24.3.12

BALADA DEL INTRUSO


En el mundo del éxito, el fracaso es altamente revelador.
Kostas AXELOS
El pensamiento planetario

Estoy sepultado hasta el cuello con las pedregosas tierras calizas de algún paraje perdido en la llanura manchega. El sol juega a confundir los tramos horarios moviéndose en secreto tras una pantalla de nubes inexpresivas cogidas con grapas de luz por puntos que a primera vista no revelan el orden caótico subyacente. La sed no es mi preocupación prioritaria. Sobre mi cabeza desnuda, coronada por una trenza de alacranes que no dejan de dar vueltas, varias águilas gravitan indecisas: quizá teman el veneno imprevisible de los arácnidos o los mordiscos desesperados de mi boca de lija. En la duermevela febril que ha precedido a mi abrupto despertar, el hilo quebradizo de mis pensamientos se desenrollaba alrededor de las magnitudes que utilicé recientemente en un breve artículo sobre las clases de personas, en el que mencionaba a los perfeccionistas, a los utilitarios y a los abúlicos como tipos esenciales. Las categorías de conceptos manejadas se volvían arenosas en su relatividad cuando las trataba de rodear con mi raciocinio, que cada vez más deshilachado apenas me permitía distinguir a unos de otros. Más que pensar, sentía que lo hacía, y lo que hacía en modo alguno bastaba para despejar mis oscilaciones filosóficas. Si la perfección es el estado de aquello que no admite más ni menos, lo perfecto ha de ser, por antonomasia, lo acabado, luego el perfeccionista es alguien que desea dejarlo todo en su definitiva e inmaculada conclusión, alguien que quiere acabar con todo, y, movido por esta idea motriz se abandona a su pretensión. Es, también y por tanto, un abúlico tenazmente hiperactivo, un entregado por abandono a su vocación completista o finiquitadora, lo mismo me parecía entonces. No menores problemas me planteaba el prototipo del interesado, ¿acaso no merece el adjetivo de perfeccionista quien trata de obtener la ventaja respecto a su pasado al evolucionar hacia un nivel superior de integración personal? Aquí volvía a ramificarme en argumentaciones difíciles de trasladar al lenguaje, y no sé de qué manera me topaba con la apatía, en principio más afín a los abúlicos, con que las enseñanzas del zen promueven la iluminación de la conciencia. Abandonarse, dejarse ir y venir, hacer nada, volición sin voluntad, pensar en no pensar... hasta improvisé la dudosa eficacia de verbos como ahacer, antiquerer e impensar. ¿Era la pulcra pero meticulosa dejadez del místico zen una versión minimalista del obsesivo y muy compulsivo aspirante a la perfección? En estas estaba cuando Freud se cruzó con mi desmadejada hilatura. Recordé vagamente sus teoría de las pulsiones humanas fundamentales, Eros y Tánatos. Eros englobaría las tendencias del sujeto para formar unidades mayores, como la sexualidad, o el impulso necesario para mantener la propia, como la autoconservación, mientras que Tánatos estaría relacionado con la ruptura que en el ser vivo se manifiesta por el deseo de disolución, de pasividad, de acceder a un estado menos organizado o anterior a la vida. En la balanza entre una y otra pulsión me encontraba cuando sentí el cosquilleo que los escorpiones producían en mi cráneo con sus patas, inquietos a causa de las extrañas vibraciones proyectadas por el trajín de mis imágenes mentales. Ahora, sólo consciente en su mínimo parcial del error que supone atribuirle a otros seres una inteligencia o estupidez similar a la propia, pienso que estas rapaces silenciosas carecen del menor interés por acelerar el proceso que tutelan desde la comodidad de sus tronos térmicos de vuelo, ya que con escaso esfuerzo podrían haber empleado su pulsión vital para desatar de la pulsión de muerte de mi voluble nimbo invertebrado. Tal vez necesiten ingentes cantidades de sentido freudiano para preservar el narcisismo de su majestuosidad exhibida con una estudiada ausencia de prisas. Las observo sin ser objeto de ninguna emoción, salvo de una incipiente y bastante paradójica admiración que me anima a celebrar de antemano su victoria. Musito: mi fuerza sobrevivirá en su plumaje. Sarcasmo: el mecanismo de mi racionalización, no. Creo que en realidad, dadas las circunstancias, sólo puedo hablar de una pulsión de fracaso con adornos y de otra de fracaso al descubierto; puesto que quiero sucumbir cuanto antes y de la mejor suerte posible, soy un perfeccionista que trata de obtener sin mover un dedo un beneficio nada decorativo de su rotundo fracaso. ¿Me refería a esto? En realidad, creo que es hora de decir que para un hombre de acción en los peligros de la vida reside la flor de sus misterios; también para un pensador, sobre todo para un pensador con bichos monstruosos ocupados en la circunnavegación de su sesera, los misterios de la vida a los que entrega su reflexión están llenos de peligros.

Sólo The Siren de Waterhouse me podía acompañar, a la debida distancia, en esta pesarosa tonada solitaria. Me sube la marea negra.

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