Alvim Correa, Homem na trincheira |
Khalil GIBRAN
El loco
Nací y me crié en Royal City, la ciudad de los dos gentilicios, royalenses para los turistas (sorprendentemente, ni en los meses más áridos cesa el goteo de incautos) y culimansos para los paisanos, porque dos son sus caras en el espejismo de caos urbanizado al que propende cuanto más fantasea su onanismo provinciano en antojarse villa grande y ordenada: todo un villón de vellón. Eterna tierra de paso a un paso de todas partes donde cada paso dado queda, por ventura, en el aire de una desventurada gloria, en una indigencia gloriosa, que en soso vilo mantiene al que avanzando no puede seguir y pudiendo seguir no avanza, pues en ella nunca pasa nada que no esté previsto y lo previsto es que todo permanezca igual. Tierra de paso a paso de nadie, que extenúa con la nitidez hiriente del horizonte falsamente ilimitado el páramo azotado por vientos impertinentes y soles de espanto que bien merecido tiene el nombre de su región, La Plana, una ínsula interior que se tambalea sobre un océano de polvo mesatario que invierte el paisaje hacia dentro cuando se lo interroga. Capital administrativa a costa de irrealidades, Royal City es una infraurbe, archialdea o cuasimetrópoli que se alza como una fortaleza invisible en cuyos reductos los habitantes han llegado a ser un archipiélago de atolones resecos, de hombres minerales irrigados con sangre caliza que vegetan, como los días, en una duermevela de alta definición con la incolora trivialidad de sus estados de ánimo. En esta escombrera humana, no hay emplazamiento donde poder dar descanso a la mirada y tal ascua debería ser la que ocupara contra el maestrazgo de otras posibles su soberana divisa. Antes que persona, en Royal City cada uno es náufrago de la minusvalía de sus propios anhelos, tras los cuales se irá pudriendo hasta que renazca una oportunidad de hacer algo imponente a inverosímiles golpes de pesadilla.
Si digo que Royal City es tierra de nadie lo hago porque se trata de un paradero donde ni los muertos querrían volver a la vida. No es que sea una población infernal donde el crimen desorganizado campe a sus anchas (quizá el organizado sí lo haga), es que cualquier iniciativa, por nimia que parezca, se convierte en una labor insufrible cuando no está bendecida por los caudillos de turno, quienes también, muy al gusto local, suelen ser los de siempre. Tenemos, qué maravilla, un enfoque muy familiar del poder al que le sigue en justa comparsa una burocracia engreída que se cree dotada de virtudes salvíficas, no sabemos si por cierta vanidad derivada del entusiasmo endogámico u otras peregrinas razones, el hecho es que el acceso a cargos públicos se parece más a un vicio dinástico que a un compromiso adquirido con los usuarios. Al igual que en todas partes, en Royal City no causa escándalo y se da por asumida la costumbre de multiplicar el patrimonio personal con fondos públicos; menos común, sin embargo, es que una simple pintada en una céntrica calle comercial o un africano vendiendo pulseras sirve para poner en guardia a buena parte de la ciudadanía, y tras esta, que no delante, al vigoréxico cuerpo de la policía.
Royal City vista por de dentro al azar de un itinerario que por fuerza devendrá quevediano, se nos presenta bastante procaz y desmañada; ni cruda ni guisada cual eructo mal parido; guarrilimpia, como una greguería de hormigón pulido y botellón; mustia, o peor aún, ñoña, como ha de serlo un retablo (quiero pensar que improvisado) en el que intervienen los elementos más disparatados a condición de que los implicados se reconozcan como socios de cutrería y traficantes de la misma hermandad. Así, por ejemplo, podemos deleitarnos con las delicias de la ley seca salvo si la borrachera lleva tratamiento de Excelentísima, visitar la insólita exposición de excrementos humanos abreviada con el nombre de Colector, comprobar el fervor suscitado por una santa patrona que dispone de una suplente clonada en baratillo para preservar inmaculada la original, o enterarnos de importantes asignaciones presupuestarias negociadas mientras se practican cacerías en la selva viscosa de un burdel... Todo está permitido, incluida la refrescante invitación a una playa inexistente en cuyo oleaje se mecen los votantes desde hace años, con tal de que haga honor al «muy noble, muy leal» compadreo con el mandón.
La gente procrea, trabaja y procura divertirse tanto o más que en otras localidades de su calibre, pero ello no impide que prevalezca una constante de apatía y parálisis sensorial en sus moradores (esa vieja acedia de los enclaustrados), quienes se dejan morir poco a poco en el rosa pálido de su circunstancia cautivos de una indiferencia casi patológica hacia todo lo que exija una relación que no cumpla el consabido ritual de los actos fallidos. Podría decirse sin temor a la exageración que los royalenses experimentan la rutinaria necesidad de un hacer como si, de un inflar con pompa una pompa de nada, que quizá responda al impulso de anestesiar con una solidez ilusoria la conciencia de estar malgastando la vida; aunque, si he de ser sincero, para colmo de despropósitos resulta más probable que la mala conciencia culimansa haya cedido su protagonismo al partido único de la inconsciencia generalizada. En Royal City no cabe el anonimato; en su lugar, reina el anodinato.
El royalense típico se mueve en el aire viciado de una sociedad fingida, participando sin pena ni fulgor en un carnaval de vigilancia mutua que le obliga a estar demasiado atento a las convenciones por miedo a destacarse, pues existe una generosidad popular desmedida a la hora de obsequiar sambenitos de rumores bajo la temible sombra del qué dirán. Nunca lo reconocerá abiertamente, pero en consonancia con este clima de ansiedad moral el culimanso será más proclive a despreciar los vínculos con sus coterráneos que a construirlos, a los que contribuirá en el mejor de los casos de manera postiza si tenemos en cuenta que la rivalidad por aumentar la escala de las apariencias está arraigada hasta el absurdo: no se me ocurre otro nombre para glosar la hazaña nada infrecuente de rehipotecar la casa para poder lucir un soberbio todoterreno que nunca hollará el campo. El denominador común es la guerra psicológica entre vecinos que intentan representar de cara a la galería su creciente grado de bienestar, cuando lo cierto es que abundan los morosos, muchos negocios están al borde de la quiebra y pocos son los que se libran de padecer la resaca permanente de una profunda insatisfacción. Sucede, por otra parte, que la fortuna no está mal repartida, sino que no está repartida en absoluto, concentrándose el poder adquisitivo en manos de una influyente tribu ociosa compuesta por terratenientes urbanos y otros tiburones de aguas rancias, lo que tampoco ocasiona estridencias sociales, ya que a la inmensa muchedumbre de estafados por cuenta propia o ajena les basta el consuelo de matarse a cañas en sus ratos libres mientras llegan las prometidas vacaciones a Benidorm.
No seré yo quien discuta si Royal City posee cualidades encomiables, pero sin adentrarme en teorías abruptas quisiera matizar que, efectivamente, las tiene y muy a su pesar; a su pesar porque las tiene no a merced de los estímulos que le ha inculcado la estepa donde ha venido a surgir, sino porque esta colonia reinventada en el medievo por un monarca acaparador de territorios y erudiciones sigue estando en La Plana y entre los planenses, como es sabido, no sólo abundan los aplanados, también las gentes despiertas que atinan a soñar con el jocundo entendimiento que es fruto de la socarronería.
Para concluir, invertiré mi tesis inicial manifestando que Royal City es, desde luego, tierra de alguien. Ese alguien que se confunde con unas decenas de miles de cadáveres vivientes que no saben distinguir entre un parque temático y la buena vida.
Te pediría que actualizases el blog porque lo tienes olvidado, pero es igual, no me canso de releerlo.
ResponderEliminarSaludos.
JOder, menudo análisis has hecho; verdades como puños, y con elegancia, sin señalar, porque realmente no hace falta, todos sabemos a quiénes te refieres, porque todos somos, quéramoslo o no, parte de esta tumba colectiva en mitad de La Mancha. Saludos
ResponderEliminarReleo años después y siento la necesidad de aclararme en una dimensión más personal con la que habrán de satisfacer su curiosidad mis veedores:
ResponderEliminarComo no escasean las ciudades que aun con menos habitantes son más grandes y tupidas de experiencias que la mía, la pregunta es obligada: ¿por qué no me marché cuando menos condicionado estaba por las ataduras de la suerte que podría haber probado en otros contextos? Intentaré resumirlo. A golpes de conciencia precoz, en el momento de afrontar esa tesitura estaba roto de misantropía, bloqueado por el decepcionante mundo que me había tocado soportar, vale decir tan despojado de ilusiones acerca de todo y de todos, que intentar enderezarme en otras coordenadas hubiera sido grotesco, así que me quedé o más bien me fui demorando en salir. Tuve, eso sí, la caución de instalarme en la periferia, ajeno en lo posible al pedorreo rancio de los lugareños y lejos, también, de las principales ocupaciones de unas gentes esforzadas en parecer magníficas para ocultar, sin conseguirlo, las sombras de fantoches que nunca han dejado de ser en las distancias cortas.
En perfecta consonancia con el urbanismo desnortado de Royal City, la vileza extrema de alguno de mis paisanos me asombra menos que la pasiva insensibilidad del resto, entre los que afortunadamente he podido hallar valiosas excepciones.