Vittore Carpaccio, San Giorgio e il drago |
Aprovechando que aún no temo convertirme en carroñero de mí mismo, empezaré el nuevo año con algo viejo. Tanto es así, que al buscar entre mis primeros papeles un artículo que publiqué hace una centuria en un periódico ya desaparecido, encontré una serie de instantáneas imaginativas que titulé Caprichos del ego nuestro de cada día y de las cuales os ofrezco una pequeña muestra, nada extraordinaria, que hará pupa en los paladares más delicados:
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Un piano cuyas teclas son dedos momificados y cuyo sonido, cuando es bien escuchado, produce en el oyente una catatonia progresiva.
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Era un tipo tan chulo, que cuando pasaba delante de un espejo se escupía a la cara.
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Crucificarse a cabezazos y desclavarse a bocados.
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Semen fosforescente que al ser expelido se transforma en múltiples pompas danzarinas provistas de cremalleras que, una vez abiertas, dejan entrever los clones en estado fetal del eyaculador.
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Un ejército de cuerpos reversibles formando una infantería de espasmos.
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Una cuna fabricada con la pasta ósea procedente de los cráneos pulverizados de los ancestros del bebé que la ocupa.
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Líos del amor: Besar locamente a otra persona hasta anudarse, literalmente, las lenguas.
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El cielo convertido en un espejo viscoso que recoge y deforma, como un lodo cristalino de reflejos imposibles, todo lo que sucede aquí abajo.
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Testículos desmontables a modo de bolsillos supletorios.
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Reloj holográfico que resta el tiempo que nos quedan para ser hologramas en la memoria de quienes nos soportaron.
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Al finalizar el recreo onanista el sudor de sus nalgas ha dibujado en el colchón la silueta perfecta de un útero.
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Unidos por la quijotera: Un coño en la nuca; una polla en la frente.
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Acudir a una manifestación de ecologistas ortodoxos luciendo un traje entallado de piel de tigre siberiano, una capa de oso panda y gruesas botas de ballena azul mientras se azota a un monito tití para llamar la atención por si lo primero no fuera suficiente.
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Todo un hombre: Me hice una armadura de costras con las llagas que infligí a mis peores enemigos.
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Sobre columpios de sueño y agonía, he visto termitas horadando mis huesos, pegamento circulando por mis venas y sal macerando cada una de mis fibras nerviosas. A continuación, han acudido larvas que me han escarbado el corazón, tarántulas que me han cosido a mordiscos la médula espinal, pulgones que han succionado la poca sangre de mis arterias, ratones que han corrido furtivos por las galerías de mis intestinos, alevines de piraña que se han apiñado en mis testículos y, como remate, una boa crispada que ha reptado por mi tráquea hasta reventarla.
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A los ángeles procaces, en vez de granos, les salen erupciones de rosas minúsculas. Y a los diablos, cuando transgreden sus comunes felonías, las verrugas y diviesos se les confabulan en garrapatas.
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Cuando las células en gestación gritan al unísono el corazón toma vida. Desde entonces, con cada latido, el cuerpo nos recuerda que sigue cautivo en una orquesta fisiológica de lamentos apresurados.
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Las calaveras sueñan con servir de panal a un enjambre de abejas disecadas que recolectan lágrimas de niños moribundos, baba de coños meretrices y sarro dental de bocas que, a falta de pasta y cepillo, se han frotado con un manojo de pelos arrancados del perineo de un reo que acaba de ser ahorcado tras haber recibido una paliza con gomas de butano.
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La mujer de la abundancia posee unos pechos que rezuman vino, caga enormes magdalenas que saben a tiramisú, orina cerveza y al besarla vomita con estilo, sin arcadas ni aspavientos, copos dulzones de óxido nitroso.
Introduje el esperma recién ordeñado en el microondas y a los pocos segundos estalló como un puñado de palomitas que imploraban mi regazo con un aire demasiado familiar para burlarlo.
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Introduje el esperma recién ordeñado en el microondas y a los pocos segundos estalló como un puñado de palomitas que imploraban mi regazo con un aire demasiado familiar para burlarlo.
Fuente: El libro de fuego. Inédito. 1998.
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