autor y características de la impresión nada supo decirme, salvo que quienes estaban al tanto lo llamaban Soy real articulando un susurro casi reverencial. Como es natural, automáticamente quise rastrear los hechos relacionados y llegar a despejar el presunto misterio lanzándome al abismo si lo hubiera. No descarté la posibilidad de que todo se limitara a una sibilina operación de mercadotecnia para estimular las ventas de un producto editorial, de la misma manera que tampoco pasé por alto el apetito de vana trascendencia que suele ser responsable de los apasionados cortejos entre realidad y ficción, como en su día ocurrió con el resbaladizo Necronomicón de Lovecraft, e incluso con el descabellado Holy Writ - Bombay donde se decantaron las infinitas páginas que Borges metamorfoseó en libro de arena.
A continuación... no lo sé. Mi memoria es de una exactitud siempre irregular y mi imaginación, últimamente, más torpe que perezosa para compensar las carencias de aquélla. Demos, pues, un pequeño salto en el sueño y situémonos en el interior de una mansión habitada por una vieja pareja de guardeses cuyo conocimiento del propietario se limita al nada roñoso giro postal que puntualmente les envía recordándoles su única obligación: «Mantengan limpia la casa. Bajo ningún concepto abran la puerta de acceso al ala izquierda del edificio. Gracias por su fidelidad». En tales circunstancias, lo que el dueño del inmueble esperaba es que abrieran esa puerta a toda costa. Por alguna oscura razón, le interesaba provocar una irrupción de curiosos en la zona prescrita de la casa sin mermar el tacto furtivo de la acción. Lo que quizá no estaba previsto es que los guardeses, habiendo desentrañado durante la primera incursión los propósitos brumosos de su jefe, decidieran intervenir de un modo nada previsible en la historia para darle, no sé si por encima de sus propias expectativas, un rumbo completamente surrealista. Encerraron en las múltiples habitaciones y saloncitos del ala izquierda a un pobre demente que recibió el curioso apelativo de El Merodeador. Nadie, salvo ellos, conocía la existencia de tan infausto secuestrado, a quien mantuvieron aislado durante varios años con una alimentación indigna en la que no faltaban frecuentes dosis de poderosos psicomiméticos. Poco después, hicieron circular el rumor por los cauces de sugestión adecuados y los morbosos visitantes no tardaron en acudir al reclamo de los pánicos, ramillete de billetes en mano, para presenciar lo que suponían un espectáculo atroz cuyo desarrollo, en cambio, terminaba por convertirlos en protagonistas súbitos de la matanza. El dinero mudaba presto de siervos y los testigos desaparecían profiriendo gritos inaudibles de auxilio, con lo cual también mejoraba el aporte proteico suministrado al cautivo. Y es aquí donde entro yo propulsado por un soplo de intuición que identificaba al inquilino paranoico o Merodeador con el encargado de custodiar un volumen de Soy real, mi tentación motriz.
Si saben lo que es el miedo en estado puro, comprenderán que evite trasegar detalles. Atravesé el umbral de la puerta. La primera impresión estaba dominada por un hedor acre que alimentaba asociaciones perturbadoras. La luz era escasa y la temperatura del lugar demasiado caldeada para poder pensar con fluidez. El mobiliario parecía estar en orden y cubierto de polvo como única nota discordante. Sospeché que El Merodeador era un señuelo de los guardeses, verdaderos artífices del macabro negocio. Fue entonces cuando lo oí al otro lado del tabique, en el recinto contiguo. Coagulado hasta el tuétano, sentí el pronunciamiento de mi sentencia de muerte al tiempo que me enredaba con el hilo de la percepción. Era probable que me hubieran drogado. Quizá estuvieran grabando las escenas preliminares de una snack movie. Busqué cámaras ocultas en vano. Una pintada escrita con heces me inundó la vista YO SOY EL DUEÑO multiplicándose por paredes y techos. Debí suponerlo. ¿Estaría dispuesto a cooperar? No me entretuve en averiguarlo. Ventanas cerradas a cal y canto. Pasillos rebosantes de materia en descomposición. La escalera de una buhardilla. Logré escapar. No quieran saber de qué manera, pero la fuga me costó la amputación parcial de una pierna y una lesión permanente en el brazo. Aligero el verbo por no estragar el gusto, que más aprovecha la idea en su justa porción que un enfadoso pormenor dilatado. Por cierto, el ejemplar de Soy real no estaba allí; me lo proporcionó, sin embargo, uno de los enfermeros que me atendió en urgencias. No tuve fuerzas para interrogarlo. Entre el aturdimiento y la recuperación, dejé pasar varias semanas hasta que me atreví a emprender la lectura. La historia, compuesta según el patrón de un guión gráfico, daba comienzo el día que pretendía consolar con El sueño de Mastorna la dificultad de hallar Arcabuz, y concluía con una viñeta que mostraba el instante preciso en que abría las páginas de Soy real reclinado en la cama del hospital. Nada de lo descrito se iba a mimetizar con los hechos porque todo sucedió como estaba previsto.
Fuente: Retablo de pesadillas
interesante esbozo de una quimera personal y voragine de miedos arraigados en una parte inconsciente de tu conciencia
ResponderEliminar