Todo hombre acostumbrado a recargar sus fuerzas en la acción está destinado a transgredir los límites que prevalecen en el ambiente que le sirve de escenario y, a todo transgresor, en algún momento de su carrera se le plantea la disyuntiva entre ser un bandido o convertirse en fermento revolucionario; entre formar parte del empresariado clandestino menos escrupuloso o fomentar la revuelta social. La mayoría prefiere ser un criminal porque resulta más ventajoso económicamente, unos pocos ponen su arrojo al servicio de una causa que los hace sentir nobles, mientras que solo los muy grandes llegan a conjugar ambas facetas haciéndose respetar por sus hazañas hasta entrar con nombre y por derecho propio en el reino de lo legendario: son seres infrecuentes estelados por la admiración no exenta de escándalo que aciertan a suscitar con sus actos locamente rectos, con sus razones cuerdamente torcidas. A ellos, difamados por los dueños del mercado y siempre en peligro de extinción, les dedico este matute de palabras.
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Ningún comentario recibido con posterioridad al verano de 2019 recibirá respuesta. Hecha esta declaración de inadherencia, por muy dueño que me sienta de lo que callo dedico especial atención a los visitantes que no marchan al pie de la letra.