25.9.08

SUCINTA DISTINCIÓN GEOPOLÍTICA CON ANALOGÍA DE REMATE


- País es el conjunto de pueblos y territorios regidos por las mismas leyes e instituciones políticas.

- Estado es el aparato encargado del control social y la distribución del poder en un determinado país.

- Nación es el colectivo de personas vinculadas entre sí por un sentimiento (no necesariamente falso) de origen común, el uso de una misma lengua y el acervo que representan sus hábitos y costumbres.

- Patria es el apelativo que adopta el Estado cuando pretende mitificar sus objetivos de cara a sus súbditos y magnificar su importancia en relación con otros Estados.

- Potencia, grado inmediatamente inferior al de superpotencia, es la situación ascendente de un Estado que se ha entrenado lo suficiente para emprender con bastantes probabilidades de éxito agresiones militares a otros países y provocar desastres financieros en la economía mundial, situación que la convierte por derecho propio en algo digno de tener un espacio reservado en el tablero de juego internacional.

Si la geografía política fuera un supermercado, en circunstancias idóneas un país sería un envase, el Estado su forma, la nación su contenido, la patria el etiquetado y la potencia el lugar que ocupa en la galería; no obstante, la realidad dista mucho de producir tales condiciones, por lo que resulta harto frecuente encontrarse países, como España, donde parecen coexistir varias nacionalidades pero ninguna propiamente española, así como pueblos desprovistos de país, como los palestinos, y naciones, como la judía, que pese a estar repartida entre varios países dispone de recursos para coordinar sus fuerzas como una auténtica potencia.

En la ilustración, el mapa de Marco Vipsano Agripa (confeccionado alrededor del 20 AEC) que muestra los dominios del Imperio romano bajo el reinado de César Augusto, quien inauguró el periodo conocido como pax romana.

24.9.08

DESINTERÉS INTERESADO E INTERÉS DESINTERESADO


El prójimo alaba el desinterés porque recoge sus efectos.
Friedrich NIETZSCHE
La gaya ciencia

Como réplica a esa amplia franja de ciudadanos que comparte de buena gana inercias y necrosis mentales en virtud de prejuicios derivados del amor al prójimo, y sin entrar a cuestionar las más que evidentes prácticas carroñeras de las organizaciones, gubernamentales o no, que utilizan la filantropía, la solidaridad y otros pastelosos conceptos para extender y preservar sus áreas de dominio, me gustaría ofrecer un par de observaciones refractarias a la opinión comúnmente aceptada sobre egoísmo y desinterés.

De entrada, hay que admitir que una vez esclarecidas con rigor crítico las llamadas acciones altruistas tras previo despojo de toda susceptibilidad ética, resulta difícil encontrar en las relaciones humanas una mínima huella de actos desinteresados, conclusión que no equivale a decir que el móvil de la voluntad sea siempre egoísta. Podríamos hablar de diferentes clases, estilos y grados de interés, ya que tampoco puede negarse la entrega mansa y sacrificio en aras de los otros, fenómenos extraordinarios con los cuales, sin embargo, el interés personal no sólo es compatible, sino en los que está presente e imbricado con relativa ambigüedad: dependiendo de la penetración analítica se encontrará su rastro, que desde luego puede ser muy indirecto, descompensado en relación a la inversión exigida y lesivo desde una visión más cautelosa, pero rastro al fin y al cabo. Incluso cuando no es posible discernir la persecución de algún tipo de ventaja en la persona que brinda su esfuerzo, apoyo y dedicación a los demás, no hay que dinamitar muchos mitos para detectar motivaciones menos idílicas en su origen, que a menudo tiene más que ver con el autoengaño (como en el caso del mártir religioso que cree estar en posesión de la verdad y se autoinmola... sin falsedad), con el miedo al descrédito (pienso ahora en el auxilio que se presta a un accidentado ante la mirada de una audiencia comprometedora), con fidelidades intragrupales (el soldado que con un gesto heroico salva a un camarada dando su vida) o con el puro instinto (cuántas madres no arriesgan su salud por el bienestar de sus hijos). Muchas acciones parecen sacrificios desinteresados porque se interpretan aisladas de su contexto específico, donde sin lugar a dudas adquieren otra importancia. Por supuesto, también existen actos generosos producidos por un amor genuino (el desvelo mutuo de los amantes sinceros, por ejemplo), pero ni son significativos en la distribución de los bienes y servicios de la sociedad, ni están exentos de interés particular cuando se examina con detalle lo que arriesgaría cada una de las partes implicadas, aunque sólo sea a nivel anímico, al renunciar a su responsabilidad afectiva. Además, es preciso destacar que la conducta altruista suele variar en proporción inversa a los peligros que acarrea su ejercicio, y que con demasiada frecuencia manifiesta ambivalencia moral en función de quien demande el sacrificio, de manera que el sujeto capaz de grandes obras en favor del estrecho círculo de sus seres queridos puede ser tremendamente desconsiderado u hostil con el extraño que le pide ayuda.

Para terminar, quisiera traer a colación una brevísima clasificación de las acciones humanas de acuerdo con las leyes de la inteligencia que enunció Cipolla, historiador y pensador italiano, al elaborar su teoría de la estupidez:

1. Una acción estúpida es aquella que causa un daño a otros sin obtener, al mismo tiempo, ningún provecho para quien la realiza, o incluso obteniendo un perjuicio. La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe, sobre todo porque rara vez se percata de que lo es y suponen sus acciones.

2. La acción incauta es la que causa un beneficio a los demás a costa de un perjuicio propio.

3. Una acción malvada beneficia a su autor perjudicando a otros.

4. La acción inteligente beneficia a la persona que la ejecuta al tiempo que procura un beneficio a otras.

19.8.08

LA CONFUSIÓN


...Y robé el alga, similar en lo grumoso a un kéfir de vibrante color turquesa, de los estanques-vivero emplazados en una angosta poza junto al río. Este vegetal era una droga poderosa que funcionarios del Parlamento administraban en instalaciones secretas a escuadrones de gorilas con la doble finalidad de excitar sus instintos más mortíferos y de abrir selectivamente los canales de percepción necesarios para hacer inteligibles las órdenes de sus adiestradores. No recuerdo cual fue el motivo de mi hurto y apenas tuve tiempo de recapacitar mientras lo hacía, ya que al instante fui descubierto por varios primates que deambulaban en un estado de estupor furioso y con los vientres hinchados por una especie de hematoma verdusco, signo inequívoco de su adicción a la substancia. Antes de oír sus gruñidos de alarma me inundó el olor acre que exhalaban sus cuerpos y eché a correr sin que pudieran alcanzarme, lo que hubieran logrado en pocos segundos si no me hubiera arrojado al agua, pues tuve la extraña seguridad de que los simios detestaban sumergirse en este elemento. Uno de los vigilantes humanos, de aspecto agitanado aunque de raza indeterminada, no fue ajeno al bullicio de la persecución y acudió a la orilla esgrimiendo un cayado que proclamaba su soberanía rematado por un muñón con una elocuente pátina de sangre seca. Inmediatamente inicié una nueva fuga a nado por el centro del río y el tipo, en vez de tirarse a la corriente tal como había supuesto, corrió en paralelo por tierra sin perderme de vista. Era obvio que conocía a la perfección la zona y esperaba darme caza unas decenas de metros más adelante, donde el valle se estrechaba aún más entre las rocas cubiertas de musgo. Forcé mis músculos, esfuerzo vano: no tardó en lanzarse sobre mí tan pronto se lo permitió la distancia.

Forcejeamos hasta la extenuación que precede al infarto. Como no había un desenlace claro, el agitanado sacó un punzón diminuto con forma de cruz de Santiago e hizo lo imposible por clavármelo, pero se lo impedí con movimientos certeros y el arma se fue al fondo. Entonces echó mano de un estilete que mediante una reacción tan rápida como impetuosa le arrebaté. Belicosamente romo en ausencia de sus espinas, conseguí aferrar al frustrado captor y después de castigarlo un poco lo obligué a salir del agua. Sin aflojar la tenaza de mis fuerzas en ningún momento, nos dirigimos hacia un banco próximo forjado en hierro de hermosas formas serpenteantes, un diseño modernista cuya incongruencia no me causó la menor sospecha y sirvió de preámbulo grotesco a las palabras no menos absurdas que susurré a mi presa. A medida que iba adueñándome de la situación, una emoción atroz llegó a caldearme las sienes con el presagio de lo que sería una horrenda confusión que sólo alcanzaría a comprender tras el hechizo de lo inevitable.

Le hundí muy lentamente el acero en el pecho, que dilató la conclusión del acto con un suspense extático, libidinoso. Sin embargo, quien tenía entre mis brazos ya no era un cuidador de gorilas, sino mi amada, quien ahogando toda queja me clavó su dolor con el horror impreso en la mirada, estupefacta ante la magnitud de un hecho que ni siquiera yo estaba en condiciones de entender. Lloré penas eternas estrechándola contra mi cuerpo y hubiera muerto corroído por la densidad de la angustia de no ser por el estruendo de un silbato lejano al que siguió el desentumecimiento metálico de una locomotora de vapor. Tenía que partir. Destrozado por mi propia ceguera, que me había permitido servir de marioneta en un guiñol cruel, tuve la miserable certeza de que la misión había sido un éxito.

Fuente: Retablo de pesadillas. Inédito. 2005.
 
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