Evaristo Baschenis, Instrumentos musicales sobre una mesa |
Aldous HUXLEY
Nueva visita a un mundo feliz
A los tipos y tipazos, o más bien tipejos y tiparracos, que cohonestaron el poder político y la intriga religiosa en Europa durante la onda expansionista que va del Renacimiento a los prolegómenos de la Conmoción Industrial, la historia debe el surtido de algunas tropelías que el olvido no ha dejado de engullir desde entonces —¿aprendió alguien en las aulas qué despeño seguían los galeotes de tierra en la Crujía o qué fue la Gran Redada?—, pero en cuanto a la elección de la música que los vivos podían obsequiarles como heraldo de sus cortes, salones y capillas, demostraron un gusto portentoso que ha resistido las mudanzas del tiempo y del que son garantes de primera línea Josquin des Prés, Francisco Guerrero, Tomás Luis de Victoria, Dowland, Barbara Strozzi, Scarlatti, Biber, Händel, el panteífico Bach y otros que me excuso por no mentar a fin de restar vicio de envergadura al inventario. Evocar un elenco de tal nivel, siquiera someramente, sobrecoge de obligada elevación en la multiplicidad de mundos que abren su cerradura por el oído.
Detengámonos, para nuestro pavor, en los gobernantes de la hipoteca socializada que por un momento de inepcia llamaré presente. Vemos que sus señorías no están por deponer la costumbre de cometer desafueros cuyo rastro, a mala verdad, se molestan en destrozar, ni tampoco sabrían amenizar la arbitrariedad con la magnificencia melómana de antaño si entre los déspotas en funciones los hubiera proclives a emular las veleidades de un mecenas. A su historial detentador de saqueos, cabildeos y maleficios —aún coleaba el «cheque bebé» cuando decidieron rubricar otro en blanco como premio para un gremio que se había chupado todo, menos el dedo—, lo acompaña hoy una banda sonora de cacofonías donde lo mismo berrea la sosera de una radiofórmula pop, que alardes de oligofrenia insuflan hormonas a las transmisiones deportivas en amancebamiento aturdidor con la publicidad sobre el tozudo, casi perenne soniquete de mordida que, a guisa de telón parlamentario —remedo ibérico del wall of sound de Phil Spector—, producen las trituradoras de documentos trabajando a pleno rendimiento. Tanto por sus dolos y prevaricaciones como por su chabacanería de altos desfalcos, merecerían estos dirigentes no ya que los inhabilitasen de por vida para el ejercicio de un cargo público, que sería lo mínimo en la inmediatez, sino que les borrasen las huellas dactilares y los librasen a su suerte, completamente desnudos, en un ruedo de favelas enervadas al calor de una noche de luna llena.
Deseemos, en el ínterin, que la inteligencia de nuestros mandatarios tenga éxito en su compromiso por gestionar los asuntos oficiales del mejor modo posible: significaría, con toda seguridad, la dimisión de sus puestos; y si además de inteligentes fueran justos, el suicidio en circunstancias honorables.
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