26.3.18

DE LOS KALIYUGADOS

Cornelia Konrads
Los sabios no lamentan
ni a los vivos ni a los muertos.
Bhagavad Gītā 2, 11

No es locura la visión desmedida; locura es el temor a perder la ceguera. Hoy la invidencia viste de moda y así es como enfoca la actualidad por aquellos que han saboteado el desafío de conocerse a sí mismos, primer deber en el arte de ser un animal cabal. En el rostro de la Esfinge de Guiza, mutilado por los cañonazos de la soldadesca impotente para penetrar el enigma de una riqueza inaccesible al saqueo, concretó su alegoría la modernidad cuando aún no había dado lo peor de sí. En diametral disonancia, todos los preceptos que el triunfalismo utilitario desdeña como incomprendidos; todas las fuentes de iluminación que la mentalidad cuantificadora descarta por inservibles u obsoletas, refulgen por encima de las aspiraciones unidimensionales como pruebas para insistir en las verdades poderosas que contienen. 

Solo después de haber sido indebidamente separados, el alma y el cuerpo pudieron ser sucesiva e injustamente maltratados. En los siglos oscurecidos por la cerrazón clerical no era infrecuente que los cuerpos se quemaran so pretexto de salvar las almas; en la época renegrida por la razón industrial, lo habitual es que las almas, soterradas en los cuerpos, sean exprimidas junto con ellos para salvar las haciendas, pero en el fondo y a la postre el mundo no es más que un punto de apoyo para la meditación, una pista de despegue para que el sujeto liberado se eleve hasta confines supraconscientes. «El que no tiene patria posee el mundo, el que se ha desprendido de todo posee la vida entera y el que no tiene culpa goza de la paz», dejó alumbrado en labios de Virata el imprescindible Stefan Zweig. Tener al mundo en mayor estima que la sin duda elocuente metáfora que su presencia expresa a quienes saben ver lo infinito en lo finito, adorarlo en la subyugante inmediatez como un fin absoluto, define con exactitud la idolatría de los que prefieren engolfarse en la superfluidad; y si hay alguien incapacitado para trascender los estrechos límites impuestos a su entendimiento por los fervores y aversiones de sus coordenadas históricas, es precisamente el idólatra, que a la sazón se siente tecnólatra como antaño sus homólogos se sintieron cruzados contra el infiel o posesos de algún demonio celoso de los altares consagrados al Redentor. No ver más allá de las pantallas es el nuevo artificio de las murallas erigidas por la fuerza productiva del engaño, de la distracción que asesina la concentración.

Tan cierto es que la divinidad no necesita mártires ni fiscales, como que no sale de su error quien la conjuga con el verbo «creer» en vez de con el uso pronominal de «saber». No en vano, conocer la divinidad de una única forma es no conocerla de ninguna. Bajo este planteamiento, el ateísmo puede ser diagnosticado como una deficiencia cognitiva susceptible de ser corregida con experiencias visionarias; el fideísmo, en cambio, vive del aferramiento a un incorregible aserto por el aserto, que es lo propio de las categorías reñidas con un juicio receptivo a la ampliación de los horizontes mentales, y poco puede hacerse al respecto. Sea como fuere, nada tiene Dios que ver con las blasfemias del renegado ni con los mandamientos del filisteo; nadie, por consiguiente, puede explicarte a Dios porque Dios es uno contigo.

Puesto que encontrar no es prioritario para el que aquí y ahora reconoce su designio en la exploración de los misterios latentes, ningún hallazgo sincero basta para eclipsar el amor a la búsqueda que funde a navegante y peripecia a lo largo de la vía áurea donde cada individualidad tiene un adentro universal. A nuestro favor media la enseñanza de la intuición, que es infalible porque hace converger al sujeto que conoce y al objeto conocido como vertientes de una gnosis que la racionalidad no puede agotar ni acogotar. Jamás hubiéramos llegado a investigaciones profundas de la materia si no albergásemos en nuestra mente conceptos primordiales a propósito de la constitución y funciones del cosmos.

Esa mirada intuitiva —o en otras palabras, esa mirada real como ningún devoto de los datos verificables imagina—, al igual que en otros campos la pesquisa antropológica e incluso el sondeo psicoanalítico que no se circunscribe a los fatuos dominios del ego, actúan como radios, momentos angulares de la rueda del ser cuyo centro inmutable está en la nada. Por periférico que sea el punto de partida, tras el despojamiento iniciático de la programación cultural adquirida, una vez derribados los tabiques de las conveniencias recargadas de hábitos desatentos, cabe tomar una orientación centrípeta y establecer órbitas de acercamiento a una matriz, no diseñada por el ser humano ni vulnerable a sus destrucciones, que arborece en puridad merced a una sintaxis metafísica en la cual los diferentes niveles de existencia, manifestados o no, permanecen ensamblados de acuerdo con un orden inmanente del que da cuenta parcial el simbolismo que lo reflecta en esta capa, permeada de claves, sobre la cual extiende el buldócer de la costumbre sus trabajos de allanamiento.

Todo lo que existe ofrece, a su peculiar estilo y manera, la traducción de otra obra mayor, oculta a la percepción rasante, con la que guarda una compleja relación de correspondencias y el sistema natural en su conjunto no es una excepción. Desde cualquier énfasis que se contemple, la naturaleza solo adquiere plena significación si se la acepta como la gran proveedora no tanto de recursos fungibles o de renovables apariencias, cuanto de símbolos imperecederos que dotan al intelecto de un canal de comunicación directa con una realidad radiante de la que apenas consta en la bitota una fracción emanada de su inspiración esencial. Es genuino en tal sentido aludir a la naturaleza como una lengua vernácula, imbricada en sus criaturas, que a través del mundo fenoménico extereoriza determinadas propiedades de la inmanencia aludida más arriba, retazos de una estructuración fuera de serie que, a despecho de las concepciones cientificistas y de la hilaridad altanera que le dediquen los adocenados, con premeditada justeza podría denominarse sobrenatural. Ante la sintonía del verbo de los verbos que traspasa con su música esplendente las partículas, seremos siempre diletantes con mayor o menor grado de gracia. Sin hacer relumbrón de la suya, que tuvo prestancia oracular, María Zambrano supo captar el ronroneo de ese no sé qué tan caro a los cantos sanjuancrucianos: «Hay un reino más allá de esta vida inmediata, otra vida en este mundo en que se gusta la realidad más recóndita de las cosas».

Resta añadir que no llegaríamos muy lejos en la revelación de ese orden oculto si concluyésemos que la encarnación de la que somos viñetas ilustra su culminación. «No es a decorar el lugar de nuestro actual cautiverio a lo que debe consagrarse la inteligencia, sino a favorecer por todos los medios nuestra fuga», objeto con Gómez Dávila a las exigencias del submundo. Quizá el Ser encarnado sea un accidente o un ensayo, mis investigaciones no me facultan para afirmarlo ni para negarlo; si se tratara de un modelo relegado al desmayo, como en algunos estratos sugieren sus visos de automatismo y derroche de padecimientos, estaríamos prefigurando el infarto del Sagrado Corazón que gime en el núcleo de todos las vidas atrapadas en la argamasa de los ciclos temporales.

2 comentarios:

  1. Quizá sea ésta la entrada de las tuyas que más me haya sorprendido por su proximidad a presupuestos perennialistas. En pocas ocasiones he encontrado mensajes de un contenido trascendentalista tan similar a aquellos con los que he regado muchos de mis ratos muertos, sobre todo tiempo atrás, al margen de la enriquecedora diferencia de estilo. Y creo que nunca he encontrado en tu prosa la mención de la divinidad con tan poco aprensiva naturalidad. Por momentos me ha parecido leer la influencia de un Lings o de un Schuon:

    https://es.scribd.com/document/289279721/Frithjof-Schuon-Resumen-de-Metafisica-Integral

    Me pregunto si se tratará de un oasis entre batallas y resentimientos o de un nuevo punto de inflexión en el zigzagueo espiritual que cada cual conduce a su modo. Cualquiera de las dos posibilidades me congratula.

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    1. Desde hace lustros, y raras veces expresado de manera tan explícita en faz y en paz, intento conciliar mi sentido cuasianimista de lo sacro —dando por lícito lo inverosímil de que alguien tan picado de tremendismo pueda ejercitar esa facultad sin contaminarla— con mi radical incomodidad respecto a la existencia y, de resultas, con la extrañeza, solo remisible a intervalos, frente a los intereses elementales de la sociedad.

      No doy engaño ni retengo flaquezas si confieso llevar, entre los escasos haberes que todavía atesoro bajo la piel, algunas experiencias con las que me he autorizado quizá demasiado informalmente, haciendo gala tal vez de una precipitación autodidáctica muy mía, a mantener la cercanía a esa fuente perenne que irriga con una misma luminosidad las tradiciones místicas más variadas, aunque a veces su sabiduría parezca haber desaparecido para siempre como el cauce de un Guadiana espiritual a su paso por los siglos en que el hombre se rinde a la barbarie. Mis zozobras internas y las fluctuaciones circunstanciales que he debido acometer no son excusa para la sed que no he sabido sofocar teniendo ese oasis al alcance de la activación encefálica adecuada. Lo que fuera de todo género de dudas le ha faltado a mi entusiasmo intelectual es la capacidad integradora que he observado desempeñarse con solvencia, sin ir más lejos, en tus «informes».

      Sobre Schuon, hoy te diría que me viene grande; mañana, Dios dirá. Concentraré de momento la viveza de mi curiosidad en Guénon, autor a quien he ido relegando, a la espera de sentir la alineación propicia, tantos años como los transcurridos desde aquellos primeros conatos de transcripción de una realidad transfigurada que he referido al principio.

      Antes de que una sonrisa gratificante selle por hoy estas líneas, estoy obligado a explicar en cuatro palabras la demora transcurrida entre tu comentario y su publicación: travesuras de la cibernética. Entrar en pormenores sobre la maquinaria implicada sería tedioso, máxime cuando el paisaje encendido por la primavera nos incita a gorjear fuera de las consolas.

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