—Porque así se tarda más en hacer el recorrido y se piensa mejor dónde va uno, hijo.
José Luis CUERDA
Amanece, que no es poco
A despecho del tumulto insignificante suscitado por las redes sociales y los eventos multitudinarios hipertrofiados alrededor de cualquier bagatela seguida por miles o millones de homologuistas, sabemos en el fondo que nuestro mundo es enormemente estrecho para el alma, de ahí que de ordinario sus mecanismos de subsistencia y progresión sean tan desalmados. Ante nosotros, la Tierra se encoge mientras las mentes son descuartizadas por la inmediatez ecuménica, ciégase en los rostros como un borrón generalizado la incógnita del porvenir y, relegada a los resquicios de la aventura individual, asoma su mirada subrepticia, libre de esperanzas mesiánicas y curada de nostalgias de redención, el emboscado que desafía, con recursos propios de un cazador-recolector adaptado a los suburbios liminales de la realidad, los paradigmas de la cultura niveladora que exalta lo peor de la condición humana en la tendencia a homogeneizar los seres y mina lo más valioso de ella, cual es la confianza en uno mismo para disponer de sí fuera del esquema que reproduce en cada novedad, sin alternativa ni ganas de inventarla, los maquinales sistemas de dominación que conocemos. Sucumbe el dios pero subsiste la función, luego la función se erige en refugio del anhelo de trascendencia y este, a su vez, en la razón última para remitir a un destino irreversible todo cuanto se revela inadmisible.
Sería más esclarecedor para una historia congruente de la incongruencia que llamamos sociedad decidirse a interpretarla desde las dos directrices básicas que, sin menoscabo de otros operadores del comportamiento, intervienen en su devenir: el principio de control y el principio de autodeterminación, o lo que es igual, a partir del campo que media entre la propensión a encuadrar nuestras relaciones dentro de alguna rigidez definida como canon de normalización y el dinamismo espontáneo que reconoce la existencia de otros focos de legitimidad. Son polos entre los cuales se manifiesta una tensión permanente, un verdadero tira y afloja tan figurado como literal, amén de las estrategias de asedio y los procedimientos laterales de consolación que reformulan sus respectivas competencias, hecho este que se precipita también muy ligado a la mudanza de objetivos que ha tenido lugar en la era agonizante que aún estamos aprendiendo a sobrevivir, donde el paso de la necesidad de ver mundo, que ha sido un fuerte estímulo de la capacidad simbólica de la psique a través de los ocasos, ha degenerado en la obstinación por conseguir que el mundo lo vea a uno. Y como al ser humano no se le da bien crear sentido a partir de su experiencia sin activar su insuperable vocación de forjador de signos en la fragua de su desconcierto original, la mutación modal a la que aludo ha saltado de reverenciar el punto de vista a disolver la atención en la visibilidad del punto que la interioridad menguante sufre, creyendo gozarse, en el régimen líquido de la nueva imaginería. Hoy ser consiste en ser visto, la personalidad se reduce a una secreción o secuela de la popularidad, y puesto que solo tiene sentido aquello que ha sido likeado y linkeado, el sujeto, convertido en una especie de anémona promocional de sus asuntos, más que ir hacia el entendimiento del otro lo provoca para que acuda al espectáculo de sus tentáculos. Ya no cuenta la calidad del contenido, sino la eficacia del reclamo: por el envés y por el haz, el medio es el producto final... Si supiera rezar, pediría a los númenes que esta civilización redondee su némesis antes de que sea patentado el dispositivo que dote de transparencia a la opacidad que cubre el pensamiento en los tratos con el prójimo.
A falta de corolario para mi pataleta, convengo cierto —o menos incierto— que un hombre seguro de su singularidad no rehusará comulgar con aquello que lo subleva hasta haber probado y comprobado el valor que puede extraer de sus abstenciones, mas parece que no hay grieta por donde zafarse de los chantajes de la conectividad en masa, que mucho tiene de electrocución en ciernes, sin pagar caro tributo a los conglomerados del pretendido orden que quiere volvernos cerdos reticulares, animales de los que virtualmente todo sea aprovechable para el pegote global. Y si no, para los huraños, para los demasiado sensibles o desintegrados, siempre habrá un huequito, un acceso directo a las fosas sépticas de la historia.
Veoq que vimos/admiramos la reposición de Amanece que no es poco, con ese magnífico Nge que no es negro, sino "minoría étnica", y donde aparece el padre del cantante Jero Romero cantando una copla antes de irse a cuidar de la mula que estaba de parto. Pero yo entro para fijarme en lo que aparece como decorado de la argumentación y es, en si, tesis escalofriante: el bodegón del cardo, de Cotán. La afición al bodegón me parece propia, David, de gente que ama demasiado la vida, puesto que incluye en ella hasta las naturalezas muertas. No hará mucho se estrenó una película inglesa, Still Life, aquí traducida horrorosamente por "Nunca es demasiado tarde", de Uberto Pasolini, que me parece algo así como la animación del bodegón, ¡una maravilla! En fin, diculpa la intromisión/bagatela, pero Cotán es mucho Cotán...
ResponderEliminarSi admirar es lo mejor que un humano puede hacer por la obra de otro humano sin envidiarlo, admiración es lo que siento por los bodegones (o naturalezas muertas) y las vanitas a las que me he acercado con instintiva afinidad desde muy joven, quizá demasiado, ya que el hábito estético no me había permitido reparar en la sutileza —¡ahora evidente!— de tu observación cuando detectas en dicho gusto un síntoma inequívoco de amor por la vida... con oscuridad mediante. Pienso ahora en los grandes tenebristas, como Caravaggio, y la rebosante e incluso desaforada sensualidad que cultivaron en paralelo a su vocación artística.
ResponderEliminarA propósito de la película Still Life que sugieres y no he visto (tomo nota), he leído una buena reseña por aquí que también pondré en la balanza.
Y en cuanto al toledano que ha suscitado tu intervención, no te falta argumento: es mucho Cotán.
Gracias, Juan.