8.6.10

DE FERVORES SALVE EL EXTRAVÍO


Y el círculo se cierra cada vez más alrededor de los pocos que aun sean capaces del gran disgusto y de la gran rebelión.
Julius EVOLA
Imperialismo pagano

Una de las características más llamativas de los sistemas totalitarios es la porfía aplicada a reducir el factor humano, en sus más vastas y variadas expresiones, a una mentalidad centralizada con el resultado de que las partes involucradas se ven sometidas a una mutilación progresiva como fase indispensable en la obtención de un producto social homologado. Bajo la óptica totalitaria, el mundo es un cuerpo que debe sincronizarse con los rendimientos de la doctrina enarbolada y, a tal efecto, no sólo pretenderá amasarlo para darle la forma axiomática preconcebida, sino que buscará reemplazar su contenido por un denominador común estable a través del cual quede sacralizada la conformidad en franca y lisa armonía. Es lo más parecido a una inseminación forzosa del sujeto por un proyecto de engendro indiferenciado a cargo del Estado donde el acto de subordinación de la naturaleza a una idea absoluta demuestra que las granjas también sirven para criar hombres mediante la extracción de lo dado en beneficio de lo previsto. Por supuesto, existen otros sistemas autodefinidos como «democráticos y pluralistas», que por su oposición aparente a los anteriores voy a llamar parcialitarios, en cuyo seno todo lo que es particular adquiere el acceso a la patente igualitaria de generalidad en virtud de los derechos reconocidos a cada visión (siempre que no vea demasiado...) dentro de la postura oficial que, en teoría, consistirá en el mantenimiento de un contexto jurídico que los salvaguarde. Sin embargo, al aceptar que todos están en un régimen de equivalencia y cada uno constituye una regla por derecho, sobre la comunidad recae de hecho otro tipo de perversión no menos flagrante: lo bajo debe ser elevado, lo alto rebajado, lo raro normalizado, lo deficiente protegido, lo sobresaliente cercado, lo áspero suavizado, lo brillante atenuado y lo fuerte debilitado porque todo, contra el menor impulso de certeza y autenticidad, ha de estar al mismo nivel. Obviando el pesaroso juicio que me inspira una economía calculada para que una minoría, a la que no se le exige ningún atributo especial, atesore los principales recursos a costa de condenar a la muchedumbre a unas condiciones de vida en muchos casos bestiales (recordemos el principio del 80-20 enunciado por Pareto), los modelos parcialitarios de compensación se exceden en su vocación de eliminar las desigualdades naturales y dejan, por el contrario, intacto el saqueo camuflado tras el orden como si uno mismo fuera responsable de evitarlo o padecerlo. En una sociedad bien administrada, la distribución de la riqueza no constituiría un impedimento para fomentar las diferencias basadas en las capacidades individuales y, por un motivo análogo, los privilegios artificiales que dependen de factores ajenos a las propias aptitudes, como por ejemplo el nacimiento en un familia adinerada o en una región depauperada, tendrían que ser neutralizados con vehemencia a fin de que las limitaciones para el desarrollo personal se deban más a circunstancias privativas que a causas relacionadas con el reparto de la propiedad; pero puesto que la naturaleza no nos ha querido idénticos, resulta absurdo combatirla desde la política con medidas que en vano la violentan, entre ellas la ceguera humanitaria y charlatana que halaga a la plebe, enemiga de cualquier brote de significación por encima de la coacción numérica y del integrismo mercantil que encarrila las últimas señales de vida inteligente hacia una bacanal de escaparate: la santificación del éxito, instaurada por la religiosidad laica del progreso, como elemento perfecto de cohesión para la tribu global. Se me objetará que la masificación que repruebo y sus desviaciones nada tienen que ver con las bondades democráticas, que no existe una relación causal entre el ascenso de los mediocres y el pensamiento liberal que incubó esa pasión tan vulgar de rendirlo todo a los pies de cualquiera. Y si no tengo reparos en admitir que una democracia efectiva solo se manifiesta en un ámbito de confianza donde los participantes se sienten semejantes y como tales quieren coordinar las decisiones que les incumben, ¿por qué no extrapolar este principio a colectivos de mayor envergadura? Sencillamente, porque de lo que es correcto a determinada escala no siempre pueden deducirse patrones funcionales en otras proporciones, y donde difícilmente alguien tiene interés en evaluarse como igual al vecino la democracia formal no sólo pierde su valor de uso, sino que degenera en un abuso que tiende a volver estructural lo que en origen era un compromiso coyuntural. Creo que la palabra clave es selección. ¿Acaso debe valer lo mismo el voto de un ciudadano que contribuye con su esfuerzo salarial a los servicios públicos frente al de otro que evade impuestos poniendo su fortuna en un paraíso fiscal? ¿Y el de un trabajador eficiente y emprendedor en comparación con el veneno que segrega el embaucador profesional que dice haber jurado la renuncia de los placeres terrenales por la salvación de su alma cuando, en realidad, su vocación parasitaria supone una carga onerosa para los demás? ¿En qué medida es justo que se equiparen los votos emitidos por un genio y un estúpido, o por un nativo culto y un extranjero inadaptado que apenas conoce el idioma? ¿Qué hay de la increíble distancia que separa la suficiencia de criterios de alguien que ha hollado tierra extraña para contrastar su experiencia con la de gentes acunadas bajo otros cielos?, ¿cómo hacer parangón con la rigidez de quien ignora hasta el sabor del picante o el gusto de concederse la improvisación de un otoño índico? ¿Por qué la altura de conciencia que representa la abstención activa ante una situación que solo ofrece una oportunidad de elección entre opciones viciadas se contempla con recelo, en vez de como una fuerza libre que atestigua en su discrepancia una actitud eminente? La igualdad puede ser un medio útil y deseable hasta cierto punto, pero como fin es temible. Por ello, desvinculándome de los sistemas totalitarios y parcialitarios sobre los cuales he disertado a mi azaroso arbitrio, concluyo por fin recomendando una revisión asimétrica del sufragio universal, porque si aceptamos que el dictamen de todos los actores implicados en un grupo cuenta sin necesidad de que estos sean iguales en obras, saber y potencia (ni falta hace), lo idóneo es que cada voto tenga un valor distinto en función de la calidad que posee quien lo da.

Interpretada como una versión del sacramento cátaro Endura, una especie de bautismo a la inversa o suicidio ritual asistido, la imagen procede de la página 75v del Manuscrito Voynich conservado en la biblioteca Beinecke y escrito por un autor anónimo en una lengua incomprensible que, desde hace cinco siglos, ha dado muchos quebraderos a los estudiosos.

3 comentarios:

  1. Brillante ensayo político que denuncia los peligros de la igualdad como fin de la sociedad, sobre todo a nivel de poder decisorio, porque no podemos estar en manos de gente que legitima con su voto a su banda de politicastros para que desfalquen las arcas comunes. Inaceptable.
    Personalmente creo que sólo deberíamos llegar a asegurar la igualdad en capacidad de manutención y supervivencia, pero no en derechos políticos que deberían derivar del grado de participación que un ciudadano ejerza respecto a la administración común.

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  2. Esa nivelación que expones viene como pedrada en ojo de boticario, pues por “niveladores” (levellers) se conocieron a los primeros en introducir la idea de igualdad en política, arguyéndola de las puritanas que concebían la iglesia como una sociedad de iguales.
    Por otro lado el sufragio universal asimétrico o sufragio desigual tiene sus referentes en la historia, pero para privilegiar a la clase dominante: en Inglaterra, hata 1948, los lores terratenientes podían votar en varias jurisdicciones si probaban su vinculación a todas ellas y también hasta esa fecha existieron colegios de titulados universitarios cuyos votos poseían más valor que los ordinarios, tal y como ocurrió en España con la creación de colegios especiales por la ley electoral de 1890.
    Democracia y estado liberal han mantenido un tira y afloja por arrogarse el núcleo de poder del derecho natural – el “bien cómun” – tensión encarnada en las nociones de “voluntad general” de Rousseau y los derechos individuales de Locke. Algunos han querido zanjar esta cuestión irresoluble con el advenimiento del estado del bienestar, pero éste no ha hecho más que darle carta blanca a la tiranía de la mayoría. Si el fin de la democracia es garantizar la libertad, el objetivo de la mayoría parece ser el de destrozarla, por eso desde que descubrí a Nozick estoy con él cuando antepone para la validez de la justicia el principio que dice que todos los individuos sean considerados como propietarios de ellos mismos.
    Para rematar la faena, no hemos de olvidarnos del eje motriz de esta pesada maquinaria: los partidos políticos. No por conocido deja de turbarnos el hecho de que los partidos, además de las sustanciosas subvenciones públicas que ellos mismos se adjudican, obtengan una parte importante de su financiación mediante donaciones de empresas, préstamos bancarios, particulares adinerados y cualquiera que desee medrar en el negocio. Por esta y otras razones, la definición exacta de los partidos es la de “Cartel Parties”. Y ya sabemos lo que es un cártel y lo poco o nada que le interesa al establishment económico que se dé una democracia como vía natural por la que circule su tráfico; baste recordar el ejemplo dado por la CEOE, creada en 1977, al no posicionarse públicamente a favor de la democracia hasta el "prieta las filas", ahora en torno a Juanito, que supuso el mal adjetivado fallido golpe de estado de 1981.
    Con este panorama a nadie extraña la proliferación de partidos fascistoides, encontrándose en Europa un clima tan indeterminado como el que dio pie al surgimiento de representaciones corporativistas del tipo blanquista francés, gremialista inglés o krausista español, y que en la actualidad podríamos sintetizar en ese popurrí inventado por el radical Guillaume Faye llamado arqueofuturismo.
    No puedo seguir, escucho los pasos del funcionario.

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  3. Ernesto, aun a riesgo de sonar irónico, es un placer compartir sospechas y temores.

    Raúl, excelente aportación.

    Los levellers resucitaron el espíritu del cristianismo primitivo, que en la idea aberrante de que todos somos criaturas de Dios regidos por una misma ley moral (idea, como es obvio, propia de esclavos resentidos que anhelan la unidad en la debilidad) pone el cimiento más duro sobre el que sustentarán los colectivismos posteriores, desde las herejías milenaristas hasta los estados absolutistas de corte soviético. En cuanto a las nociones iusnaturalistas de la igualdad, me resultan tan falaces como las positivistas: ya he referido en otras ocasiones que el origen del derecho responde a la necesidad de una consolidación de un estado de cosas dentro de la ley de la selva, pero como en el zoológico humano ninguna relación de poderes es pura, completa y homogénea, la doctrina jurídica suele estar trufada de conceptos que contravienen, en diversos aspectos, los intereses fundamentales de la clase dominante: algunas concesiones parciales a los sometidos y abundancia de señuelos para los osados. En esencia, se mantiene aquella máxima de Solón que comparaba las leyes con las telarañas porque enredan lo leve y de poca fuerza pero nada pueden contra lo mayor, que las rompe y se escapa: he ahí la selva de la ley. Incluso Hans Kelsen, uno de los grandes pensadores del derecho, tuvo dificultades para hallar una justificación trascendente para el mismo, teniéndose que conformar con la chapuza de lo que llamó "grundnorm", una "norma fundante básica" que remitía, no podía ser menos, a una hipótesis primaria que impide ser cuestionada. Vaya maniobra.

    Soy consciente del tufillo clasista al que puede dar lugar una lectura poco atenta de mi texto (no es vuestro caso), lo que respondería en buena medida al condicionamiento demagógico del que hemos sido objeto durante varias generaciones en la cultura occidental, cuyo culto al capital también se ha beneficiado de los valores judeocristianos acerca del papel del hombre en la Tierra (recuerdo ahora el ensayo de Weber sobre la ética protestante y el liberalismo). Nada más lejos de mi intención que proponer una jerarquización social a partir de privilegios postizos, al contrario: prefiero disponer lo material cual llanura donde resalten mejor las cimas del espíritu. Existe una jerarquía espontánea que deriva de la autoridad (no del "puesto" ni del "cargo" ni del "prestigio", ojo) y es a la que he querido aludir porque entiendo que la medida de la libertad radica en la solvencia para ampliar las dimensiones del sujeto, en el autoapoderamiento. Cuando aconsejo la instauración de un sufragio asimétrico trato de encontrar un instrumento sensible a los matices que permita al individuo desenvolverse sin sufrir los excesos y veleidades de las masas, cuya psicología se mueve por resortes en los que no confío.

    Muy oportuna tu cita de Faye, que junto con Alain de Benoist es uno de los artífices de esa curiosa y enérgica síntesis de filosofía nietzscheana, neopaganismo, antiamericanismo y sociología desmitificadora a lo Michel Foucault. También es uno de los fundadores del movimiento intelectual que, con muy poco acierto, se ha llamado "Nueva Derecha". Algún día escribiré sobre el maniqueísmo y la extrema confusión que propicia el viejo eje izquierda-derecha.

    Por cierto, tengo problemas al reproducir el impagable vídeo sobre "el golpe del golpe". Intentaré verlo por otros medios.

    Saludos.

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