28.6.10

LA PROCACIDAD DE UN DESLIZ


Quien me caga no me lava, y si me lava, no me deja como estaba.
Perla del acervo popular

Sin la actitud de quien dicta una ley, con demasiada frecuencia he comprobado escarbando en los matices cuán pronto se accede al meollo. En el asunto que quiero comentar, la presencia aislada de una preposición como piedra en la lisura de un discurso me ha puesto frente a una pista reveladora donde muchos tropiezan sin reparar en ella: cuando los políticos y otros altos cargos de las administraciones públicas, pero también del coto empresarial, nos sermonean llenándose las fauces con arengas del tipo «vivimos en democracia» –literalmente, sin el artículo indeterminado «en una democracia» que podría sugerir otros modelos–, deslizan, tal vez inconscientemente –lo cual le aporta mayor relevancia a efectos analíticos–, la idea despótica de que todo está dentro del sistema, de que su democracia, planteada en principio como una forma representativa de gobierno, se ha propagado a partir de su foco original mediante un proceso de metástasis que acota, horada y encapsula a la sociedad hasta convertirla en una especie de embalaje destinado a albergar pasivamente sus excrecencias, anomalías y detritus. De manera también muy sintomática, tanto en la prensa como en los mentideros habituales se ha pasado del ingenuo «tenemos democracia» a salmodiar las virtudes aparentes de la misma con el vicio manifiesto del impersonal «la democracia tiene esto, aquello...», haciéndose patente quien es el dueño de la cosa pública o, más exactamente, quienes no lo somos. Ignoro si la democracia tiende por sí misma a este crecimiento desaforado de sus tentáculos o si más que nada sirve de fortín a las camarillas que medran a su amparo; lo que sí sé, es que vivimos bajo el peso de una demo y de una cracia que se han vuelto insoportables.

El pintor rumano Adrian Ghenie, más joven de lo que pudiera parecer a la vista de su arte, culmina en Pie Fight su interpretación (chiste fácil: descaradamente ácida) de la agonía en amorfo proceso de disolución que es el mundo.

20.6.10

EL HONORABLE OFICIO DEL AJUSTICIADO


Si la naturaleza fuera tan equitativa zanjando las riñas humanas como parece serlo dirimiendo la agresividad ocasional de las abejas, después de matar por su propia mano el hombre tendría que morir, pero dedos no son rejos, así que lo natural en el humano es la venganza en cualesquiera de sus extremos: brava en la gestión directa del odio, o disipada por delegación a través de los órganos que se presumen de justicia. Aun sabiéndolo, nada de esto me importa, pues he afianzado bien mis reglas y puedo, desde la confianza que me dan, en modo alguno por inane moralidad sino por un sentido congruente de reciprocidad en el antagonismo, mantener hasta el final una visión del homicidio que depara al criminal una suerte pareja a la que corren las desafortunadas obreras melíferas. Como no hay por qué ser melindroso, declararé que si yo fuera un asesino –cosa que no descarto– preferiría que me matasen en caso de ser capturado y sufrir una reacción proporcional al daño que he causado, antes que aceptar pudrirme en una jaula custodiada por mis enemigos con la seguridad de igualar mi condición a la de un animal exótico en un zoológico. Al ser culpable a voluntad, sin contrición, por haber ejercido la violencia por mi cuenta y riesgo, exigiría de mis rivales un tratamiento similar al que le corresponde al oficial al mando de una tropa caída durante la contienda, y lejos de pedir misericordia vería con orgullo el no ser tolerado por quienes desprecio. Me reiría, además, de las instituciones que procurasen estropear mi conducta con programas de rehabilitación dedicados a glorificar un concepto de civilización que, siendo un matador, me ha de resultar ajeno y siempre malquisto. Incluso si pudiera ser uno de esos taumaturgos que solo existen en las sagas legendarias y los evangelios, agotaría las ganas de devolver la vida a mis cadáveres antes de mover un párpado: ningún artista destruye su obra cuando a través de ella experimenta la forja de su identidad. Hombre de guerra al fin y al cabo, ¿qué respeto voy a reconocerle al Estado que se pregona soberano y ni siquiera es capaz de suprimir con diligencia a sus reos más fieros? Para mí, lo inhumano sigue siendo predicar caricias a cambio de ultrajes; por ello, si alguna vez soy atroz con mis congéneres y sufro a consecuencia cautiverio, lo que humanamente espero de los agraviados no es benevolencia ni una celda digna con tres ranchos al día, atención psiquiátrica y varias horas tontas de televisión; espero, como poco, que me dediquen la misma aversión que les inspiro.

Nunca he asumido como mías palabras más oportunas que aquellas de Francisco Chaves acerca del peligro en su Retrato del héroe sumiso: «Es mejor que le peguen a uno un tiro por decir lo que piensa que morirse de asco».

19.6.10

ESO QUE NOS ESPERA


A Raúl, por la anticipación de su viático

Hemos pasado de admitir la ficción como principio normativo a conservarla como proyecto instructivo. Apelamos al valor de una ilusión para avivar la ilusión mayor de un valor al que apelar, para no mirar al vacío que nos constituye y que tememos contagiar al resto del mundo constituido. Creemos ansiosamente lo que creamos porque detrás, preparándose para el ataque, siempre ha estado el horror.

Con la explosión reposada de la imaginación que muchos califican de florecimiento, el Quattrocento transfiguró las conmociones medievales en una revisión antropocéntrica de las referencias culturales que se proponía invertir no tanto los contenidos como sus relaciones: aproximar el más allá a la vida en vez de estrechar el más acá por alcanzar el otro mundo. Un buen ejemplo lo representa la obra del misterioso Bernardo Parentino, que con Las tentaciones de San Antonio nos hace dudar si fue un simple epígono de Andrea Mantegna (de quien os tiendo un pasadizo a su encantador tarot) o un maestro de paleta incomparable.

8.6.10

DE FERVORES SALVE EL EXTRAVÍO


Y el círculo se cierra cada vez más alrededor de los pocos que aun sean capaces del gran disgusto y de la gran rebelión.
Julius EVOLA
Imperialismo pagano

Una de las características más llamativas de los sistemas totalitarios es la porfía aplicada a reducir el factor humano, en sus más vastas y variadas expresiones, a una mentalidad centralizada con el resultado de que las partes involucradas se ven sometidas a una mutilación progresiva como fase indispensable en la obtención de un producto social homologado. Bajo la óptica totalitaria, el mundo es un cuerpo que debe sincronizarse con los rendimientos de la doctrina enarbolada y, a tal efecto, no sólo pretenderá amasarlo para darle la forma axiomática preconcebida, sino que buscará reemplazar su contenido por un denominador común estable a través del cual quede sacralizada la conformidad en franca y lisa armonía. Es lo más parecido a una inseminación forzosa del sujeto por un proyecto de engendro indiferenciado a cargo del Estado donde el acto de subordinación de la naturaleza a una idea absoluta demuestra que las granjas también sirven para criar hombres mediante la extracción de lo dado en beneficio de lo previsto. Por supuesto, existen otros sistemas autodefinidos como «democráticos y pluralistas», que por su oposición aparente a los anteriores voy a llamar parcialitarios, en cuyo seno todo lo que es particular adquiere el acceso a la patente igualitaria de generalidad en virtud de los derechos reconocidos a cada visión (siempre que no vea demasiado...) dentro de la postura oficial que, en teoría, consistirá en el mantenimiento de un contexto jurídico que los salvaguarde. Sin embargo, al aceptar que todos están en un régimen de equivalencia y cada uno constituye una regla por derecho, sobre la comunidad recae de hecho otro tipo de perversión no menos flagrante: lo bajo debe ser elevado, lo alto rebajado, lo raro normalizado, lo deficiente protegido, lo sobresaliente cercado, lo áspero suavizado, lo brillante atenuado y lo fuerte debilitado porque todo, contra el menor impulso de certeza y autenticidad, ha de estar al mismo nivel. Obviando el pesaroso juicio que me inspira una economía calculada para que una minoría, a la que no se le exige ningún atributo especial, atesore los principales recursos a costa de condenar a la muchedumbre a unas condiciones de vida en muchos casos bestiales (recordemos el principio del 80-20 enunciado por Pareto), los modelos parcialitarios de compensación se exceden en su vocación de eliminar las desigualdades naturales y dejan, por el contrario, intacto el saqueo camuflado tras el orden como si uno mismo fuera responsable de evitarlo o padecerlo. En una sociedad bien administrada, la distribución de la riqueza no constituiría un impedimento para fomentar las diferencias basadas en las capacidades individuales y, por un motivo análogo, los privilegios artificiales que dependen de factores ajenos a las propias aptitudes, como por ejemplo el nacimiento en un familia adinerada o en una región depauperada, tendrían que ser neutralizados con vehemencia a fin de que las limitaciones para el desarrollo personal se deban más a circunstancias privativas que a causas relacionadas con el reparto de la propiedad; pero puesto que la naturaleza no nos ha querido idénticos, resulta absurdo combatirla desde la política con medidas que en vano la violentan, entre ellas la ceguera humanitaria y charlatana que halaga a la plebe, enemiga de cualquier brote de significación por encima de la coacción numérica y del integrismo mercantil que encarrila las últimas señales de vida inteligente hacia una bacanal de escaparate: la santificación del éxito, instaurada por la religiosidad laica del progreso, como elemento perfecto de cohesión para la tribu global. Se me objetará que la masificación que repruebo y sus desviaciones nada tienen que ver con las bondades democráticas, que no existe una relación causal entre el ascenso de los mediocres y el pensamiento liberal que incubó esa pasión tan vulgar de rendirlo todo a los pies de cualquiera. Y si no tengo reparos en admitir que una democracia efectiva solo se manifiesta en un ámbito de confianza donde los participantes se sienten semejantes y como tales quieren coordinar las decisiones que les incumben, ¿por qué no extrapolar este principio a colectivos de mayor envergadura? Sencillamente, porque de lo que es correcto a determinada escala no siempre pueden deducirse patrones funcionales en otras proporciones, y donde difícilmente alguien tiene interés en evaluarse como igual al vecino la democracia formal no sólo pierde su valor de uso, sino que degenera en un abuso que tiende a volver estructural lo que en origen era un compromiso coyuntural. Creo que la palabra clave es selección. ¿Acaso debe valer lo mismo el voto de un ciudadano que contribuye con su esfuerzo salarial a los servicios públicos frente al de otro que evade impuestos poniendo su fortuna en un paraíso fiscal? ¿Y el de un trabajador eficiente y emprendedor en comparación con el veneno que segrega el embaucador profesional que dice haber jurado la renuncia de los placeres terrenales por la salvación de su alma cuando, en realidad, su vocación parasitaria supone una carga onerosa para los demás? ¿En qué medida es justo que se equiparen los votos emitidos por un genio y un estúpido, o por un nativo culto y un extranjero inadaptado que apenas conoce el idioma? ¿Qué hay de la increíble distancia que separa la suficiencia de criterios de alguien que ha hollado tierra extraña para contrastar su experiencia con la de gentes acunadas bajo otros cielos?, ¿cómo hacer parangón con la rigidez de quien ignora hasta el sabor del picante o el gusto de concederse la improvisación de un otoño índico? ¿Por qué la altura de conciencia que representa la abstención activa ante una situación que solo ofrece una oportunidad de elección entre opciones viciadas se contempla con recelo, en vez de como una fuerza libre que atestigua en su discrepancia una actitud eminente? La igualdad puede ser un medio útil y deseable hasta cierto punto, pero como fin es temible. Por ello, desvinculándome de los sistemas totalitarios y parcialitarios sobre los cuales he disertado a mi azaroso arbitrio, concluyo por fin recomendando una revisión asimétrica del sufragio universal, porque si aceptamos que el dictamen de todos los actores implicados en un grupo cuenta sin necesidad de que estos sean iguales en obras, saber y potencia (ni falta hace), lo idóneo es que cada voto tenga un valor distinto en función de la calidad que posee quien lo da.

Interpretada como una versión del sacramento cátaro Endura, una especie de bautismo a la inversa o suicidio ritual asistido, la imagen procede de la página 75v del Manuscrito Voynich conservado en la biblioteca Beinecke y escrito por un autor anónimo en una lengua incomprensible que, desde hace cinco siglos, ha dado muchos quebraderos a los estudiosos.
 
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