Barco negrero estibado según criterios británicos |
Frederick DOUGLASS
Narración de la vida de un esclavo americano escrita por él mismo
¿De qué ha servido atesorar durante milenios lo más ungido de la sabiduría de Oriente y Occidente aparte de dar pábulo a pretextos, a cuál más alevoso, con los que resarcir la impotencia de soslayar la mirada de un niño al omitir explicarle que ha sido engendrado para verse desencajado en cuantas cuitas le imponga la existencia, y corroído en su condición de alcantarilla de males, sólo por surtir de satisfacción a un antojo emprendido por alguien que no se contuvo en transmitirle la herencia fatídica de venir al mundo, el «abismo del alma» según Artaud?
Tener un bebé no es un juego, salvo que sea esa la interpretación subjetiva de un problema muy real cuya única solución está en la huesa. Ninguno de los azotes que ha padecido, padece y padecerá la humanidad tomaría cuerpo sobre el que cebarse sin el látigo de la pasión por reproducirse. Acerca de la inconsecuencia que define a los progenitores, David Benatar denuncia que «una vida de ensueño resulta tan rara que por una que así sea existen millones que son desdichadas»; incluso desarmados en virtud de amorosas intenciones, «juegan a la ruleta rusa con un revólver completamente cargado y que no apunta a sus cabezas, sino a las de su futura descendencia».
Hay que sentirse muy demediado para querer hacer hombres enteros con los trastos de procrear; no merece sino categoría de disfunción que los miembros más irresponsables de nuestra especie continúen proliferando a ritmo de atrocidad y que nadie consciente de lo que entraña multiplicar las presencias en este invernadero se atreva a llamarlos a la razón de cuestionarse su voluntad de crecer. ¿Por qué ser lúcido pudiendo ser normal? La educación, los instintos, el miedo a transgredir costumbres ancestrales y la lucha por destacar se ocupan de inculcarnos los condicionamientos necesarios para hacernos creer que la vida, por injusta que sea, representa un regalo que debemos preservar y optimizar a ultranza, pero una persona solo puede llegar a tal convencimiento si asume que toda su misión consiste en comportarse como una herramienta.
Más preocupante que la evolución de la tecnología hacia una inteligencia similar a la humana es que los humanos tiendan, por medio de su integración en ese proceso, a involucionar cada vez más semejantes a los artefactos que concentran la persistencia de su fe proteica en un demiurgo. Labores no son albores, y sobrecogernos porque la bestia más dañina del planeta haya quedado prisionera de su propia carrera industrial es otra hipérbole de la necesidad de amortizar nuestro desatino colectivo. Reducidos a un registro de cantidades provistas de algunas propiedades burocráticas y mercantiles, los individuos nacen, crecen y mueren almacenados en depósitos sociales que garantizan, a varios niveles, el suministro regular de repuestos a un sistema cíclico que cuenta con tres momentos capitales: la producción (circuito laboral), la reproducción (circuito genésico) y la postproducción (circuito cultural). Como antes el aceite de ballena, la transfusión plutónica de combustibles fósiles lubrica la ilusión cinética de funcionamiento que esta maquinaria ostenta mientras evade su responsabilidad encasquillada en las supuestas bondades de su fisiología depredadora. Empujados por titanes anónimos bajo la permanente vigilancia de centinelas electrónicos, penetramos en los tiempos del último mesías.
Hay que sentirse muy demediado para querer hacer hombres enteros con los trastos de procrear; no merece sino categoría de disfunción que los miembros más irresponsables de nuestra especie continúen proliferando a ritmo de atrocidad y que nadie consciente de lo que entraña multiplicar las presencias en este invernadero se atreva a llamarlos a la razón de cuestionarse su voluntad de crecer. ¿Por qué ser lúcido pudiendo ser normal? La educación, los instintos, el miedo a transgredir costumbres ancestrales y la lucha por destacar se ocupan de inculcarnos los condicionamientos necesarios para hacernos creer que la vida, por injusta que sea, representa un regalo que debemos preservar y optimizar a ultranza, pero una persona solo puede llegar a tal convencimiento si asume que toda su misión consiste en comportarse como una herramienta.
Más preocupante que la evolución de la tecnología hacia una inteligencia similar a la humana es que los humanos tiendan, por medio de su integración en ese proceso, a involucionar cada vez más semejantes a los artefactos que concentran la persistencia de su fe proteica en un demiurgo. Labores no son albores, y sobrecogernos porque la bestia más dañina del planeta haya quedado prisionera de su propia carrera industrial es otra hipérbole de la necesidad de amortizar nuestro desatino colectivo. Reducidos a un registro de cantidades provistas de algunas propiedades burocráticas y mercantiles, los individuos nacen, crecen y mueren almacenados en depósitos sociales que garantizan, a varios niveles, el suministro regular de repuestos a un sistema cíclico que cuenta con tres momentos capitales: la producción (circuito laboral), la reproducción (circuito genésico) y la postproducción (circuito cultural). Como antes el aceite de ballena, la transfusión plutónica de combustibles fósiles lubrica la ilusión cinética de funcionamiento que esta maquinaria ostenta mientras evade su responsabilidad encasquillada en las supuestas bondades de su fisiología depredadora. Empujados por titanes anónimos bajo la permanente vigilancia de centinelas electrónicos, penetramos en los tiempos del último mesías.
Aunque desde los sectores menos interesados en divulgar información susceptible de acelerar el disloque, comprometidos hasta las heces en fomentar el sonambulismo social a fin de retrasar la muerte clínica de sus saqueos, sea todavía objeto de controversia la teoría del Pico de Hubbert, la comunidad científica no centra el debate sobre la crisis energética en averiguar si asistiremos al agotamiento del petróleo, lo dirige a precisar cuándo ocurrirá. Los estudiosos del fenómeno sitúan entre los años diez y quince de nuestro embarrancado siglo el cénit en la producción de este combustible con una inflexión también conocida como Peak Oil. El vertiginoso encarecimiento de los precios de los bienes básicos y el ulterior colapso financiero que vaticina la escasez de tan sombrío fluido podría crear un escenario de despertares propicios a relaciones simbióticas, imprescindibles para un cambio de modelo económico, si la coyuntura de transición hacia el uso de recursos menos destructivos no estuviera acompañada por el declive de otras reservas fundamentales, como el agua potable y la talla moral. Sin lugar a dudas, la población comprimida, sedienta, enferma y arruinada, sometida a restricciones y arbitrariedades que hoy por hoy muchos conocen solo de oídas, extremará su patrimonio de ingenios y codicias hasta límites no por pasmosos menos sospechados, pero será finalmente la sequía de la dimensión moral la causante de los estragos más graves en la deriva irreversible hacia el exterminio a partir del punto crítico del deterioro de la coexistencia, el Peak Human, donde ni el dinero, ni el prestigio, ni la legalidad, ni la preparación académica, ni las dotes de persuasión, ni el armamento disponible, ni el suministro de víveres, ni Dios ni su Santa Madre Iglesia, serán, juntos o por separado, tan determinantes en la conservación de algo parecido a un asilo de respeto como la integridad de la conducta individual, atrapada sin remedio en el hundimiento de las estructuras humanas que habrá de suplir con una disciplina de valores autónomos, visiones prístinas de la cartografía mental y cordiales modos de resistir la atmósfera enrarecida por su vecindad con los disturbios, las plagas, el canibalismo, las convulsiones climáticas..., todas las variedades de desesperación latentes en las circunvoluciones de la historia.
Fuera de las turbulencias sobrealimentadas por fantasías de tipo escatológico y deducido el encarnizamiento provocado por las fricciones entre pueblos que proclamaban su señorío desde panteones diferentes o desde diferentes formas de interpretar una misma deidad, no parece del todo inexacto pensar que los pobladores del Viejo Mundo que vadearon el año mil no tenían demasiadas razones objetivas sobre las cuales fundar sus fúnebres presagios de inmolación; los nacidos al doble de distancia del que a juicio y sentir de aquellos evangelizados era su Redentor, tenemos, por el contrario, los indicadores apropiados para anticipar el aspecto de la hecatombe y ningún propósito sincero de tomarlos en consideración. Acelerar hasta la colisión, he ahí la consigna presente dondequiera. Verdaderamente se hacen torvos de comprender mis coetáneos cuando comentan, entre despectivos y sorprendidos, el peligro adyacente de ver abocada su posteridad a un «futuro apocalíptico», pues no hay futuro que pueda ser sostenido por el desarrollo de la civilización sin fabricar un grado de catástrofe superior al actual. Si algo significa el porvenir es que a partir de ahora será peor. El relato habitable se contrae.
Tomar conciencia de la barbarie administrada de cuanto sucede a nuestro alrededor no supone que uno tenga capacidad para revertirla, ni tampoco que actuar contra el embrutecimiento generalizado sea un método útil para cosa distinta que recrudecer sus efectos. La realidad es tan incongruente por sí misma como el intento de superarla a fuerza de utopía. De la creencia golosa en el progreso incesante a la expiación planificada por un orden ecologista, análogo arreglo traen los ideales a la sociedad que las emanaciones tóxicas a la polución ambiental. Necesitamos una aleación ética adaptada a la inmersión en el cataclismo o tener a punto una ración de cuatro gramos y medio de fenobarbital.
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