Los fines son elección simiesca; sólo los medios son elección del hombre.
Aldous HUXLEY
Mono y esencia
Al ser una criatura incompleta, la bestia humana resulta inimitable por su capacidad de fantasear para sucumbir mejor a la realidad. Puede concebir la más perfecta armonía universal sólo para empeñarse en refutarla a cada instante con la fuerza de su antojo y la ceguera de su lucidez. Dentro de sus atributos imaginarios, y ya que estamos a punto de embalsamar el año que a poco termina por embalsamarnos a nosotros —que no somos políticos, ni banqueros, ni arzobispos, ni desde luego tenemos la desfachatez de codearnos con la fauna bilderbergense—, está el de su loco pero estimulante ingenio para darse humanamente a lo divino, que para mí siempre ocupará un lugar secundario respecto al no menos loco y estimulante arte de darse divinamente a lo humano.
Hace unos años, como parte del Glosario con el que inicié este blog, traté sin éxito de concretar una definición de Dios que agotara en credibilidad las precedentes y usurpara el deseo a los previsibles ensayos consecuentes de restauración: no tanto por elevar un dique de índole desdeificante que me siento incapaz de pergeñar, como por ponerle freno a mis ya disipados ímpetus místicos. Permitidme que la reproduzca y con ella me despida de vosotros hasta que las musas me arreen de nuevo hacia el precipicio del espacio en blanco:
«No hay nada más absoluto que la relatividad polisémica de Dios. Aun tratando el concepto de divinidad desde un enfoque monoteísta, proliferan sus máscaras según el temple de quien se acerque al enigma. Está el Dios vigilante que proponen las ortodoxias teológicas como creador y legislador del mundo, el Dios panteísta que se funde e identifica con la totalidad del cosmos, el Dios invertido de los ateos que brota en la mente humana como un arrebato de debilidad y ofrece un consuelo ficticio al que recurrir ante la dureza de una existencia que escamotea las explicaciones que pretenden darle sentido. Mencionaré, por último, el intento más arriesgado de rescatar el prestigio de la divinidad mediante el notable alegato de la experiencia mística, desbordamiento inefable del yo en el que Dios, supuestamente, se hace asequible al revelar un tesoro de plenitud que trasciende las miserias del entendimiento. Por otra parte, la lógica no aporta nada sustancial al problema de Dios, pero si confiamos en la aplicación de su método, la conclusión inevitable es la paradoja, un callejón sin salida para la razón en el que tanto agnósticos como iluminados verifican la falsedad de tratar de conocer al omnisciente interpelado que también fuera virtual o camuflado invertebrado gaseoso para otros. En cualquier caso, plantear la realidad de Dios implica un ocaso del pensamiento en el horizonte borroso del absurdo, ya que si Dios es posible, no es posible pensarlo; pero si por el contrario es pensable, no hay posibilidad de saber si es. Incluso si descartamos la biosfera y sus aledaños como la tesis doctoral o el experimento inconcluso de una deidad en formación, Dios bien puede no haber nacido aún y habérsenos atascado en las dendritas como un aborto perpetuo. Tal vez la sugerencia menos frustrante para la inteligencia esté fuera de la encrucijada viciada entre creer y no creer que insta a mantener el juicio en un etéreo, casi glorioso suspenso».
Al igual que el viejo tigre de Hokusai, esta noche seré un felino retozón sobre la nieve maculante de las vanidades.
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