8.5.15

DE LOS TROPEZONES

Eric Kellerman, Fabric (serie)
La culpa es de los anuncios, señor juez. La culpa es de los anuncios porque cuando me pajeaba viendo a las tetonas de la tele, ponían mucha publicidad con niños y les fui cogiendo el gusto.
Guillermo ROSALEDA
Anecdotario criminalístico

Quienes me leen con asiduidad, lo saben; quienes empiezan a aficionarse, deben saberlo: erratas y gazapos procrean aquí mismo, a la vista de todos, con un celo tan descocado hacia el autor, que rara es la entrada exenta de contenerlos en el momento de ser publicada. Como la versión inicial de mis escritos dista mucho de ser la óptima dentro de mis posibilidades y la exigencia mínima es obtener de ellas una sintaxis fluida e inculpable de tara, durante los días inmediatos a la eclosión de cada texto reviso a contratecla sus componentes hasta expulsar de ellos cualquier conato de disfasia, labor de la que —¡ay!— nada conocerán los seguidores suscritos por correo al blog, ya que este medio, al contrario que RSS, no registra ninguna de las actualizaciones que sea menester introducir en el original tras el bautismo de ojos.

Acertaba sin duda Baudrillard al puntualizar que «ya no luchamos contra nuestra sombra, sino contra la transparencia». Con mayor disgusto del que quizá merezca el calibre de nuestros fiascos rectificables, hemos de asumir que es en la vaguada de esa lucha donde advertimos que las señales recurrentes de imperfección son parte esencial de nuestra rúbrica, un auténtico autógrafo hecho de farfullas y desdecimientos, de halas y joderes disparados contra el lapsus... si lo vemos.

6.5.15

LÁNGUIDOS COMPASES DE PRIMAVERA

Quien confía en las promesas de la Fortuna
y cree estar seguro en las riquezas de sus dones,
o cree que ella es tan amiga suya
que para él está en firme cualquier cosa o duda,
es demasiado necio, porque ella no es de fiar.
Es un estercolero de rica cobertura, 
que reluce por fuera y por dentro es basura. 
Guillaume de MACHAUT

Respeto demasiado a los hombres como para desear la supervivencia de la humanidad.

*

¿Qué mejor motivo para no ser un mierda que encontrarse el mundo hecho una mierda?

*

Quien custodia la evidencia es el mismo que la teme.

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Raro es el asilo de la pobreza espiritual que no está chapado en oro.

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Si la realidad te aplana, despega tu espíritu.

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Con frecuencia no es la gravedad de los asuntos terrestres, sino el peso del firmamento lo que impide a las conciencias elevarse por encima de los escasos palmos que la separan del suelo.

*

Depositó sus dudas ante el maestro que lo animó, siendo aún joven, a no regresar hasta haber encanecido: «Después de todos estos años, hafiz, con nada vengo de todas partes». Y el viejo mentor respondió: «Después de todos estos años, hafiz, traes contigo todo cuanto se necesita».

*

Los males de una época pretérita facilitan a las nuevas generaciones un elástico tesoro de comparaciones para minimizar los horrores presentes.

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Remar a contracorriente puede parecer absurdo a juzgar por el sentido de las aguas que huyen sin memoria de sus fuentes.

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Tropezar es lo primero que hizo el ser humano al erguirse y desde entonces, incapaz de recuperar el equilibrio, no ha dejado de correr para evitar estrellarse. Es el descalabro anunciado que algunos, procurando infundir ánimos a este atleta de lo azaroso, llaman evolución.

*

Recuerda que la primera ficción del hombre, como la última, tiene rasgos antropomórficos. Homo homini fabula.

*

A la postre, unos a otros nos serviremos de postre.

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Donde no hay pies ni cabeza sobran cepos y guillotinas.

*

El colmo de la cursilería sería recibir una invitación al propio ajusticiamiento rotulada con la típica tipografía de boda en una tarjeta rosa. En cierto sentido, algo equiparable hacen los partidos políticos cuando nos hacen llegar las papeletas electorales.

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Cuando el telón de fondo coincide con las caras de los actores políticos, la obra se desarrolla en otra parte, donde el público no pueda verla.

*

Leyendo sobre las disputas religiosas de los primeros siglos de nuestra era, echo en falta una herejía que hubiera tenido la coherencia de representar a Cristo aplaudiéndose a sí mismo a horcajadas sobre el travesaño de la cruz en lugar de clavado como un espantajo.

*

Por fuerza abre la noche los ojos a quien los cierra a los desastres del día.

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Soy tan joven como mis aullidos y tan vetusto como mis bostezos, pero en ambos registros me preside una luna tan inmune a la edad como la relación que he mantenido conmigo a lo largo del cambio.

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Madurar, otro eufemismo sobre el hecho de descubrirse atrapado en un desfiladero donde los ingredientes de la experiencia carecen de espacio para producir las resonancias de aquellos años en que el tiempo era gratuito no porque los días estuvieran menos contados o costara menos llenarlos de valor, sino porque no se apreciaba el acusado desnivel que obliga a desprenderse de la sobrecarga que, llegado el momento, también uno será para sí mismo.

*

La vida es maravillosa para aquellos que prosperan a fuerza de hacerla insoportable.

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Cada ilusión inhumada es un conocimiento desenterrado.

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Con el remanso de opacidades donde se escruta, la imaginación crece hasta tornarse insondable realidad vivida.

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Esperó agradecimientos de sus ofensores por haberlos perdonado y solo encontró ascos redoblados para condenarlos. No diré que mi país es así, pero así se las gastan por aquí.

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Prefirieron cargárselo dándole un cargo antes que cargar con su razón. Su pelotón de fusilamiento lo formaron nóminas cargadas de cifras contundentes.

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Las huellas del crimen componen el pavimento sobre el que mejor, más veloz rueda la historia.

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La rectitud solo tiene un camino y está lleno de dobleces. No hay pulcritud moral sin baños de sangre.

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Las espaldas del aporreado sostienen el Estado no menos que los brazos del policía.

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El paraíso fue un invento infernal concebido para refinar los tormentos de las penas terrenales.

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Ninguna idealización es trivial para quien la experimenta, pero no le demuestres lo contrario si quieres ahorrarte el espectáculo de una brutalidad fuera de lo común.

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Cuando el hombre estorba al hombre, qué socorrida idea pensar que ya no hay hombres, sino cabezas de ganado —¡qué socorrida y cuántas veces cierta!

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En pocas generaciones, el humano ha pasado de ser usuario circunstancial de la tecnología a ser usado enteramente por ella. Y a semejanza de toda revolución que se precie, la digital también ha fabricado masacres, pero en este caso los sacrificados, flotando entre la incuria y la gregarización donde confluyen la oferta virtual y la demanda real, están demasiado distraídos conectando sus despojos entre sí para cerciorarse de que han caído en sus redes, las de un suave y parlotero feudalismo.

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Mucho se habla en el presente de inteligencia artificial, como si la estupidez connatural fuera medio insuficiente para estropearnos.

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El hombre empieza por creerse medida de todas las cosas y culmina su designio como una cosa ajustable a todas las causas desmedidas.

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Si he de ser honesto, admito tener fe en el progreso, pues estoy convencido de que a nuestra especie le aguarda un futuro colosal: no fenecerá hasta haber consumado las más insaciables pesadillas con ayuda del desarrollo maquinal de sus apetitos.

*

En un mundo anegado por desechos y atrocidades de origen humano, la insularidad es el último reducto donde mantenerse a flote, aunque otros náufragos rompan la calma de sus orillas y haya que hospedarlos de mala gana... o devolverlos con gentileza al mar moribundo que los gestó.

*

Donde hay lamento, hay vida; donde hay vida, hay excremento.

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Mientras la vida pública es objeto de usura, la interior es confiscada. Dentro y fuera de los volátiles linderos particulares, el actual sistema de rapiña lo único que distribuye con eficacia son coces, pero cada vez que alza las pezuñas descubre por igual su talón de Aquiles a instigadores y damnificados.

*

Los tiranos, cuando sangran, lo hacen por venas ajenas.

*

Aunque recortado por la humillación, un hombre de rodillas sigue siendo un hombre. A cuatro patas, sin embargo, deja de serlo para cumplir la vocación de perro fiel, y es en esta posición como nos quieren de verdad todos los amos.


Con The musical metamorphosis, de Alexander Shubin, quiero honrar a la música como autoridad de los afectos, vehículo de revelaciones e instrumento de curación. Así la entendieron en épocas arcanas los maestros órficos y pitagóricos, y así ha sido cultivada desde entonces por compositores, estudiosos, místicos y aficionados. «Es grande el poder de la música —escribió Giovanni Perluigi da Palestrina—, no solo para distraer, sino también para conducir y dirigir las almas de los hombres». Y fue otro renacentista, el polímata Johannes Tinctoris, quien clasificó en su tratado Complexus effectuum musices en veinte los múltiples estados producidos en el ánimo por este arte, entre los cuales bien podrá elegirse el que mejor se adapte a los requerimientos individuales pese a que algunos —enseguida los enumero— puedan resultar tan espurios al buen sentir como el cuarto, cuando no avivadores de propósitos inconciliables incluso si es aceptado como natural, en el núcleo mismo de nuestra condición semidemiúrgica, el regodeo de transportar al eretismo el dilema: 1. Deleitar a Dios. 2. Embellecer las alabanzas a Dios. 3. Amplificar las alegrías de los dichosos. 4. Asemejar la iglesia militante a la triunfante. 5. Prepararse para la bendición divina. 6. Motivar la voluntad para la piedad. 7. Expulsar la tristeza. 8. Ablandar la dureza del corazón. 9. Ahuyentar al diablo. 10. Propiciar el éxtasis. 11. Elevar la mente terrenal. 12. Revocar la mala voluntad. 13. Alegrar a los hombres. 14. Sanar a los enfermos. 15. Aliviar los esfuerzos. 16. Incitar los ánimos al combate. 17. Atraer el amor. 18. Aumentar el placer de un banquete. 19. Glorificar a los músicos. 20. Santificar las almas. 

3.5.15

DE AQUÍ AL FUNDIDO

Claude Monet, Saint-Georges-Majeur au crépuscule (versión del Bridgestone Museum of Art, Tokyo)
Cada hachazo es un padre, cada nudo una madre.
Ramón ANDRÉS
Atlántico Norte

También este calvatrueno que os habla ha protagonizado trances pacatos y abrazado con ellos la noción de rehabilitar la divinidad en la muerte, pero en justicia de serenidad afianzada antes de la disolución he de admitir que ser humano no es un problema al que se sobreviva solo por creerlo. Hoy, Día de la Progenitora, hace catorce años que el devenir se llevó a Fuensanta, madre de la mía y mujer a quien yo quería entonces no menos que a su hija. Mientras ella agonizaba en un silencio, quizá beatífico, al otro lado del fino tabique que separaba nuestras alcobas, en el sueño tardío que alcancé al rasgar el alba recorrí una suerte de oficios fúnebres cuyo vencimiento coincidió con su partida hacia el orco, piélago inescrutable del alma:

A los maniáticos de la regularidad les ofenderá que no pueda detallarles los motivos por los que el cielo nunca modificaba su lasitud crepuscular, como si el Sol estuviera promoviendo su extinción o se negase a iluminar un territorio condenado para siempre, mas en honor a la verdad debo iniciar mi crónica admitiendo que en el vasto continente Cero, cegado o secuestrado por la cartografía actual, los anhelos de mediodías fulgurantes se censuraban acusados de complot involucionista.

En el ecuador de dicho territorio, aislada por vendavales infecciosos y febriles desiertos de cenizas donde el aventurero más avezado solo encontraría bastimento para las pesadillas arenosas de su espíritu, se alzaba la horriblemente seductora ciudad Obelisco: para algunos, un homenaje desaforado a la soberbia humana; para otros, la refutación tangible de los dioses. Como bien declaraba su nombre, se trataba de una atalaya extraordinaria, megalómana como jamás hayan visto ojos vivos, tan brutal que la simple incursión descriptiva demolería las pretensiones más bizarras de adjetivación. Esbozaré de ella una visión fugaz proporcionando las coordenadas justas para que la imaginación, genuina patrona de la demencia arquitectónica, se encargue de elucidar el resto.

Su diámetro basal, constante en toda su altura, no podría precisarlo sin arriesgar una analogía: estoy convencido de que asimilaría sin dificultades la extensión de una urbe con capacidad para despersonalizar a varias decenas de millones de seres. La cúspide, obligada a una dilatación incesante, burlaba las lentes de cualquier prismático. La superficie del perímetro exterior, realizada con impecable acero bruñido y geométricos jirones de piel de escualo curtida con brea de nubes, había anegado el brillo de las estrellas con la luz anaranjada que arrojaban sus ventanas hexagonales, de las que algún historiador apócrifo afirmó que su cómputo implicaría tanto tiempo como el empleado en su construcción.

Atraído por la fascinación de procurarme las oportunidades sin semejanza a la que daba pábulo la fabulosa Obelisco, conseguí aproximarme hasta uno de sus múltiples accesos consciente de que podría ser mi último viaje, pues era sabido que solo uno de ellos era el correcto; los restantes conectaban con pozos donde se acumulaban residuos radiactivos. Sin lógica que esgrimir contra el probable suicidio de continuar mi aventura, elegí por instinto y la fortuna vino a respaldar mi voluntad de errar; lo que presencié en el interior fue demasiado irreal para no ser verídico...

Las paredes no se limitaban a sostener la agotadora estructura, sino que el grosor de su periferia servía de escenario para viviendas, industrias, graneros, escuelas, tabernas y todos los servicios que requiere una sociedad rendida a la modernidad. Consumí, hasta hacer sueño, buena parte de mi paciencia en recorrer este abigarrado sector de Obelisco, que finalmente me dejó a orillas de un pantano concéntrico, lleno de espesos fluidos sinoviales, desde donde pude contemplar un gigantesco foso central donde convergían embarcaderos, autopistas, pasillos y ondulantes reclamos publicitarios que alternaban la claustrofóbica iluminación naranjiza con superficies sumidas por completo en la umbría. La agitación en esta zona era frenética y multitud de obreros biónicos carentes de boca, dirigidos por escuadrones de engendros de controvertida clasificación taxonómica, desplegaban alrededor del gran orificio sus afanes. No tuve margen de preguntarme por la función reservada al túnel vertical: primero un destello surgido de la sima y luego miles de vidrieras retroiluminadas precedieron a un émbolo del tamaño de una montaña que reproducía el aspecto de un templo gótico. Sus cimientos, polarizados magnéticamente, lo mantenían en mayestático equilibrio a una distancia prudencial del conducto.

Desarrollé mi inspección furtiva por los aledaños a lo largo de un lapso difuso que, puesto que carecía de reloj u otros instrumentos fiables en aquellas latitudes, solo pude computar por mis ciclos metabólicos, durante los cuales no osé relacionarme con los elementos más extrovertidos de la población, aunque gracias a mis diligencias previas estaba en posesión de ciertos recursos que podrían revelarse determinantes en caso de atolladero, como la píldora de cianuro oculta en la axila derecha y el arma con aspecto de bolígrafo capaz de disparar proyectiles fitoconstrictores que al impactar en un cuerpo hacen germinar voluminosas enredaderas cuya fuerza compresiva se incrementa con el movimiento renuente del afectado.

Pese a la sucesión de descubrimientos sorprendentes para un foráneo como yo, ninguno tenía parangón con el émbolo, centro neurálgico de Obelisco. El espacio útil de este mecanismo se distribuía en tres segmentos: la planta inferior, además de depósito bancario, consignaba mercancías valiosas y albergaba incubadoras de fetos criados como bocado exquisito para la alta sociedad, hecho de conocimiento público que no parecía subvertir moralmente los ánimos de nadie; la intermedia estaba ocupada por un fastuoso hotel en cuyas dependencias los privilegiados encadenaban orgías infinitas; en la superior, herméticamente sellada, se ubicaban en teoría las oficinas y despachos de la jefatura de la ciudad, aunque circulaba como verídico el rumor de que la sede del gobierno se había trasladado a un emplazamiento clandestino por temor a convertirse en blanco notorio de atentados.

Cuando crucé el umbral de un ascensor urbano que en ese momento abrió sus fauces vacías frente a mí, la conciencia que consideraba propia se escindió en varios personajes de vidas paralelas: una fracción de mí mismo proseguía su viaje, otra enajenaba su espíritu como auxiliar administrativa en un cubículo mínimo de los miles que componían la colmena de una importante corporación cibernética y, por último, la más fracturada parte de mi personalidad se fijó a un desahuciado que subsistía en un arrabal, bajo el puente que trazaba un enrejado de vías férreas. Condensando las experiencias de mi trinidad de egos empecé a comprender que el nexo que nos unía era la relación anómala con el complejo macrotecnológico destinado a administrar el funcionamiento del sistema de torres de control que coronaban Obelisco. Concebidas, en apariencia, para gestionar el tráfico aeroespacial, servían en realidad para coordinar y perfeccionar la manipulación mental planetaria mediante el uso de radiofrecuencias personalizadas. El proyecto, integrado en un programa más vasto al que se aludía como eugenosociología, requería un consumo tan exacerbado de energía que solo alimentar las instalaciones demandaba el rendimiento pleno de varias centrales nucleares creadas a tal efecto.

La multiplicidad de mi ser se mantuvo hasta que la faceta femenina fue trasladada de su labor en la sección burocrática a la sanitaria, en concreto a un megahospital cuyas dimensiones, de un extremo a otro de la mole, no se cubriría en un día caminando sin descanso a paso ligero. A partir de este cambio, el rastro de mis otras vidas se disipa y mi identidad se funde con ella, que tenía asignada una función modesta en el nuevo departamento: me limitaba a limpiar las habitaciones que iban dejando libres quienes fallecían. Comparado con el sedentarismo del precedente, la ventaja de este trabajo residía en la facilidad para transitar de un lugar a otro sin tener que dar explicaciones, pues los muertos no eligen donde hacen alto. Y deambulando, precisamente, en busca de un área que no figuraba en el plano esquemático que llevaba siempre conmigo, entré en un ala restringida del edificio que el azafrán de las paredes manifestaba inequívoco. Operarios de bata negra e inyección en cinto trajinaban sobre máquinas zumbadoras conectadas a los pacientes. Uno de los expertos que parecía estar al mando de un equipo médico me confundió, o fingió hacerlo, con una especie de emisario interministerial. Sin mediar instrucciones ni cortesías, me hizo entrega de una bolsa de basura roja que contenía un amasijo de documentos garabateados. La deposité sin titubeos en un carrito donde otros técnicos arrojaban sacos de características similares. «Al nivel infra», rugió un individuo atareado sobre el busto desmembrado de lo que pudo ser una mujer hermosa. Empujé el plaustro hacia un montacargas que divisé en la dependencia adyacente y bajé, como me indicaron, hasta el sótano. El descenso resultó lo suficientemente lento para permitirme hojear algunos papeles; entre ellos, destacaba un pliego de vistoso membrete en el que se hallaba una lista pormenorizada de órdenes relacionadas con una terapia génica que pretendía sentar las bases biológicas para racionalizar a la especie humana según el paradigma de un archivador. Fisgoneando los detalles estaba cuando se abrieron las puertas y otro operario, a quien no pude velar mi sobresalto, decidió añadir su disimulo a mi imprudencia con un guiño. Desubicada no menos que asustada, lo seguí de cerca a una discreta señal de su meñique. Al doblar un recodo, musitó «tenemos algo para ti» con una mueca en la que leí la indubitable huella de un señuelo. Quise retroceder, echar a correr y apenas pude sacudirme porque estaba atada a una camilla y quien me hablaba desde arriba con sorna no era sino un cirujano dispuesto a iniciar la trepanación después de dedicarme este protocolo lapidario: «Procederemos a desinfernarla. No es importante responder a la cuestión de quién quiere ser, lo decisivo es averiguar cómo quiere vivir la caída que va del dolor seguro de nacer a la incertidumbre del último suspiro».
 
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