Damien Hirst, The Virgin Mother |
GOETHE
Fausto
A despecho de que la mayor parte de la humanidad crea saber lo que le conviene, la ingenesia repele a tantos asidos al trueno ribonucleico como ofende asumir el veredicto de ser unos malnacidos; o por decirlo con mayor comedimiento, de haber nacido en vano por una vana presunción.
Con todo el proceso de encefalización que todavía sea posible aducir en favor de la flexibilidad cognitiva de la especie humana, la presión numérica a la que debe su éxito arrasador, y a la que presumiblemente deberá su extinción en condiciones calamitosas, explica también el atolladero al que está destinada la lucidez individual en el seno de la naturaleza y no porque aquellos que poseen características hereditarias más ventajosas a nivel adaptativo dejen más descendientes, sino porque estos definen como una desventaja, por mero descarte generacional, las características que dejan de transmitir quienes en virtud de motivos reflexivos, no a causa de una imposibilidad fisiológica, eligieron no multiplicarse.
Enuncia el mandamiento evolucionista que las variaciones favorables a un organismo son las que incrementan sus probabilidades de supervivencia y reproducción, o en términos más próximos a nuestra perspectiva histórica, las que refuerzan cuanto hay de automatismo fértil en el proyecto humano, pero desde la victoria de los planteamientos darwinistas se tiende a restar importancia al hecho de que la biología es un campo sujeto a los irremediables caprichos del azar, cuando no a presentar bajo una máscara antropomórfica el sistema de la naturaleza, al que se le asigna el propósito selectivo de un agente consciente orientado de acuerdo con un plan donde las transformaciones que tienen cabida responden a una finalidad predeterminada, desarrollan una teleología. Exceptuando la última palabra que pueda proferir la ingeniería genética en lo sucesivo sobre modificaciones humanas dirigidas con una intención objetiva, y hecha la salvedad de los cruces entre linajes de alcurnia, así como los que se sabe que algunos amos esclavistas pusieron en práctica con la voluntad pecuaria de mejorar la raza de subyugados, durante el lapso que ha ocupado el simio sabidillo sobre el planeta solo debería hablarse, en puridad, de selección inversa, una potencia sustractiva que tiene por artífices, en cada hornada, a los hombres y mujeres que optan por su retirada del mercado reproductor pese al imperativo social, aún vigente, que desde épocas remotas ha tachado esta conducta. Como si de un muro alzado con disparates se tratara, el homúnculo que hoy se tambalea por el mundo es el que los resistentes al apareamiento no contribuyeron a perpetuar en edades pretéritas; asimismo, tampoco del pelele que se arrastrará por el futuro se podrá culpar a los infecundos del presente.
La aptitud evolutiva es una magnitud tan relativa que se define en función de mutaciones y de las circunstancias cambiantes del medio, extendidas a lo largo de los millones de años que sirven de cómputo al tiempo geológico. Después de tamaña epopeya, llegados a este lado del corredor genésico, el olvido, útil colaborador de los sesgos culturales de nuestra estirpe, ha desdibujado que somos el resultado de ancestros cuyas contrahechuras fueron ganando a la suerte la apuesta encadenada de sus gametos. Ahora bien, ¿es esta una razón suficiente para calificar de malvados a los procreadores desprovistos de escrúpulos cuando ya Schiller anunció que «ni aun los dioses podrían vencer la estupidez»? ¿Acaso es válido execrar la persistencia en el error amado por la multitud de enconadas y encoñados que creen representar algo más que un apaño dentro de la deriva genética a la que está sometida su especie? Según la navaja o principio de Hanlon, no se debe atribuir maldad a lo que puede ser imputado a la fuerza de la necedad. Y con franqueza, no sé qué es peor.
La aptitud evolutiva es una magnitud tan relativa que se define en función de mutaciones y de las circunstancias cambiantes del medio, extendidas a lo largo de los millones de años que sirven de cómputo al tiempo geológico. Después de tamaña epopeya, llegados a este lado del corredor genésico, el olvido, útil colaborador de los sesgos culturales de nuestra estirpe, ha desdibujado que somos el resultado de ancestros cuyas contrahechuras fueron ganando a la suerte la apuesta encadenada de sus gametos. Ahora bien, ¿es esta una razón suficiente para calificar de malvados a los procreadores desprovistos de escrúpulos cuando ya Schiller anunció que «ni aun los dioses podrían vencer la estupidez»? ¿Acaso es válido execrar la persistencia en el error amado por la multitud de enconadas y encoñados que creen representar algo más que un apaño dentro de la deriva genética a la que está sometida su especie? Según la navaja o principio de Hanlon, no se debe atribuir maldad a lo que puede ser imputado a la fuerza de la necedad. Y con franqueza, no sé qué es peor.
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