8.4.17

HÁGASE LA LUZ Y NO LA CARNE

Arcimboldo, La Tierra
Decía que la vida larga era prisión luenga, retablo de duelos, soledad de amigos, vergüenza de haber vivido y temor de no vivir.
Juan RUFO
Apotegmas

Parafraseando a Esquilo, el dramaturgo a quien se atribuye la sentencia donde anunciada está que «la primera víctima de la guerra es la verdad», habría que señalar que la primera víctima de la verdad es la paz porque a través de ella se nos revela el irreductible dolor de ser.

Errores de bulto los hay en infecciosa demasía; tantos, a ceñir verdad, como personajes guarnecen el linaje humano con su desatino, y entre los que han de tenerse presentes por ser graves y alimento de otros muchos no debe olvidarse el desliz de juicio cometido cuando se cree que por ser miembros de una misma especie todos los coetáneos han evolucionado en sincronía.

Cuando juntas o por separado la escasez de discernimiento, la aversión a la prudencia y la atrofia de la sensibilidad impiden reconocer los daños causados a otros por codiciar falsos bienes, e incluso llégase a la común tropelía de confundir el nacimiento con la dicha y la ruina con la prosperidad, las consecuencias del gusto por la perversión aparecen tan ligadas al relevo de los cuerpos como la cara y la cruz de una moneda viva cuyo sobeteo de generación en generación no basta para sacarle lustre al metal humano bajo las capas de mugre acumuladas durante milenios.

Anotemos, a la deshilada, que entre los resoles del desvelamiento y la intensidad del horror media una conexión que propende al absoluto. Y notemos, con esa diafanidad visionaria a modo de transfixión, el arrojo de mirar una época incapaz de encubrir por más tiempo la fusión fría producida entre el ciudadano y el carroñero, que es análoga —si no deudora— a la habida entre el hábito procreador y el oficio de carnífice.

De la multitud que dice preocuparse por las calamidades que acuñan a golpes de embrutecimiento la esfera terrestre, aún son pocas las personas que no se aferran enajenadas al celo de su condición con tal ansia de literalidad que solo gracias a un descarrilamiento mental podrían cerciorarse de que su mayor desgracia no radica solo en haber venido al mundo, sino por encima de todo en la maldición de haber logrado contagiar sus genes. La moral convencional, sin embargo, lejos de desalentar los propósitos del supuesto instinto reproductor ni allí donde más penosos resultan sus siempre devastadores efectos, prefiere promocionarlo con un empecinamiento parejo al esfuerzo invertido en desautorizar las críticas vertidas contra el natalismo, antes que nada, por el temor de ver en suspenso el acicate biológico a la continuidad de la ganadería social; temor infundado, pues la humanidad cuenta con tan abultado número de descerebrados entre sus filas de integristas que aducir como un peligro para su perpetuación el descenso de la natalidad —¡así lo fuera!— constituye una falacia y otro campo de disensión abierto a la inteligencia de quienquiera que no se tenga por un esquirol del suplicio.

Si tan indigno de una persona cuerda sería el ponerse a cortar cabezas cada vez que una situación provocara su cólera, deberíamos preguntarnos por qué consideramos inocuo que alguien se ponga a esparcir hijos cada vez que siente con servil comezón la llamada multiplicadora de la naturaleza.

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