21.10.06

CARTA DE UN DESCARTADO

Pierre-Auguste Renoir, Le lecteur
Todo es posible, efectivamente: nada es probable.
Ademán matutino

Como no entra en mi proceder dar castigo a los amigos, que constituyen un público selecto, esbozo esta carta para ninguno, tal vez así me exima de todos.

No sería honesto aspirar a exponer mis cuitas de forma sistemática, pues yo mismo soy un portento de incertidumbre y ni siquiera me atrevo a utilizar sin resistencias la presunta coherencia en la que amparo mis desamparadas divagaciones. De hecho, no sé ni cómo voy a continuar el siguiente párrafo, aunque me hago un armadijo de idea...

No sería extraño que algún día mis ánimos se resuelvan en el suicidio; de momento, prefiero complicarme la vida a golpe de hígado y médula espinal, decisión que no modifica mi suerte: nunca seré yo, en la raíz de esta curiosa imposibilidad nace mi más cavernosa identidad. Suena bien, es cierto; tan cierto como lo contrario.

De vuelta de la vida sin haber empezado a vivir, ahora comprendo el fanático fervor con que me insultan mis tuétanos esperanzados. Que haya naufragado en el intento no debe ser óbice para que otros naveguen, pero sí una poderosa advertencia. No miento al confesar que las circunstancias se torcieron. Tampoco es falso que siempre fui hostil a mí mismo. Soy un idiota, no un idiota integral, sino un idiota larvario, pues podría ser mucho más competente en este papel con poco esfuerzo. A mi favor, por más que el favor sea relativo, puedo decir que he conseguido hacer de la idiotez un arte en cuyo ejercicio cotidiano me atribuyo no poca maestría. Y, puesto que estoy siendo sincero, debo añadir que no me han faltado ilustres referencias para el cumplimiento de esta dudosa labor en mis coetáneos. El precio es alto, obviamente, pero dispongo de una vida completa para hipotecarlo... Tonterías, lo que llevo escrito debería suprimirse; o mejor, no: así pondré una vez más en evidencia la estupidez que cual sombra sin sol subraya cada uno de mis actos. Actos en los que, por otra parte, sólo reconozco la huella de mi paternidad cuando los desprecio. Y no por un exceso de celo o un vicioso complejo de infravaloración, sino por gratitud hacia una región de mi carácter que aún no he aprendido a nombrar.

*
Considero que declararse seguidor de un credo sólo manifiesta la porción de mal gusto que uno está dispuesto a cargar sobre sus sienes, lo que no me impide ser profundamente religioso aun en ausencia de Dios. Más que saber me agrada cuestionar, tal es mi también cuestionable sacramento. Racionalmente puedo aceptar la posibilidad de un Dios inverso (finaloso, finético o conclusivo serían términos no menos ambiguos, pero desde luego más ingeniosos) que emerja del devenir como extracto depurado del cosmos. Pero al no poder demostrarme la racionalidad del universo, y mucho menos la calidad de esta conjetura metafísica, me veo impelido a hacer concesiones al componente emocional de la realidad. Emotivamente, por tanto, y debido a las insuficiencias que a menudo parasitan mi alma, estoy dispuesto a jugar con la creencia en una deidad al estilo panteísta que unifique todas las partes en un solo Ser donde el mundo no necesite salvarse porque cada suceso, por ridículo que parezca, esté justificado eternamente por el mero hecho de existir. Soy consciente, sin embargo, de que este misticismo se deriva directamente del cansancio: no se trata tanto de un temor a la acción, como de la acción mínima e indispensable para vivir sin temor a la acción. Mi fe es la condensación de un miedo sin miedos, y asumirla exige un gesto de intensa valentía. Valentía suprema que celebra como condición primera la renuncia a todo querer, incluso a la valentía de seguir queriendo renunciar.

*

Pienso: Al igual que nuestros pensamientos no pueden escapar de la realidad, la realidad se adapta a nuestros pensamientos o los termina plagiando.
Siento: En realidad no estoy pensando nada al creer que pienso algo. Tomo un concepto, lo amaso, lo estiro, lo relleno de palabras. La consecuencia de ello es un calvario de metáforas huecas que sólo responden a la utilidad de mascar inútilmente el cerebro como un chicle que ha perdido el sabor.
Pienso: Pretendes acusarme de falsear los hechos con ideas, pero la realidad no necesita demostración porque es lo que es.
Siento: Yo también me incluyo en ese es lo que es, así que mi opinión tendrá un peso específico.
Pienso: Por supuesto, y con tu particular manera de sentirlo estás aportando nuevos matices que, con independencia del juicio que te sugieran, siguen integrando (o desintegrando, para el caso es lo mismo) el cuerpo de la realidad. El universo, como parte sensible de la realidad, es plástico porque admite sin merma cualquier interpretación subjetiva, pero las interpretaciones únicamente son fieles al universo en tanto afirman su plasticidad.
Siento: Lo que dices es razonable y, en gran medida, perfectamente pensable. Lo difícil es transformarlo en algo creíble.
Pienso: No importa que te parezca increíble, eso no lo hace más falso ni más veraz.
Siento: Pero si no puedo creerlo tampoco acierto a entenderlo. Y si no lo entiendo es como si no existiera.
Pienso: Creer equivale a abrazar una ilusión porque se experimenta la necesidad de esa ilusión junto con la ilusión de esa necesidad, lo que en la práctica ordinaria se acopla a un significado de satisfacción personal o algún otro tipo de conveniencia vital. Sólo puedo añadir que para creer es necesario querer creer; pero para querer creer hay que creer en querer.
Siento: ¿Cómo querré entonces creer si apenas creer puedo en lo que quiero?
Pienso: No lo sé. Aunque para ser más precisos, no sé si no lo sé. Tendría que pensarlo mejor.
Siento: Y, mientras tanto, ¿qué?
Pienso: Respira hondo.

*

Creo que prefiero desistir de mi empeño narrativo. Cada frase, precedida de la elucubración alrededor de la cual gira, establece un vínculo secreto con lo monstruoso. Revelarse decolora y, siguiendo este subsentido, la tinta de mis escritos posee la frescura de la carne hecha verbo sanguinolento. No penséis que me alegra la ejecución de esta hazaña parcialmente prodigiosa, para ello tendría que ser más narcisista y menos crítico. La alegría, especialmente la que no se incrementa con inyecciones de necedad, es una rareza cuya búsqueda y asedio produce melancolía, tortura de guante blanco. Pero esto lo sabe todo el mundo. No hay pactos con la realidad, tan sólo treguas. Y no he vendido mi alma al Diablo, sino mi mundo a cambio de un alma (puede que diabólica).

Oled el buen humor, irradia algo tenebroso. A veces no es más que la exaltación lógica de un metabolismo cuyas glándulas funcionan con agradable precisión, pero lo más común es que estemos demasiado acostumbrados a pensar que la risa nos devuelve el brío cuando únicamente (y no es poca cosa) nos anestesia. La risa es un llanto sin compromisos. ¿Quién ríe detrás de la carcajada? Lágrima convertida en travesura, alivio venenoso que no logra borrar la mueca que permanece cuando termina.

*

Primero fui hereje; después, incrédulo. Actualmente profano todos los altares proponiendo cultos intracolapsables. Por un instante he vislumbrado en el mito del superhombre el regreso de Cristo resucitado... ¡clavémoslo otra vez!

Vanidades. La vanidad es un tesoro cuando se comprende que los tesoros ya han sido expoliados. Tesoro líquido que se pierde entre los dedos, como la tormenta que reanudaremos en el próximo cadalso, queridos inquisidores.

Adelante, no podéis retroceder.

Fuente: Entre brumas. Inédito. 2000.

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