8.8.16

TRAVESÍA DE ABULIAS

Giovanni di Paolo
Roto en tu espejo tu mejor idilio,
y vuelto ya de espaldas a la vida,
ha de ser tu oración de la mañana:
¡Oh, para ser ahorcado, hermoso día!
Antonio MACHADO

Arte poética 

También en la protección de la naturaleza —audaz oxímoron— y de algunos parajes incorporados como escaparates monumentales al elenco de espectáculos se percibe un triunfo de la voluntad de prepotencia sobre las formas vivas, pero voluntad que coexiste, fuera de esas vitrinas reservadas al tabú, con la proliferación en los ámbitos restantes de una barbarie que no escatima fealdades ni falsificaciones con la gusanera de obtener el mayor rendimiento productivo del mundo, entendido como el conjunto de recursos —animales humanos incluidos— que el motor de la civilización necesita para mantener tensado el ritmo de sus ocios y negocios, y cuya frecuencia de estrago no parece incompatible con la danza en festejo de cierto afán preservador, museístico podríamos decir, acerca del cual no inspira ya ninguna duda qué clase de anhelo lo impulsa: dominar, a cualquier nivel, cuanto cabe técnicamente abrazar.

Frente a tales tasaciones de la realidad quizá vuelvan a ser atinadas las premoniciones con que Jünger, autor de talismanes alquímicos, recomendaba a quienes estuvieran maduros para atenderlo «apartar la vista de las intenciones» porque «jamás debe confiarse en las explicaciones que el ser humano actual pretende ofrecer de sus esfuerzos», de esas ocupaciones seriadas donde «se revela el aspecto necrológico de nuestra ciencia; una tendencia a enterrar la vida en la paz e inviolabilidad de los mausoleos conceptuales». Así o asá, medra entre el ansia de posesión y las efusiones programáticas de la obsolescencia la maniobra de una fuerza obstinada en la duración que se arrogan tanto el coleccionista privado como las instituciones oficiales encargadas de custodiar, amén de otras reliquias, modos de pensar subordinados a la idea de aglutinar constancias, de construir un patrimonio capaz de coagular la espuma de la historia y de preservarla acorazada en sus fetiches incluso contra el goce elemental de la contemplación, tareas que se asumen a lo largo de un proceso que no pocas veces delata en la autoridad que lo administra la mano arrogante del primer iconoclasta en su templo.

Por otro lado, en nombre del sacrosanto patrocinio de la investigación, en un primer amago descendente las tumbas son profanadas, los vestigios inventariados, los tesoros irradiados con el ánimo incendiario del carbono 14, las ruinas expuestas al vendaval de los turistas según criterios de todo punto extraños a aquellos que hallaríamos en sus genuinas motivaciones... No es baladí que en las salas de reputadas galerías, ante las hazañas de genios que creíamos a salvo de la corrosión de las apariencias, se haya consumado el desfalco supino que consiste en no poder percibir nada, tan sólo el trampantojo de la materia, a menudo egenísima, donde el conglomerado de átomos agoniza bajo los focos y el gazmoño rastreo de las pupilas electrónicas que velan el simulacro de solemnidad allí montado con un celo inaccesible al ensueño de las sensaciones inmediatas. Ante muchas obras redimidas del pillaje y de la quema resulta casi imposible que el misterio de la representación cambie por acción de la mirada que se posa sobre él, flujo cambiante en sí mismo e instantánea absoluta al concierto del contacto que ahora, en vano, lo tienta desde una conciencia prendida fatalmente a su contienda con lo inhóspito. Ni el más cándido escudriñador se priva en estos apeaderos de sentir en algún momento que la belleza ha sido secuestrada y se urde con ella el propósito de dosificarla al público sin limitarla al interés que supone el rescate infinito de su explotación comercial, sino a mayor énfasis, pretendido o no, por la función nada insignificante de nocebo, a un tiempo oscura y superficial, que surte al egresar de estas frigideces el efecto de que la monstruosidad campa en el exterior como un bien incuestionable —como vida, al fin y al rabo.

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