22.5.14

MEDITACIONES DESCALABRADAS

Incesantemente extraviamos nuestras ideas. Por este motivo nos empeñamos tanto en agarrarnos a opiniones establecidas.
Gilles DELEUZE y Félix GUATTARI
¿Qué es la filosofía?

El mayor hipócrita no es quien defiende el valor social del fingimiento, sino quien hace apología de la franqueza por la comezón de purgar la inevitable falsedad que sustenta las primeras, verdaderas intenciones.

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¿Cuántas veces no se confina la razón sino al anexo retórico de un absurdo por miedo a quedarse a solas con la locura que viaja esposada a ella?

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Refracciones narcisistas. Hoy es uno de esos lagos de tenebrosa claridad en que la sensación de ser idiota se me ha estancado en el tiempo. Hoy sólo vale cansarse de vivir sin que haya un motivo para ello —los motivos sirven para perdurar, y el tormento es de una insolencia inservible.

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La inteligencia segura de sí misma no se arredra ante la necedad en la que hallará un tónico pasajero para tolerar sus dolorosos descubrimientos en otras áreas.

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Derviche. Dar vueltas una y otra vez sobre sí mismo es la única manera de recuperar el equilibrio que nos falta, aunque sea a costa de horadarse más y más hacia dentro, por el centro de la nada.

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Cuando la parafrenia, el olvido u otra forma de echar tierra sobre las cordilleras cortantes de la memoria resulta impracticable, deploramos a quien nos abandonó no tanto por el vacío impuesto a los sentimientos como por la llaga que supone para el orgullo: se adelantó a nuestro designio.

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Incluso en el paraíso, encontraría argumentos para plantear objeciones; incluso en las más diestras objeciones, encuentro fallos que merecen acabar en el infierno.

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Levantarse cada mañana, ¡qué insensatez! Acostarse cada noche, ¡qué perdición! 

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Después del ensalmo. Por diversos que puedan parecer los derroteros individuales, todos los fundamentos para actuar terminan entrando en un callejón sin salida que el ambicioso se esfuerza en desdeñar, el entusiasta ignora mientras duran sus proyectos, el religioso confunde con un horizonte inescrutable y el disidente de la existencia, agobiado de engañarse a sí mismo tras la sedición de sus facultades contra el imperativo de hacer lo que sea, recorre clandestinamente hasta chocar contra el muro donde gritará el ¡basta! de su última blasfemia.

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Más feroz que la lucha por las necesidades básicas es el combate por los caprichos que mueve los episodios cruciales de la historia.

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En la deriva que media entre el nacimiento y la muerte, la única experiencia que no hace disminuir al sujeto es el suplicio; pero este apetito supino por no venir a menos procede de una idea tan estrecha, tan impropia y propiamente tan humana...

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Lo que más ofende de la ofensa recibida es que aparezca subordinada a un causante particular, que el responsable de su origen sea un congénere, con lo grandioso que sería poder atribuírsela a una magnitud de orden superior, como Dios, el Universo o el Destino, catástrofes puras, sin el contagio fatídico de una intermediación simiesca.

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El mal ajeno no excusa el nuestro; exclusivamente, lo amplifica.

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A modo de contraste axiológico y examinando sus huellas criminales, la nación alemana ha hecho y amenaza con volver a hacer padecer a las circundantes su insuperable discapacidad para el escepticismo, mientras que la española, tantas veces acusada de fanatismo por rivales históricos que no fueron menos convulsos en la difusión de sus gentes, asumió durante centurias la misión autodestructiva de cumplir hasta el marasmo su falta de convicción para conformarse con los bienes de este mundo, en los que hundió sus católicas garras de barro para desgracia de propios —la mala pata proverbial de una mala patria— y envidia de los carroñeros que aguardaban el momento de abalanzarse sobre los despojos. Los alemanes, lastrados por su sentimiento de pequeñez, siempre han conspirado para tenerlo todo; los españoles, teniéndolo todo, se dejaron venir a la nada que somos. Odiados, vilipendiados, saboteados y, en extrema instancia, agotados de ser en solitario más de lo que pueden ser, todos los imperios se hunden arrastrando más de lo que erigieron, quedando marcados para la posteridad con un excremento de leyendas negras que se divisará más allá de lo que sus descendientes quisieran. En cuanto a los experimentos de chinos, rusos y anglocabrones, debido al vertiginoso volumen de atrocidades cometidas en nombre de sus respectivos dogmas políticos y al hecho de que todavía no han proferido su última palabra, merecen un tratamiento que excede el propósito de esta, ya larga, reseña.

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Hay revelaciones que sólo atañen a uno y uno sólo las desentraña a través de los otros.

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Satrapías de la insaciabilidad. Lo que tienen en común los pecados capitales es la función de esclavizar mediante aquello que halagan. De todos ellos, la envidia y la avaricia son, con diferencia, los más diabólicos: además de atar el detrimento propio a la fortuna de los demás, en cuya comparación de medida encuentra el desmedido su flagelo, quien sufre sus picaduras desconoce la posibilidad del hastío que precede a la serenidad. 

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Benévolos y malvados se ponen de acuerdo al condenar por separado la irresolución; ni siquiera el irresoluto, que no se sabe en posesión de certeza alguna ni acierta a definirse en su vaguedad, puede estar conforme con su estado de baldía incertidumbre. Al lado de la indecisión, a cuyas virtudes indeterminadas nadie ha logrado entonar alabanzas persuasivas, hasta las ideas más ariscas e inamoldables degeneran en capilla.

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Los dioses nos crearon con el afán de resolver sus propias dudas, tal vez sin sospechar las perplejidades que ellos iban a suscitarnos.

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Ningún golpe presentido se encaja necesariamente mejor que el imprevisto, pero anticiparlo nos concede el beneficio de creernos sabios en las encrucijadas de la adversidad.

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Derecho primordial de los paridos. Quien no ha sido abortado, tiene desde que nace el pleno deber de morir.


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Se conecta con el espíritu de nuestra época cuando se siente con pujanza el deseo de exterminarlos a todos, conocidos y desconocidos, sin sofrenarse ante uno mismo al tropezar con él.

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La actividad imaginaria me salva de los asesinatos que no hay día que pase sin ganas de cometer al poco de pisar la calle. ¡Y pensar que algunos paisanos me miran con ingratitud recelando de la potencia de mi fantasía, su seguro de vida!

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El remordimiento constituye para las emociones una prueba palpable de que aún se está con los hombres y puede uno detenerse ante el efecto de sus lamentos. Para la inteligencia, por el contrario, no es más que una mácula de humildad que afea su vocación de independencia.

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Eso que me ha crecido en el ariete del goce me sirve, al menos, para cerciorarme de que la misma indiferencia que solemos adoptar con relación al reino de lo microscópico es tan engañosa como la que los potentados dedican a los súbditos.

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Mi ineptitud para ser un impostor explica por sí sola mis dificultades para abrigar una fe que me permita morir en paz o, en su defecto, abrigarme en un amor que me impulse a vivir sin mayores agonías.

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¡Cuán poco ha sufrido quien cree que los padecimientos restan vida al espíritu que los soporta! El sufrimiento arma al débil con sentidos más poderosos que el mejor de los argumentos y pone al fuerte en el dilema idóneo para templar su resistencia.

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Una de las argucias que más me anima a creer en mí es la de seguir decepcionando a todos cuantos esperan verme sucumbir a una ilusión.

Noveno arcano, correspondiente al Ermitaño, del Tarot of the Underworld diseñado por Hans Ruedi Giger, artista que desde el día doce descansa, o así lo alucinamos, en el inconsciente universal.

2 comentarios:

  1. Vaya, el tormento de tu tono, impecable en algunos aciertos estilísticos, parece haber superado al mismo Cioran en la aridez de sus contornos. Espero que encontrar un sentido y un centro cósmico en la tortura vacua de uno mismo sea no más que una fase primitiva en la evolución de la larva que somos, una Noche Oscura del alma que algunos hemos vivido en alguna medida, y no que se convierta en un método estanco ni en un plan de vida, que a la postre no lleva sino a echar espumarajos por la boca y morir aturdido en un ataque de epilepsia de lo más triste.

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  2. Perpetrador, poca luz cabe añadir a tu espléndida descripción. Durante todos estos años de inocencia y de experiencia, hemos intercambiado suficientes conocimientos y descarríos para trazar, figuradamente, nuestras respectivas sendas con escaso margen error, de modo que no te sorprenderá que tales torsiones del ánimo, próximas, en sus circunvalaciones, a la epilepsia semántica, y, no puedo negarlo, proclives a emitir algún que otro espumarajo conceptual, representen para mí una danza catártica alrededor de ese punto primordial, unidad axial o centro inmóvil donde se resuelven las oposiciones, enclave que tú has mencionado como centro cósmico.

    Antes que adoptar un método o programa, a los que nunca he sabido restringirme, llevo en mí un conato de perversión que consiste en arrojarme de pleno a la circunferencia, donde las fuerzas desintegradoras son máximas y la ecuación del vértigo en el ser que lo contiene vacía temporalmente sus incógnitas.

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