18.12.12

DE PATAS ARRIBA, NADIE DIGA

Que nuestras pasiones sean esclavas nuestras, no nosotros de nuestras pasiones.
Francisco de MIRANDA
De los brindis recopilados en sus Diarios de viajes

Entre sus escasas pertenencias, llevaba siempre en celo de custodia un tesoro de faltriquera compuesto por tres bolsas bien plegadas de polietileno en las que aún tremolaban los restos ilegibles de un serigrafiado comercial —objetos inencontrables desde la primera normalización ecológica—, una diminuta lucerna de geodas autoigniscentes, el rostral para modular estructuras cavernosas extraído de una plataforma Grebennikov —que luego se halló escondida en la panza de un símil-jumento retirado a una fiasquería después de haber servido de peligrosa atracción paleontológica—, unas gafas de luna con estuche forrado en maorí y lo que a primera vista se tomó por un obturador de identidad activado para elusión y resultó ser un condensador simplificado de revivencia que, en su memoria, alojaba la carga subjetiva completa de una orgía culminada en un squirting hábilmente protagonizado por una joven en las horas previas a su deceso a manos de un fanático claroscurista con quien semanas antes suscribió un contrato, en el mejor estilo Sacher-Masoch, donde se fijaban los fueros exactos de la relación: 

«Bajo palabra de fe, ajena a ofuscaciones de conciencia y en perfecto estado de capacitación mental para comprender la magnitud de las consecuencias de su elección, la señorita Regina Do Céu se compromete a ser la esclava integral del señor Balthasar Earthing, por quien renuncia a todos sus derechos para cumplir con dedicación absoluta sus deseos, órdenes y caprichos, sin importar lo absurdos e intolerables que puedan parecer, mientras él no le conceda la libertad.

»Como esclava del señor Earthing, la señorita Do Céu tomará el nombre que a tal efecto le asigne y tendrá que satisfacer sin remilgos ni esperar nada a cambio cada uno de sus mandatos del modo más complaciente. De haberlas, recibirá las muestras de protección y piedad como una gracia inmerecida que aprenderá a traducir en un entusiasmo ostensible por la lealtad demostrada. A partir de la firma del presente documento, la dignidad de la señorita Do Céu se limitará a observar en todo lugar y circunstancia una obediencia ciega hacia su único dueño, a quien sólo podrá dirigirse verbalmente cuando tras haber realizado una genuflexión éste se lo autorice. 

»En virtud de este contrato, el señor Earthing adquiere el privilegio exclusivo de castigar a su esclava tanto por los errores que pudiera cometer como por pura diversión, puede privarla de los miembros más apetecidos de su cuerpo cuando haya antojo para digestiones exóticas e, incluso, causarle la muerte si ello le place, con lo que la señorita Do Céu asume desde hoy la renuncia expresa a la propiedad de su persona en favor de su amo.

»En el caso de que el señor Earthing otorgase la libertad a su sometida, la señorita Do Céu acepta nublar en el olvido las humillaciones que como esclava haya podido padecer, e igualmente se declara conforme con el propósito de no tomar venganza ni emprender acción legal alguna contra su antiguo amo, que queda exonerado así de cualquier responsabilidad moral, jurídica y material.

»Para dar validez al acuerdo, firman con sus genes ambas partes...» 

En el reverso del impreso testimonial, alguien había garabateado con alta tensión emotiva estas jugosas líneas, presumiblemente el enamorado que vindicó la privación de su musa antes de vaciarse a sí mismo repostando insulina:

«Ninguna pieza casa, ninguna. Existe una desproporción tremenda entre las prioridades de mi espíritu y el funcionamiento del mundo exterior. Soy uno de esos raros tipos a quienes les desagrada ocasionar problemas a los demás; lejos de querer agradarlos, evitarles dificultades es el medio menos rudo a mi disposición para dar a entender que nadie me las debe provocar: para empresas nefastas yo solo me basto. 

»Sé lo que es luchar, y tanto, que ya sólo lucho para no luchar. Probanza de hazaña estoica o demérito de penitencia, de perversidad hago osadía por llegar a ser mi más cruel antagonista, por eso en la batalla que subsiste tras las primeras batallas tengo como enemigo numinoso al propio desinterés, lo que de por sí constituye un cepo de traición, pues combatirlo implica consentirse interesado por él. Para Quevedo, un viejo retador de sueños muertos y notario, en consecuencia, de fiel puñal en pluma fiera, "la vida del hombre es guerra consigo mismo, y que toda la vida nos tienen en armas los enemigos del alma, que nos amenazan más dañoso vencimiento". Vencido por la victoria "sin esperanza, sin miedo" que me adelantaron los gladiadores romanos a luz procaz del furor con el beneplácito de los Antoninos o en pendencia de mandracho capitaneada por el fumista Caravaggio, hubiera podido hacer con mi vida cualquier cosa que me hubiera propuesto, salvo la de proponérmela; hubiera podido llegar donde quisiera... de haber querido partir. Mi pasividad es una acción de guerra que deja como secuela la fosforescencia de crímenes impunes contra mi individualidad, contra mi linaje y hasta contra mi humanidad, suponiendo que la violencia cósmica que llevo dentro me haya enseñado un regüeldo de lo que significa tenerse por humano.

»Exhausto de acosar la eterna reinvención del santo orificio en sus ojos, que siendo fueron fulgor de nada y ahora lo son todo en ausencia, perdí pronto la inocencia porque fui demasiado inocente para conservarla. Me veo el fin de ser sin fines, ese condimento no entra en mi paladar, al que abrasan mis dientes crujidos de desgarrar el centro inmóvil de la ilusión bajo la costra supurante de lo real. Que otros recojan mis despojos y hagan maracas ceremoniales de vudú con las partes más olorosas, acaso también las más armónicas. ¿Amor? Hubo una época en que senté plaza en el patíbulo, y desde entonces la poca sangre que me bulle en esta mi casa de suspiros apenas basta haberse bulas para difuntos cuando ella, dándose a una fuga irreparable, me ha condenado a danzar por empacho de despechos en esta brecha que abro de un tajo en el tiempo».

Los cronistas canónicos pretenden hacernos creer que Juan el Evangelista, a quien atribuyen la narración del Apocalipsis, bendijo un cáliz de vino ofrecido con malignas intenciones y al hacerlo logró expulsar el veneno, que adquirió de inmediato el aspecto de una víbora áspid. Discrepo. Según mi tortuosa visión, que quizá coincida con la de Piero di Cosimo, autor del lienzo, se trata de la pervivencia pagana del viejo culto hermético a la serpiente como animal totémico del conocimiento. Lo sé, porque me la he bebido...

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