Jacek Yerka, Twister |
si tú quieres mirarla, está en cada criatura.
Angelus SILESIUS
El peregrino querúbico
La razón, esa mucama de la voluntad, que a su vez es sierva de la necesidad, o peor aún, de la ilusión que cada uno cree necesaria, no nos enseñará a pensar que, de todas las ficciones construidas por la mente consciente, puede que ninguna sea más falsa que la concepción del animal humano como un ser lógico, autodeterminado y homogéneo.
Puesto que la amplitud de banda consciente procesa, según las estimaciones del neurólogo Benjamin Libet —por quien me dejaré guiar sólo un instante—, aproximadamente una millonésima fracción de la masa de datos en que están inmersas nuestras mentes, la conclusión indeclinable es que no resulta posible que el arbitrio personal sea el amo de sus rumbos volitivos fuera del exiguo margen de maniobra donde opera, máxime cuando no opone ningún veto de detenimiento a la cascada de elecciones que el organismo sigue, por reflejo, antes de que la calibración reflexiva pueda racionalizarlas como atribuciones suyas, por reflejo del reflejo.
Si la vida es un proceso de cognición, como Margulis propone con su teoría de la simbiogénesis, y «tal aseveración es válida para todos los organismos, tengan o no un sistema nervioso», el conocimiento adquirido en forma de aprendizaje, memoria e inventiva ha de encastrarse en los hábitos por debajo de los umbrales de clarividencia para impedir que el sujeto colapse a consecuencia de un estado de lucidez demasiado intenso y sostenido. La consciencia fluctúa como una variable cuyo superávit es tan incompatible para la viabilidad de los sistemas vivos como el análisis exhaustivo y pormenorizado de las motivaciones más profundas lo es para la prosecución de los actos que dependen de automatismos subyacentes, o lo que es igual, un exceso de consciencia entumece. La percepción subliminal, lejos de ser una anomalía, constituiría una pauta en la naturaleza, ya que sin esta negligencia elemental del ser hacia el intríngulis de sus componentes estructurales, la máquina se para. Según afirma el filósofo John Gray, «equiparar lo que conocemos solo con lo que aprendemos mediante la conciencia despierta es un error fundamental. La vida de la mente es como la del cuerpo. Si dependiera de la conciencia o del control consciente, fallaría por completo». Al mismo tiempo, sabernos sustentados por la inopia de lo que no es hacedero saber nada empece la confianza de admitir, a desdeño de aversiones y adhesiones subjetivas, que cuanto más tenazmente nos aferremos a la supervivencia, más cerrados estaremos a la plenitud que aún pueden deparar las experiencias que inervan de numen los sentidos.
El vínculo entre las decisiones y las acciones debe más a la fe en un error tramado por apariencias que a una relación verificable entre ambas. Nada tiene de extraordinario, por ende, que la propuesta de hacer tropezar la percepción convencional con esta peculiar forma de sapere aude sea contraintuitiva habida cuenta de nuestra resistencia innata a aceptar cuanto parece privarnos de dominio sobre nuestras vidas, que durante la mayor parte de su dimensión vigil transcurren bajo el engaño de funcionar como unidades autodirigidas, cuando apenas son nubes de fragmentos arremolinados alrededor de una vacuidad central cuyas interacciones con el entorno generan la sensación virtual de identidad. Reconocer que la Tierra es un geoide, o que la procreación se arroga como derecho una arbitrariedad innecesaria, no es menos contraintuitivo que experimentarnos cual seres deslavazados.
La impresión fluida de poseer un yo tiene como fuente las limitaciones del sujeto cognoscente para captar con simultaneidad los cambios que asimilamos por medio de secuencias. Italo Calvino traslada su agudeza para captar este hecho a uno de los personajes de El castillo de los destinos cruzados cuando le hace decir: «El núcleo del mundo está vacío, el principio de lo que se mueve en el universo es el espacio de la nada, en torno a la ausencia se construye lo que hay». Por su parte, digno de reflexión es Juan Eduardo Cirlot, quien tocado por asombrosas anagogías podría redondear así la observación del autor italiano: «El misterio esencial del sistema del universo es el desdoblamiento. O sea, que el espíritu o mente individual pueda ser en cuanto individuo y ser en cuanto ser». Siguiendo esta resonancia metafísica y sin despegar los calcañares del suelo, intuyo que el alma cósmica viaja facetada a través de sí misma en el sueño existencial de las criaturas. «Dios se hace como nosotros», proclamó William Blake, que al mentarlo trae consigo el aroma perenne de esa flor de animismo que nos hace vicarios de un principio sin principio, presencia pura de viva ausencia. Nadie capaz de sentirse recorrido por esa continuidad que, de acuerdo con Zhuang Zi, lleva «el universo escondido en el mismo universo», podría negar que hay más iridiscencia ontológica en la contemplación que en la acción; en el magno aquietamiento que vuelve a quien mira despacio más paciente, extenso y desprendido, a la par que menos sometido al impulso de intervenir en lo que pasa y dichoso de no tener necesidad de alterar aquello que más vale no tocar.
Con la razón he dado comienzo a este excurso que por no privarme de ella concluyo, pues nunca es menor la razón que depara un desasimiento mayor. Incluso la ciencia materialista terminará por confirmar lo que siempre hemos sabido como hombres arcaicos, sin detrimento de la exuberante tradición de místicos, poetas y alquimistas que han revelado, bien por el haz de la condensación de la realidad imaginaria, bien por el envés de la disipación de la realidad objetiva, que nuestra verdadera nacionalidad es la nada.
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