16.10.17

PERMÍTANME DESPRECIAR SUS PECIOS

Ito Jakuchu, Crisantemos
Sé muy bien de lo que huyo mas no sé lo que busco.
Michel de MONTAIGNE
De la vanidad

La presencia de banderas crece a medida que disminuye el sentido común de quienes embozan con ellas vergüenzas pasadas y pretenden colorear de dignidad civil ambiciones cocinadas en el bruxismo del rencor contra el que orienta sus intensidades hacia un paradigma diferente.

No parece bastante conocido el escarmiento de que una patraña repetida infinidad de veces propende a tomar visos de credibilidad habida cuenta de lo mucho que en estos apriscos una verdad acaba produciendo impresiones de mentira no bien es callada a coro por aquellos que viven sin empacho de honrarse las vilezas en conjunto. Discernir cuál es cuál, dónde medra la filfa y dónde la certidumbre, es tarea del historiador; confundirlas, el oficio al que políticos y fabricantes de noticias deben la regencia de sus adulteraciones.

¿De qué sienten tanto orgullo los que no aciertan a entenderse ni a hacerse entender sin él? Entre idiocracias crecientes y trivialidades tribales, ¿seremos capaces los homínidos cariatados por un documento de identidad de reemplazar, antes de extinguirnos, las insolentes adherencias del patriotismo por una federación de individuos soberanos, tranquilos y venerables como cachalotes?

Las grandes ideas huyen del trabajo en equipo y en las manadas de fervorosos encogen los intelectos más que en el naufragio etílico de los abollados por el martillo de menesterosos en que se ha convertido nuestro mercado nativo de contribuyentes. Y en cuanto a ese amor a la unidad tan presente y acibarado en las homilías de las vindicaciones nacionales, o pone rumbo al aborto de cualquier proyecto social que pretenda juntar a más de un puñado de almas en una empresa distinta del éxtasis, o se quiere tarugo en la hoguera donde arderán, entre otras vanidades, los paisanos que no quieren lo mismo que los que quieren más de lo mismo.

8 comentarios:

  1. Sin esfuerzo me he zafado de comentar nunca nada por escrito sobre las concreciones de las vaguedades nacionalistas que proliferan en nuestros tiempos y lares. Confieso que mi repulsa está movida, antes que nada, por la vergüenza ajena, por una insoportable sensación de ridículo provinciano, nacional o internacional, o como quiera verse. Bastante me aturden los problemas crudos de la materia presente como para preocuparme de los imaginarios. Me aburren tanto las medias verdades y las falsedades que se untan sobre su fina piel para lloriquear aquellos que son incapaces de exigirse a sí mismos otras habilidades para comer bien, que apenas soporto un discurso reivindicativo con más de dos pronombres de primera persona. Ahora que quirúrgicamente zanjas tú en una tétrada de parágrafos la cuestión, me animo a descender de mi nube solamente para suscribir la sustancia de tan oportuna crítica a los oportunistas de lo insustancial.

    Creo parcialmente cierto que "las grandes ideas huyen del trabajo en equipo", pero sobre todo en lo que a capacidad de hacer daño se refiere. Es por ello que las pequeñas patrias, por sus ridículas dimensiones, su incapacidad militar y su probable ruina, son menos dañinas y, por ende, a estas alturas donde "civilizar" no significa nada más que intoxicar y afear, es preferible el tribalismo sin futuro que el futuro demasiado eficiente de los grandes imperios que achicharran el planeta. La Hélade de Alejandro, entre masacre y masacre, produjo notables destellos de conciencia y paz; la China poscomunista no nos dejará nada más que colapsos de dióxido, alienación sin compasión y carne torturada de cerdo en su salsa de antibióticos. La propia Alemania no empezó a ser peligrosa sino cuando se unificó. Por conceder el nombre a los artífices de la ocasión, Cataluña va sin duda abocada a su ruina moral, económica, estética y psicológica, y no creo que nada logre ya evitarlo. En cambio, puede por ello mismo ser el flautista de Hamelín que conduzca a las potencias del mundo a una senda de inacción y decrecimiento que beneficie a países explotados y a animales sin derechos. Mientras se derrochan energía, tiempo y patrimonio en agitar banderas inconcretas, en defender el penoso papel del humillado y sodomizado, no se está expoliando a ninguna raza. Aprendamos a apreciar las ventajas de la mezquindad pequeño-burguesa en perjuicio de las aspiraciones fundacionales, aspiraciones que ahora ya sólo podrían fundar espasmos electroquímicos y riadas de petróleo. Las flatulencias de un niño de corta edad y deforme permiten todavía respirar, por desagradable que se haga a ratos.

    Está claro que el nacionalismo volverá a ser la ideología dominante del siglo en los países ricos. Mientras el gran patrioterismo tiene capacidad de destruir bruscamente, el de las patrias minúsculas no puede más que desgastar y aburrir, lo que, en términos de paz, ha pasado a ser algo de agradecer. Mientras los regionalismos egoístas trampeen, carentes de todo sentido de la realidad, la gente de bien no temerá, al menos sustancialmente, por su libertad de movimiento. Tan bajo hemos caído que "colorear de dignidad civil ambiciones cocinadas en el bruxismo del rencor" resultará de lo más útil a las generaciones futuras que simplemente aspiren a repartir el pan y a no sufrir el estallido de bayonetas en sus ojos. El nacionalismo es de una torpeza sin límites en cuanto a los propios fines que se propone, pero difícilmente será terrible el rey de los torpes. Larga vida a las naciones tullidas, contrahechas, enanas, y al tiempo orgullosas de ello, porque de ellas es la impotencia; porque a ellas, muy capaces de hastiar y pudrir hasta al más paciente, no les será dado el dudoso honor de reventarlo todo con fuego.

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  2. "¿De qué sienten tanto orgullo los que no aciertan a entenderse ni a hacerse entender sin él? ", preguntas. No lo sé, ciertamente, porque cada vez me cuesta más hacer mío el orgullo en lo azaroso; pero sospecho que se trata precisamente de que la pureza del orgullo impide el emprender ninguna obra que entre en el juego de las magnitudes. Quien habla todo el día de sí mismo podrá jactarse con razón de tener una intención optimista, por incapaz que sea de nada más allá de la intención. Como oriundo de lo que aquellos inflamados llaman "Països Catalans", agradezco sumamente que me asignen esa patria. Así, si hago el esfuerzo de creérmelo, evitaré caer en la peligrosa tentación de adscribirme a ninguna patria verdadera.

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    1. 1/2

      Alguna virtud numinosa deben tener mis conjuros, formulados con espíritu apátrida, cuando han sido capaces de encender las ideas telúricas de quien tan delicadas las orquesta en las serenísimas pérgolas de sus reflexiones. No ironizo, amigo mío; antes bien, vuélvome a sentir agasajado por la confianza que muestras a la hora de soltar la tormenta desde la nube donde acoges tu visión de la belleza titilante y el espanto ante los despojos que van dejando las manos de la humanidad, víctima infalible a su vez de los excesos deliberados que sigue tomando por necesidades. Tu invectiva, que con toda propiedad podríamos llamar sacudimiento de mentecateces, ha desatado el trueno de algunas imágenes conmovedoras dignas de ser recordadas en el herbario que recolecto, desde hace años, en bosquecillos foráneos.

      Hecho el reconocimiento de campo, admito que me da grima extenderme sobre un asunto que, no tanto por alipori como por hastío, me esteriliza el pensamiento, pues no es otra mi reacción ante la propaganda cruzada de quienes han de incendiar los instintos gregarios para expandir el pulso institucional con el empuje de los menos escrupulosos o mejor dispuestos a concitar dogmatismos. Quiero matizar, sin embargo, que a pesar de haber sido escritas con una intención transversal a cualquier nacionalismo, la trayectoria de mis líneas tiene como blanco prioritario la óptica de los sitiadores, a los que no he identificado en atención a la relatividad del fenómeno, ya que la comunidad sitiada no solo puede sino que suele ejercer el papel de sitiadora de otras minorías en su terruño, donde se siente en posesión absoluta de la razón política, religiosa e incluso étnica.

      Discrepo de tu exposición de motivos en cuanto a las ventajas que atribuyes a una pequeña patria; que esta sea más o menos dañina no depende solo de su pujanza bélica o de su importancia geopolítica, ni tampoco de su entrega al desarrollo tecnológico en detrimento de otras sensibilidades ancestrales. Países exiguos y sin apenas una estructura estatal consolidada pueden reprimir sistemáticamente a los disidentes, o simplemente a los que resultan incómodos o inasimilables para el orden impuesto, con una panoplia de machetes, martillos, hoces, palos y, por supuesto, ingentes dosis de mitomanía. No fueron potencias relevantes a nivel mundial las protagonistas de los genocidios africanos que contempló la última década del siglo que nos vio nacer, o, sin salir del marco europeo, las que se vieron enzarzadas en el último atolladero de los Balcanes. A mi parecer, es el miedo contra el otro lo que funda patrias y lo que las vindica, una engañosa heterofobia cuya lógica inherente consiste en llegar a ver una parte de sí reflejada en aquel que, haga lo que haga, es aplaudido como uno de los nuestros, frente a otra parte que, debidamente separada de lo que uno es, recae con hostilidad sobre quien, por mucho que se esfuerce, nunca podrá de suscitar repulsas viscerales. El máximo exponente de la territorialidad es la deshumanización de un enemigo real o ficticio, y el adversario deshumanizado el requisito que otorga su energía sanguinaria a los pogromos y las guerras civiles. No puede negarse que un poderoso aparato mediático, industrial y militar agravará el totalitarismo coagulado en forma de nación, pero sus orígenes son netamente biológicos y su crueldad depende en primer término de factores germinales como la arbitrariedad de miras del patriota que de los recursos materiales puestos al servicio de la exaltación nacional.

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    2. 2/2

      No hace demasiado tiempo me contaba mi sobrina, que tenía por entonces siete años, cómo en su clase las chicas de pelo lacio, que a la sazón formaban una mayoría moral, habían formado una especie de entente que tenía por seña de identidad excluir de sus juegos a las niñas de cabello rizado: eso es patria en estado puro. También yo podría relatar anécdotas de una crudeza lacrimógena sacadas de la infancia por la que hube de transmigrar en calidad de «bicho raro». A otras escalas, el mecanismo motriz es el mismo, de ahí que bajo cualquier bandera lo sensato, a mi juicio, sea sentirse inequívocamente extranjero. Tal es la herencia que compartimos con primates xenófobos y agresivos como el chimpancé o el babuino. Para el caso que nos ha incitado a glosar estos delirios patrióticos, entre catalanistas me vería catalogado de inmediato como un despreciable castellano, y no te quepa duda de que merecería el sambenito de traidor si no velara mis pensamientos entre mis más próximos vecinos españolistas.

      La única bandera que asumo, la que al margen de mi querer me palpita en verdad mía, es la soledad mortal de criatura conectada en su consciencia al sufrimiento de otros seres y, si me pusiera folclórico, «la ropa tendía» que saluda en el rostro de mi casa al visitante, como cantaba cierto extremeño. Puedo comprender, y aun estimular, un justo sentido de la solidaridad entre los habitantes de un territorio cuando se trata de repeler con firmeza a un invasor e, igualmente, cuando lo decente pasa por impedir la continuidad de una tiranía local, no más. Mientras que la matria es para mí la lengua en que escribo (no mejor ni peor que otras, solo la que me ha tocado en sintaxis habitar), lo patrio podría tener, a lo sumo, un valor defensivo contra la hipertrofia de cualquier movimiento de posesos en cuyo nombre tengan algunos la pretensión de convertirse en los proxenetas de todo cuanto respira dentro o alrededor de sus fronteras, sin olvidar por ello que tanto el particularismo de un pueblo como el universalismo que hoy nos venden como panacea para remediarlo han funcionado en la dinámica de la modernidad como una palanca pasional, accionable desde ambos lados del espectro político, según las conveniencias estratégicas de los líderes. De este modo, fue promocionado el devenir del Estado-nación con el propósito de radicar técnica y mentalmente los formatos de gobierno más favorables al desarrollo de negocios que solo después, mediante un proceso en el que todavía estamos inmersos, ha sido encarrilado hacia la implantación de un Estado-planeta donde las plataformas nacionales sirven para poco más que asegurar el control policial y administrar la adecuada marcha de las inversiones financieras.

      Las mal resueltas tensiones nacionalistas confieren alcance profético a estas palabras de Gómez Dávila en las que recalé semanas atrás, cuando el procés era mera verborrea: «El enjambre humano retorna sumisamente a la colmena colectiva, cuando la noche de una cultura se aproxima».

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  3. Agradezco que de algún modo me hayas estimulado de forma impersonal a sacudir mis ideas sobre asunto tan bochornoso como este que nos ocupa desde el siglo XIX. A pesar de la imagen literaria, no me siento en realidad descendiendo de ninguna torre de marfil. Los ánimos concretos de las personas y los vectores mayores del sufrimiento me atrapan a una realidad subyacente mucho más directa y cruda que las intrincadas triquiñuelas argumentativas de "unionistas" (vale decir, aquellos que no gozan con el cercenamiento) e "indepes" (apelativo autodefinido que muestra cuál es la seriedad de la supuesta necesidad histórica). Aunque objetivamente piense que la razón en este caso esté jurídica e histórica mucho más del lado del estatalismo, no por ello dejo de entender las raíces seculares de una injusticia hacia una pequeña lengua que hasta hace nada no ha recibido el respeto que merecía; de todas las reivindicaciones de los secesionistas, la única que acepto sin paliativos es la defensa de la lengua propia. Hay algo muy digno de compasión en aquel que se levanta cada día con un nudo identitario entre la lengua que le hablaba su madre y la que utiliza en otro tono para comunicarse con aquellos que dicen ser sus compatriotas y que, sin embargo, lo desconocen casi todo de sus resortes imaginarios. Hay ciertamente secesionistas con un caos mental tan grande que no reniegan de su identidad nacional mientras votan por quedarse únicamente con la provincial; realmente penoso tener ideas tan poco claras, reflejo de inseguridades muy poco envidiables. Todo el resto del debate me parece tan apasionante como la persecución psicológica a la que juegan el astuto asesino y el no menos astuto detective en una aguda pero intrascendente novela policial. Personalmente, más allá del varapalo económico que causaría la alocada secesión, no me ofende tanta puerilidad, y hasta creo que, si no fuese por el sufrimiento de los más afectados, sería una didáctica ejemplificación del asombroso poder de la contrainformación incesante sobre las mentes débiles de las mayorías. Estará por escribir una novela filosófica sobre los eventos de estos días.

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  4. Suscribo en general todo lo que has tipificado. Cierto que las potencias más esclavistas de la pasada Europa han sido adorables naciones de prados verdes como Holanda, Bélgica e Inglaterra. Pero, si puedo apuntar un matiz, las regiones con ínfulas de soberanía tienen a su favor el haber interpretado demasiado tiempo el papel de víctimas, y de ese modo se han castrado a sí mismas para imponerse con autoridad moral sobre la inocencia de masas oprimidas de ultramar. Balbucean tanto la palabra "democracia" que gasear al moreno les provocaría el estallido de sus cabezas por muy simplificadas e incoherentes que se hayan tornado. Lo más que lograrán será la cobarde imposición sobre los disidentes, obligados a lo sumo a abandonar sus jardines y exiliarse al desierto -lo que ya es bien triste, pero no sangriento-. Es algo que ha comenzado con ritmo hitleriano, como se está viendo, pero que se detendrá -espero- en el punto en que la euforia colectiva no sobrepase a la más elemental norma de educación que supone no acuchillar al que tose, como sí pasó en tierras euskaldunes, imperfectamente civilizadas. No creo que llegue a haber muchos muertos en este ataque de vanidad, histeria y paranoia que posee a las regiones ricas de España, Italia o Canadá, e incluso puede que nunca haya ninguno. Sobre todo, hay que reconocer que hay pueblos mercantilistas -y todos los occidentales lo somos en mayor o menor medida- que tendrán que despertar salvajemente de su ensoñación cuando la evidencia de los porcentajes comience a golpear en sus bolsillos. Auguro el triunfo total solamente a ideologías más cortoplacistas, como el mero consumismo hedonista del capitalismo omniabarcante, y, en el otro extremo del arco, a ideologías brutales, cínicas y transfronterizas como el islamismo radical, mucho más amplio de miras en su tarea de cegar a los que no miran así. Los nacionalismos todavía nos perturbarán y quizá nos hieran a algunos hijos, pero la catástrofe vendrá, a mi juicio, de salvajismos menos folclóricos.
    Desde luego que la biología es la base de todo gregarismo, y al mencionarlo señalas el meollo último del asunto, en el que tan poco se incide. La supervivencia tiene sus razones para la cohesión grupal. El problema está cuando la propia identidad se convierte en la única meta digna, y la totalidad de sus consecuencias prácticas y metafísicas son obviadas. Yo siempre he dicho que ya poco importa la delimitación de las naciones dada la extinción de las naciones sagradas. Es algo tan absurdo como encontrar a un sacerdote que hablase exclusivamente de la belleza de los ropajes que porta, en lugar de rendir servicio a su función ministerial proyectándonse al espíritu. Precisamente sé de un libro de un tal Adolf Tobeña, titulado "La pasión secesionista" que compara el nacionalismo exacerbado no con una demencia, sino con un estado de enamoramiento. A falta de haberlo leído (aún no estoy seguro de que mi interés en la psicología de masas llegue a tanto ni aun en estas horas en las que se está produciendo lo que jurídicamente es todo un golpe de estado), mi intuitivo modo de ver la comparación es idónea: se trata de un estado de obnubilación parcial perfectamente fisiológico que no impide el correcto funcionamiento de la mayor parte de las funciones vitales ordinarias. Una nación perfecta y satisfactoria, algo que nunca ha existido sobre la faz de la Tierra, es lo que desea todo el que, por lo demás, comprueba diariamente la tozuda contradicción de los hechos, despreciándola.

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  5. A todo esto: la sentencia de Gómez Dávila, tan pulida como las mejores de las suyas, resume bien otra faceta del asunto, sí. La histeria brota por aburrimiento y por insatisfacción de pulsiones ocultas, aparentemente inexplicables. En el siglo XIX abundaban en la pequeña y gran burguesía europea las mujeres clasificadas clínicamente como "histéricas"; en su mayor parte no se debía aquello más que a la represión de la vida social y sexual a la que se veían sometidas. Hoy, en cambio, ya no hay apenas histéricas patológicas en Occidente, aunque reveladoramente sí abundan todavía en países islámicos, como es comprensible. Ahora, en la de otra forma constreñida Europa, una vacuidad espiritual y un inacabamiento material, las bajas pasiones y la falta de educación sentimental irán llevando a los ricos con lengua minoritaria a creerse los herederos de la Edad de Oro y a escupir desde ese castillo de miseria moral del que acabarán despeñándose, empezando por los más tramposos.
    Siento haberme explayado tanto. Creo que me queda ya poco que decir sobre el asunto e incluso menos ganas me quedan, si cabe. Solamente me queda desear desde mi plácido estado (por lo visto ahora habitamos entidades jurídicas y no territorios) que el saldo final del malestar que cabalga sea el menor posible.

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    1. No te excuses por ser prolijo, haz el favor, que donde yo no hago huella tú echas jugosa raíz.

      Si no he cerrado los comentarios del blog a estas alturas de la vivisección es, lo admito, por deferencia a las dos o tres almas que sembráis la palabra dello con dello. A no restarme claridad, en parte por cesión a la fugacidad y en parte por cansancio, la tendencia de mis últimos ahoras es agradecer a los lectores el silencio —o la escucha— que suele reinar alrededor de cada salida al ruedo, cada vez con «menos tela y más araña», como reza la elocuencia de un amigo.

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